Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos - IV Premio de Hislibris

von: Luis Villalón Camacho, Enrique Encabo, Leandro Herrero, Santa Cruz García Piqueras, Raúl Salcines Serantes, David Calvo, Ricardo Aller Hernández, César Ibáñez París, L. G. Morgan, Sandra Parente, Alfr

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788415415121 , 267 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 3,99 EUR

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Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos y otros relatos - IV Premio de Hislibris


 

Acerca de la virtud en la época trágica de los griegos

Luis Villalón Camacho

El negocio

—¿Seguro que son de fiar, Critóbulo?

—Tanto como nosotros, padre. Quien me dio sus señas me aseguró que no tendríamos ninguna queja.

El anciano Critón tardó en decidir si aquello había sido una ironía de su hijo o más bien una ingenuidad; Critóbulo, pese a sus más de cuarenta años, tenía pocas luces y su padre siempre confió en que algún día se le encendería alguna más. Pero mientras se dirigían al encuentro de aquellos individuos se temió que no era probable que ese día hubiera llegado todavía.

La noche vertía sombras por doquier y la luna se entretenía en recortar siluetas. Padre e hijo recorrieron con paso cauto las estrechas callejas de Epidauro, el hijo en cabeza y el padre a la zaga, hasta que los nudillos de Critóbulo golpearon un grueso portón de madera. Este se abrió y ambos entraron. En el interior de la pequeña casa les aguardaban, además del que les había franqueado la entrada, dos hombres de aspecto rudo, uno sentado tras una mesa con una copa sobre ella, el otro, a horcajadas sobre una silla. Sin mediar palabra, Critón decidió llegado el momento del intercambio de miradas inquisitivas: aquellos hombres con él y su hijo —«¿Acaso vais a intentar engañarnos?»—, y él y su hijo con aquellos hombres —«¿Seguro que vais a estar a la altura?»— Si vencían en ese duelo de miradas, pensó Critón, tendrían mucho ganado. Pero Critóbulo, con una sonrisa inane pintada en el rostro, no miraba inquisitivamente a nadie. Entonces su padre tuvo que mirarle inquisitivamente a él —«¿Pero quieres centrarte en lo que estamos haciendo?»—, con lo que su preámbulo ocular quedó algo desdibujado.

Pensaba Critón que todo debe tener un orden, que todo ha de seguir un patrón. Así que tras la breve introducción visual dio paso al cruce verbal. Él hablaría en primer lugar, con seguridad y aplomo; no había que titubear ante ese tipo de gente. Ahora, como en el juego del cótabo, convenía pulso firme y nervios templados. Y Critón era un gran jugador de cótabo.

—¿Quién de vosotros es «Asclepio»? —Le fastidiaba tener que hacer negocios con un impío que usaba como alias el venerable nombre del dios sanador y que además vivía en Epidauro, ciudad consagrada prácticamente toda ella a esa divinidad. De hecho le fastidiaba tener que hacer el tipo de negocios que había venido a hacer, pero las circunstancias mandaban.

—Tú eres Critón, ¿verdad? —dijo el hombre tras la mesa, el más recio y malcarado; «Tiene aspecto de jugar al cótabo», pensó Critón.

—¿Quién quiere saberlo? —Critón no pensaba ceder la iniciativa.

—Yo.

—¿Y tú eres…?

—Soy quien te lo pregunta, claro.

—Ya, pero ¿tú eres…?

El hombre suspiró, echó un trago de su copa y se acercó a Critón, quien al verlo —y olerlo— tan de cerca pensó que quizá no hubiera jugado al aristocrático juego del cótabo en su vida.

—Vamos a ver —acercó su rostro al de Critón—: tu hijo Critóbulo, aquí presente, vino hace un par de días a mi casa para hablarme de un asunto que me podría interesar. Él no era capaz de explicármelo con detalle, dijo, y tenía que hacerlo su padre. «Bien, pues que venga tu padre y me lo explique», le respondí yo. Y hoy entras tú por mi puerta acompañándolo, de modo que deduzco que eres Critón, ciudadano ateniense, residente en una hermosa y espaciosa finca en el demo de Alopece, casado y padre de dos hijos, entre ellos Critóbulo aquí presente, poseedor de numerosos y prósperos negocios agrícolas, hombre especialmente piadoso y bien considerado en tu ciudad; y poniendo cara de zorro y ojos de búho te haces el interesante y me vienes con preguntitas. Mira, no quiero ofender tus canas pero o sueltas lo que tengas que soltar o vete a tu casa. Y da gracias a que hoy me pillas de buenas.

Critón se quedó blanco como su pelo.

