I y II Concurso de relato histórico Hislibris

von: Mª R. Gómez Iglesias, Javier Veramendi, Txema Gil, José Alexander Rodríguez Leudo, Manuel J. Prieto, Urogallo de Hislibris, Luis Villalón, Raúl Borrás San León, Juan Luis Gomar Hoyos, Pedro Escudero Z

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788493902865 , 323 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Preis: 3,99 EUR

Mehr zum Inhalt

I y II Concurso de relato histórico Hislibris


 

LA PRISIONERA DE LICHTERFELDE.

María R. Gómez Iglesias

Hoy Helmuth me ha encerrado de nuevo en el aseo. Lo prefiero a las palizas y a los gritos. Aunque me deje aquí días enteros, no me importa. Ahora ya estoy preparada. No es como aquella primera vez que temí por mi vida. En realidad, temo por mi vida todos los días, solo que entonces creí que había llegado mi hora. Lo que son las cosas, en medio del dolor y del hambre pensaba únicamente en cómo iba él a explicar mi muerte, los golpes, la inanición… «Abrirá la puerta del aseo —me decía—, y arrastrará mi cuerpo por toda la casa, quién sabe, a lo mejor, me descuartiza y se deshace de mi cadáver en cualquier vertedero». Él bien podría haberlo planeado, es frío y mecánico, hasta cuando me pega lo hace sistemáticamente, procurando que ni un solo rincón de mi cuerpo quede indemne. Para terminar con este infierno, a veces pienso en matarme, pero no puedo dejar que sea él quien lo haga, quiero privarle de ese último triunfo. No le tengo miedo a la muerte, he dejado de temerla hace mucho tiempo. Eso sí, ha de ser una muerte rápida. Acabar pronto, como descerrajarse un tiro, un tiro al alma. Yo tengo el alma acribillada, pero aún estoy viva. No me enorgullezco de ello, de estar viva, de mi cobardía, de sobrevivir igual que las cucarachas, oculta, guardando las pocas migajas que me quedan de mí misma. A cada paliza, esas migajas son más pequeñas. De seguir así, un día desapareceré, terminaré disuelta en la nada porque no valgo nada.

Goebbels quiere que le suceda como Gauleiter del distrito de Berlín. Helmuth ha rechazado amablemente el ofrecimiento, él sólo quiere dedicarse a sus leyes, en la sombra, siempre en la sombra. Sin embargo, algo en la conversación con Joseph debió de molestarle porque al llegar a casa la emprendió a golpes conmigo. Desde que forma parte del Reichsleitung «como jefe de la sección jurídica del Reich», me escupió orgulloso, se le ve más susceptible que de costumbre. Ayer casi me descuartiza porque llamé a Himmler criador de pollos.

Lo del encierro en el aseo comenzó cuando nos cambiamos a esta mansión en Lichterfelde. Supongo que el Reich le paga muy bien, porque esto parece un palacio. No sé cómo de abundante es su cuenta en el banco, pero a la vista está que ha de ser espléndida. Este aseo es un sitio frío. Forma parte de un pequeño apartamento independiente, en el ático de la casa. Tiene entrada propia y dos piezas anejas, un dormitorio y un pequeño gabinete. Solo una puerta comunica estas dependencias con la escalera principal. Basta atrancar esa puerta para hacer de esto una prisión impenetrable. Qué hermosa palabra, impenetrable. Ojalá yo me volviera impenetrable, igual que esas cuevas que se extienden por el interior de las montañas, sin que nadie pueda llegar a ellas jamás. Si yo me volviera así, impenetrable, él no me haría daño, no me violaría, no me golpearía, no me arrancaría la vida.

No sé cuánto tiempo me mantendrá encerrada esta vez. Ahora le es más fácil. Los niños ya no están en casa. No, no, no me conviene llorar. Prefiero sangrar que llorar. Pronto será el aniversario de Mathilda, cumple quince años… mi pequeña… Su padre se la ha entregado a La Escuela de Madres y Novias de la isla de Schwanenwerder. Yo sé lo que es eso, un burdel dónde los jerarcas del Partido duermen calientes. Para eso quieren a mi niña… Lebensborn, fuente de vida, fuente de mierda. Sería hasta gracioso, si no fuera trágico. El día que se la llevó no iba muy convencida. A pesar de que su padre trató de persuadirla, poniendo énfasis en sus sagrados deberes de madre y esposa alemana, ella se mostraba dubitativa. Por eso a mí me duele aún más, porque no he podido protegerla, porque no he sabido ponerla a salvo de las garras de estas alimañas.

Y pensar que, al principio, yo también me contaba entre sus más fervientes partidarios. Incluso antes de conocer a Helmuth, allá en Baviera, cuando mi padre y el tío Ludwig, se pasaban las tardes en Bürgerbräukeller y a golpes de cerveza limpiaban Alemania de indeseables. Las miradas brillantes de todos ellos, la firmeza de sus bocas, la estrechez de sus palabras; nada cabía en ellas, solo muerte y limpieza. Ahora me causa escalofríos el recordarlo. Supongo que todo empezó allí, en München, aquel 9 de noviembre de 1923. Yo tenía diecisiete años, amaba la pintura y la música, y era feliz. Allí vi por primera vez al Führer, en casa de Putzi Hanfstaengl. Después de que fracasara el intento de golpe de estado, se había escondido en aquella vieja mansión de Uffing, a cubierto de la policía. Mi padre, ferviente partidario suyo, acudió presuroso a curarle las heridas de los disparos en Feldherrnhalle. Era el médico más eminente del naciente Partido, y, aquella tarde, yo me convertí en su enfermera improvisada.

