La Reencarnación de Nadia

La Reencarnación de Nadia

von: Barbara Cartland

Barbara Cartland Ebooks ltd, 2018

ISBN: 9781788671026 , 298 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 2,99 EUR

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La Reencarnación de Nadia


 

CAPÍTULO I

Es muy difícil precisar cuándo empieza esta historia. El nacimiento, suele ser el comienzo previsible de cualquier narración, así como la muerte puede ser el final. ¿Y como podría contar la historia de estos últimos meses dramáticos sin referirme a los años previos, al lento transcurso del tiempo que los precedió?

Fueron años sombríos y, sin embargo, parecen haber tenido un propósito que explicó los acontecimientos posteriores, de manera que, pese a su oscuridad, puedo advertir un hilo dorado, una nota de color que sincroniza con el todo. No puedo escapar de ellos; están conmigo, como lo está mi cuerpo, alternándose, desarrollándose, madurando, formando parte indisoluble de mí y de mi vida. Debo, por lo tanto, incluirlos en este relato, si éste aspira a constituir una relación coherente y verdadera de mi persona.

Creo que a lo largo de toda mi vida he tratado de evitar conocerme. Quizá me haya sentido instintivamente temerosa de aprender demasiado acerca de mí, o acaso fuese una forma deliberada de evitar que afloraran mis emociones.

Yo me odiaba. Me acuerdo de la primera vez que vi mi cara reflejada en el espejo. No recuerdo la habitación ni el momento en que ello se produjo, pero sí mi imagen: las mejillas rosadas y regordetas, pelo color maíz, y la expresión a medias enfadada y perpleja de mis ojos azules.

Me detesté. Sin duda alguna, era muy joven. Lucía un lazo de satén azul a un costado de la cabeza y un vestido con un cuello fruncido de muselina blanca.

Recuerdo, más vívidamente aún, otro momento de mi niñez: se celebraba una fiesta en el jardín de mi casa y una orquesta tocaba sobre el prado. La música me causó una emoción muy viva, cierto tipo de música solía suscitarme extrañas sensaciones, y empecé a bailar. Por primera vez en mi vida, me di cuenta de que la gente me observaba y sentí el deseo de que me aplaudieran. Creí flotar con ligereza sobre el césped. Creí ser un cisne en el aire; pero, de pronto, lo recuerdo aun vívidamente, reparé en mi rodilla. Gruesa y desnuda, se elevaba torpemente por encima del volante de mi vestido almidonado. Interrumpí la danza y hui. Corrí locamente, no supe por cuánto tiempo ni hacia dónde, pero aún persiste en mí la humillación de aquel momento.

Siempre he admirado a mi madre y creo que, a sus sesenta años, es la mujer más encantadora que conozco. Es más alta que yo y posee más dignidad de la que yo pueda llegar a tener nunca. Tal vez su encanto resida en su serenidad, nada parece inquietarla. Va por la vida como un buque a plena vela, aceptando las cosas tal como se presentan.

De niña, recuerdo que me disgustaba enormemente que me llamaran “pimpollo”. Deseaba parecerme a Angela, y la admiraba apasionadamente, pues era mi única hermana. Era mucho mayor que yo, tenía casi once años más y David era tres años menor que ella.

Mi nacimiento fue tardío. Mi padre solía recordármelo y, en más de una oportunidad, mi madre me contó cuánto le había disgustado tener que empezar nuevamente a la tarea de cuidar niños.

Durante mi niñez padecí una infinita soledad. Mis padres eran muy viejos y no comprendían mis sentimientos de niña. Angela estaba siempre en la habitación escolar con una institutriz que no se llevaba bien con mi niñera.

Rara vez veía a David, quien concurría a la escuela preparatoria, y cuando fui un poco mayor él ya había llegado a la etapa en que se desdeña a las niñas.

Angela tenía piel morena, facciones bien definidas y una esbelta y cimbreante figura, característica de la familia de mi padre.

¡Deseaba tanto ser como ella! Llegué a oscurecerme el pelo con polvo de carbón cuando tenía ocho años, y me castigaron por ello.

