Historia de mi vida

Historia de mi vida

von: Juan Pablo II, Saverio Gaeta

Ediciones Encuentro, 2015

ISBN: 9788490553046 , 142 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 9,99 EUR

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Historia de mi vida


 

Los días de la elección


¡Alabado sea Jesucristo! Queridísimos hermanos y hermanas: todos seguimos apenados por la muerte de nuestro amadísimo papa Juan Pablo I. Y he aquí que los eminentísimos cardenales han designado un nuevo obispo de Roma. Lo han llamado de un país lejano..., lejano pero en realidad siempre muy cercano por la comunión en la fe y en la tradición cristiana. He sentido miedo al recibir esta designación, pero lo he hecho con espíritu de obediencia a Nuestro Señor Jesucristo y con confianza plena en su madre María Santísima. No sé si podré explicarme bien en vuestra... en nuestra lengua italiana. Si me equivoco, me corregiréis. Y así me presento a todos vosotros para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza y nuestra confianza en la madre de Cristo y de la Iglesia. Y también para comenzar de nuevo el camino de la historia y de la Iglesia, con la ayuda de Dios y con la ayuda de los hombres (16-X-78).

Cuando Karol Wojtyla pronunciaba estas palabras, desde el balcón de la basílica Vaticana, habían pasado sólo dos horas de su elección como 263º sucesor de san Pedro, que tuvo lugar hacia las 17:15 del 16 de octubre de 1978.

A Cristo Redentor elevé mis sentimientos y pensamientos el 16 de octubre del año pasado cuando, después de la elección canónica, me preguntaron: «¿Aceptas?». Entonces yo respondí: «En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la madre de Cristo y de la Iglesia, a pesar de las grandes dificultades, acepto». Hoy quiero hacer pública mi respuesta mostrando así que, a la primera y fundamental verdad de la encarnación, está ligado el ministerio que, con la aceptación de la elección como obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber específico en su misma cátedra (4-III-79).

En el otoño de 1962, mientras asistía a la primera sesión del Concilio Vaticano II, escribió unos versos dedicados al primer papa, pero referidos también claramente a sus sucesores.

Eres tú, Pedro. Acepta ser el suelo sobre el que caminan los demás / (que avanzan ignorando la meta) para llegar allí donde guíes sus pasos / unificando los espacios con la mirada que facilita el pensamiento. / Acepta ser la persona que sostiene los pasos, como la roca sostiene el transitar de un rebaño: / roca también de un templo gigantesco. Y el pasto es la cruz (TL 109).

Ahora le toca a él el papel de «roca» que debe sostener a la Iglesia Católica.

Por inescrutable designio de la Providencia, tuve que dejar el obispado de San Estanislao en Cracovia y, desde el 16 de octubre de 1978, asumir el de San Pedro en Roma. La elección hecha por el Colegio Cardenalicio fue para mí una expresión de la voluntad del mismo Cristo. Mi deseo es permanecer siempre sometido a esta voluntad, ser fiel a ella. También quiero servir con todas mis fuerzas a la gran causa a la cual he sido llamado, es decir, la proclamación del Evangelio y la obra de la salvación (6-VI-79).

Tengo ante mis ojos en este momento la figura del siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski. Durante el cónclave, el día de Santa Eduvigis de Silesia, se me acercó y me dijo: «Si te eligen, por favor no te niegues». Le dije: «Muchas gracias, me ha sido de gran ayuda, cardenal». Confortado con la gracia y las palabras del primado del milenio pude pronunciar mi «fiat» a los inescrutables designios de la Divina Providencia (16-X-98).

La Capilla Sixtina es, para cada papa, el lugar que contiene el recuerdo de un día especial de su vida. Para mí ese día es el 16 de octubre de 1978. Aquí mismo, en este espacio sagrado los cardenales se reúnen, esperando la manifestación de la voluntad de Cristo en relación con la persona del sucesor de san Pedro. Aquí he escuchado de la boca del entonces rector de mi colegio, Maximilien de Furstenberg, las significativas palabras: «Magister adest et vocat te». [...] Y aquí, en un espíritu de obediencia a Cristo y confiándome a su madre, acepté la elección salida del cónclave, declarando al cardenal camarlengo Jean Villot mi disponibilidad para servir a la Iglesia. Así que la Capilla Sixtina se convirtió una vez más ante toda la comunidad católica en el lugar de la acción del Espíritu Santo, que es quien constituye en la Iglesia a los obispos, y, muy en particular, al que tiene que ser el obispo de Roma y sucesor de Pedro (8-IV-94).

En el cónclave, a través del Colegio Cardenalicio, Cristo me dijo como una vez le dijo a Pedro junto al lago de Genesaret: «Apacienta a mis ovejas» (Jn 21,16). Sentí en mi alma el eco de la pregunta que dirigió entonces a Pedro: «¿Me amas? ¿Me amas más que estos?...» (Cf. Jn 21,15-16). ¿Cómo podía, humanamente hablando, no temblar? ¿Cómo podía no pesarme una responsabilidad tan grande? Fue necesario recurrir a la Divina Misericordia para que a la pregunta «¿Aceptas?» pudiera responder con confianza: «En la obediencia de la fe, ante Cristo mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto» (16-X-03).