Qué día tan raro aquél, sentía que los acontecimientos me llevaban de un lado a otro, sin que yo tuviera voluntad propia. Fue al salir de la casa de Putzi cuando conocí a un Helmuth deshecho por el dolor. Su padre había sido uno de los muertos en Feldherrnhalle. El odio le salía por los ojos, un dragón que, si hubiera podido, hubiera quemado Alemania. Mi padre le sacó de allí, pocos minutos antes de que llegase la policía a detener al Führer, y se lo trajo a nuestra casa de Marienplatz. A los pocos meses nos casábamos y nos veníamos a Berlín. Aquí montó un despacho de abogados con Wilhelm Stuckart y Carl Schmitt. El Partido le asignó entonces a la SS, prestó servicio en la división motorizada e hizo labores de estafeta. Compartió ese puesto con Speer, pero no llegaron a congeniar, los dos eran demasiado silenciosos. Fue su estrecha amistad con Goebbels, al que conocía desde sus tiempos de estudiante en la universidad de Colonia, la que le mantuvo cerca de los círculos dirigentes del nacionalsocialismo. Así hasta 1933, el año del triunfo, como les gusta decir a ellos…: el triunfo…

Toso demasiado, la paliza de ayer me ha debido de afectar al pecho. Me vendría bien algo caliente. Podría pedir auxilio al servicio, decirles que me he quedado encerrada. Pero ellos son sordos, mudos y ciegos, tienen familia, qué van hacer, ellos saben…, aquí todos sabemos. Tal vez, si viene de buen humor, me saque un rato, el tiempo suficiente para cenar algo... Me dejará salir, sin duda. Mañana viene Hans de visita. Qué mal suena eso. Qué puede estar pasándonos para que un hijo de once años venga de visita a casa de sus padres solo el tiempo suficiente para almorzar y poco más. A él sí que le han fagocitado los camisas pardas. Entre ellos y su padre le han apartado de mí. Recuerdo con horror el día que trajo en su mochila un arma cargada, se la habían dado en la Hitlerjugend y hablaba de ella con una naturalidad que me dejó pasmada. Que si el gatillo, que si las balas, el percutor, el disparo a la cabeza del enemigo. «Pero, ¿qué enemigos puedes tener tú, hijo? —le pregunté. Entonces, se volvió hacia mí como si hubiera tocado algún resorte, y me espetó—: Si tú me dices eso, tú eres mi enemiga».

Cuántos días, desde este aseo inmundo, he escuchado a Helmuth decirle a mis hijos que yo era lo único que se interponía entre ellos y el triunfo, que el Partido los dejaría de lado si llegaba a saber que yo era una mujer débil. No le ha sido difícil convencer a Hans de que yo era un peligro. A Mathilda no, Mathilda es diferente. Ella es más lista, calla y piensa por sí misma. Algún día será capaz también de actuar. Actuar por uno mismo, hoy, es imposible en Alemania. Si se hace una vez, ya no hay oportunidad de volver a repetirlo. Te matan, desapareces o te meten el miedo en el cuerpo para siempre.

La situación es muy extraña. Por un lado, Alemania se expande como una mancha de aceite por toda Europa. Hace dos años que nos sacudimos la humillación de Renania, en marzo entramos en Viena, la semana pasada nos apoderamos de los Sudetes…; por lo que le oigo contar a Helmuth, estas ansias territoriales no han hecho más que empezar. Sin embargo, yo siento que me ahogo, que me falta el aire, el espacio…, y no es sólo por lo de mi encierro en este aseo. Es algo más. En mi última salida a la calle, hace unos días, me encontré con Anna en el mercado. Mi querida Anna, mi compañera de juegos en Marienplatz. Llevaba una estrella amarilla, yo no sabía ni que fuera judía. Me quedé paralizada. Se escondió de mí, fui yo que la seguí hasta los lavabos y allí nos abrazamos. La encontré distinta. «¿Es la Gestapo? —le pregunté—. Helmuth conoce a Müller, puede ayudarte». «No, no es la Gestapo, es mucho peor, la SD, el perro de Heydrich nos ha mordido y no nos suelta». «Pero ¿por qué?», casi grité. «Quién sabe, tal vez le guste nuestra casa de Unter den Linden o le repugne el color de nuestros ojos, o quiera regalarle a su querida el Bosco que cuelga en el salón, quién sabe». Me contó que habían conseguido mandar a sus hijos a Suabia, con su madre, pero ella y su marido estaban retenidos en Berlín. Ojalá hubiera podido siquiera ofrecerle mi ayuda. Pero no pude. Por eso estallé de rabia delante de Helmuth, por eso le grité las miserias que el Partido perpetraba a gente como Anna. Ni se inmutó. Eso sí, me propinó unos buenos golpes en la boca, uno tras otro, con saña, bien apuntados a los labios para partírmelos y que estuviesen tumefactos durante mucho tiempo. La sangre me manaba a borbotones, aunque seguramente no tanto como manará la de Anna en Dachau. Dos días después vino muy ufano...