—¿Cómo sabes todo eso de mí? —preguntó. Instintivamente miró a su hijo, quien borró la sonrisa de su cara al tiempo que unas gotitas de sudor frío nacieron de sus sienes. Critón lo fulminó con la mirada y pensó que había hecho mal al mezclarlo en todo aquello, y que en realidad, incluso él mismo estaba obrando de manera reprobable. Pero no quedaba otra opción.

—¿Entonces eres Asclepio? —Fue el último acto de su representación porque la expresión del individuo hizo que tuviera que claudicar en su intento de parecer lo que no era. Resignado, decidió dejar de comportarse como un actor de tragedia.

— ¿Puedo sentarme?

—¿Quién quieres que sea si no? —dijo el hombre, indicándole un asiento con el dedo—, y ¿sabes decir algo que no sea una pregunta?

—Gracias. Sí, perdona, en realidad yo no sirvo para esto. Pero estamos desesperados y tú eres la única salida que nos queda —dijo, abatido.

—Venga, relájate y di de qué se trata. No tengo toda la noche.

Critón creyó detectar en sus palabras un cierto tono afable que le animó. Así que frunció el ceño mientras su mente escogía bien las palabras:

—Bien, allá voy —tosió para limpiar la garganta de asperezas—. Hace tiempo alguien informó a mi hijo de tus… actividades, de que eres capaz de hacer… cosas… un poco ilegales, digámoslo así, y…

—Al grano, al grano.

Critón hizo acopio de fuerzas y respiró hondo.

—Quiero contratarte para que secuestres a alguien.

Asclepio, con profesionalidad y sin falsa modestia, replicó:

—Sin problemas. Dime quién es el que te ha ofendido y te lo traeré en un santiamén.

—No, no me ha ofendido. Todo lo contrario; a decir verdad, él me ha hecho ver la vida con una perspectiva… nueva, maravillosa.

—¿En serio? Me vas a emocionar. Bien, en realidad qué más me da. ¿Sabes dónde vive?

—Tampoco importa donde vive porque no está en su casa. Está en la cárcel de Atenas.

Asclepio miró a sus dos compinches, que se sorprendieron tanto como él.

—¿En la cárcel? ¿Quieres que secuestre a un delincuente?

—Él es inocente, los delitos que le imputan son falsos.

—Sí, bueno, qué me vas a contar. Tan inocente como yo. —Una carcajada adornó la frase y los otros dos hombres hicieron los coros. Luego adoptó un semblante serio y circunspecto—. En fin, tú sabrás los negocios que tienes con él. Pero es un asunto delicado, sí. ¿Lo tienen preso los Once?

—Sí. Está condenado a muerte. No queda mucho tiempo, en cuanto el barco sagrado vuelva de Delos se cumplirá la sentencia. —La voz de Critón se afinó como si se hubiera bebido un huevo—. Yo me he ofrecido a pagar la cicuta para que la muerte le sea menos dolorosa, pero antes que llegue ese mal trago quiero sacarlo de allí. Él no merece morir. —Sorbió un fluido que había comenzado a asomar por su nariz.

—Ni él ni yo ni nadie, y el caso es que todos morimos cuando nos llega la hora. Pero si quieres salvar a tu joven amigo…

—No, no es joven. Tiene setenta años.

—¡Hombre, tiene gracia! —exclamó con sorna—, ¡va a resultar que lo librarás de la cicuta e igualmente se te morirá de viejo pasado mañana! ¿Estás seguro de lo que haces?

—Él y yo tenemos la misma edad y yo no tengo ninguna intención de morirme —replicó con enfado.

—Bueno, allá tú. Eso a mí tampoco me concierne. En todo caso, permite que te informe de que lo que pretendes no es un secuestro sino un… salvamento, podríamos decir. Mis tarifas no son las mismas para una u otra cosa.

—Sé lo que digo: es un secuestro.

—Critón, la esencia de un secuestro es que se hace contra la voluntad del secuestrado.

—Es que él no quiere que lo saquen de allí.

El silencio se adueñó de la habitación hasta que una nueva carcajada impactó contra las diez orejas presentes como una ola contra las rocas.

—En resumen —dijo Asclepio entre risas—: quieres rescatar, de las garras de los Once nada menos, a un vejestorio que ni siquiera quiere ser salvado. Pues me temo que te va a salir algo caro, amigo. ¿Y cómo se llama la pieza?

A Critón cada vez le desagradaban más los modales de aquel hombre pero sabía que ya no había marcha atrás. Tenía que afrontar la situación con entereza.

—Sócrates.

—Sócrates —repitió el otro, y preguntó a sus compinches—: Panaceo, Higio, vosotros que frecuentáis los bajos fondos ¿os suena?

Uno de ellos, tras rascarse la cabeza como si al azuzarse...