Desde el inicio del pontificado, mis pensamientos, mis oraciones y mis acciones estuvieron animadas por un deseo: testimoniar que Cristo, el Buen Pastor, está presente y actúa en su Iglesia. Él está en constante búsqueda de cada oveja perdida, la lleva de vuelta al redil para vendar sus heridas. Cuida a la oveja débil y enferma y protege a las fuertes. Por eso, desde el primer día, nunca he dejado de proclamar : «¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su poder!» (16-X-03).

Nos hemos reunido aquí en recuerdo del papa Juan Pablo I, el primero que tras su elección a la sede de San Pedro, tomó los dos nombres de sus inmediatos predecesores. Nos ha traído aquí el recuerdo del día de su elección, ya que hace exactamente un año, el 26 de agosto, a eso de las seis de la tarde, el cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia, después de la conclusión del escrutinio, a la pregunta del cardenal camarlengo de la santa Iglesia romana de si aceptaba la elección respondía con una voz suave: «Acepto». Recuerdo que, en el momento de dar la respuesta, sonreía en su forma habitual. Y la Iglesia, huérfana tras la muerte de Pablo VI, tenía un nuevo papa (26-VIII-79).

Quiero compartir con vosotros un momento, para mí muy peculiar, del cónclave de agosto de 1978, cuando fue elegido como papa, como sucesor de Pedro, Albino Luciani, el cardenal patriarca de Venecia. Cuando aceptó la elección, el decano le preguntó qué nombre quería tomar y él dijo: «Juan Pablo I». En ese momento pensé: «¡Qué bien visto!». Ninguno de los papas anteriores a él usó dos nombres, pero con esta combinación de sus dos predecesores, Juan y Pablo, quería recordar a aquellos que abrieron una nueva era en la historia de la Iglesia, de la vida de la Iglesia, en nuestro tiempo. «¡Qué bien visto!». Eso es lo que pensé la tarde del 26 de agosto de 1978. Al decir esto no quebranto el secreto del cónclave. Creo que, al hacer esta elección, ha buscado precisamente no separarse de la roca, de esta roca que Juan y Pablo eran para él y, a través de ellos, quiso cimentarse en esa roca que era para él, y para todos nosotros, el apóstol Pedro (16-VII-88).

Al final [del cónclave], cuando ya estaba todo claro, se acercó a mí el cardenal Wyszynski con estas palabras: «Sería deseable que usted pudiera tomar el nombre de Juan Pablo». Yo le respondí: «Sí, yo también había pensado hacer así» (13-II-99).

Elegí los mismos nombres que fueron elegidos por mi amado predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el 26 de agosto 1978, cuando declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —una combinación de este tipo no tenía precedentes en la historia del papado— reconocí en ello un auspicio claro de la gracia para el nuevo pontificado. Puesto que ese pontificado ha durado apenas 33 días, depende de mí no sólo el darle continuidad sino, en cierto modo, recomenzar desde el mismo punto de partida. Esto lo confirma la elección que he hecho de esos dos mismos nombres. Al elegirlos, siguiendo el ejemplo de mi venerado predecesor, deseo como él expresar mi amor por la singular herencia de los papas Juan XXIII y Pablo VI a la Iglesia, además de mi personal disponibilidad para desarrollarla con la ayuda de Dios (4-III-79).

Han pasado 455 años desde la muerte del último papa no italiano en 1523, el holandés Adriano VI y el papa Wojtyla propone una reflexión en voz alta.

Todavía dentro del recinto del cónclave, después de mi elección, pensé: «¿Qué diré a los romanos cuando me presente ante ellos como su obispo, siendo uno que viene de ‘un país lejano’, de Polonia?». Entonces me vino a la mente la figura de san Pedro, y pensé: hace casi dos mil años vuestros antepasados también aceptaron a un «recién llegado». Ahora, pues, vosotros recibiréis a otro más, acogeréis también a Juan Pablo II, como una vez acogisteis a Pedro de Galilea (5-XI-78).

Cuando en la noche del 16 de octubre de 1978 me presenté en el balcón de la basílica de San Pedro para saludar a los romanos y a los peregrinos congregados en la plaza a la espera del resultado del cónclave les dije que yo era «de un país lejano». En el fondo la distancia geográfica no es tan grande. En avión son unas dos horas. Cuando hablaba de lejanía pretendía aludir al telón de acero que en ese momento todavía existía. El papa que llegó del otro lado del telón, por lo que en un sentido muy real venía de muy lejos, a pesar de que, en realidad, viniese del corazón de Europa. De hecho, el centro geográfico del continente europeo se encuentra en territorio polaco (MI 174).

Desde este punto de vista, llamar a un papa...