A los dieciséis años, Angela asistía a la escuela, por lo que no solía verla con frecuencia. Cuando salía, mis padres le permitían pasar un tiempo en Londres. Yo aún era una niña, pero ya tenía edad para tomar lecciones. Mi niñera solía enseñarme a leer y a escribir todas las mañanas mientras lavaba y planchaba mis vestidos.

Es curioso; pero, en la niñez, uno no advierte el significado ni la importancia del dinero. A medida que yo iba creciendo, se iban clausurando habitaciones en mi casa, había menos sirvientes y cambiábamos nuestro guardarropa con menos frecuencia.

Solía oír hablar a mi padre acerca de los planes, que tenía para economizar, agregando, a la hora de comer, que le costaba trabajo enfrentar las dificultades económicas que lo agobiaban. Ello no me causaba entonces la menor impresión, pero ahora comprendo cuán difíciles fueron aquellos años. David asistía a una escuela muy cara y Angela quería divertirse como las niñas de su edad.

Es extraño que diga esto, pero de niña no fui feliz, aunque tuve todo lo que cualquier niño podría desear: un gran jardín, un pony para cabalgar, y poca vigilancia. Recuerdo que me sentaba a mirar por la ventana y que me sentía muy desdichada. A menudo tenía pesadillas y gritaba a veces por la noche, lo cual preocupaba a mi madre, pues ello no correspondía al temperamento plácido, satisfecho, que ella esperaba de mí.

Algún tiempo después, tuve una institutriz que compartía con dos niñas de la vecindad, y mi niñera quedó a cargo de cuidar de mi seguridad personal y de mi ropa. Estaba atrasada para mi edad y odiaba estudiar. Todo lo que me enseñaban me parecía aburrido, carente de interés. Me atrevería a afirmar que no me enseñaban bien. Nuestra institutriz era una mujercita amable y fatigada, que no acertaba a hacerse cargo de tres niñas de diferentes edades, por lo que se limitaba a hacernos recitar, durante horas y horas, una larga serie de fechas y acontecimientos.

A través de ella, sin embargo, entré en contacto con algo de gran interés. Teníamos en casa, un gramófono viejo y algo deteriorado que David había recibido como regalo cuando empezó la escuela. Los discos también eran viejos y consistían en su mayoría, de estridentes canciones o piezas de jazz. En el verano con motivo de mi cumpleaños, la señorita Jenkins me compró dos discos. El regalo me desilusionó, y después de darle las gracias los olvidé durante casi quince días. Pero un sábado lluvioso me dispuse a escucharlos y apenas comenzaron a sonar los primeros acordes de la música, se abrió un nuevo mundo para mí. Jamás había experimentado una emoción semejante. Escuché aquellos discos, una y otra vez, y aún los conservo.

Cuando cumplí dieciséis años, se habló de enviarme a la escuela, pero la idea no prosperó porque papá no podía pagarla. Creo que mis padres, en realidad, estimando que yo era bonita y que lo sería más con el tiempo, llegaron a la conclusión de que no me hacía falta una educación sólida.

“Después de todo”, decían, “Angela se ha casado pronto y muy bien”.

Ella, en efecto, había conocido a Henry Watson, único hijo y heredero de uno de los cerveceros más grandes del país, y a pesar de que no le agradaba del todo, mi padre estaba encantado pensando que Angela sería rica, y no padecería los problemas que habían acosado a la familia durante tantos años.

Henry Watson tenía casi treinta y siete años cuando se casó con ella. Era miembro del Parlamento y un hombre apuesto, algo pomposo, pero agradable.

Maysfield, nuestra casa, pertenecía a la familia desde hacía más de un siglo, y siempre supimos que nuestro padre era importante. Desde que David era muy pequeño, sabía que algún día heredaría la propiedad y el apellido de mi padre.

Yo tenía ocho años cuando Angela se casó, y por ello recuerdo poco de la ceremonia, o de Henry Watson y sus parientes.

Cinco años más tarde, cuando mis padres fueron a Londres y se hospedaron con ellos en Ascot, recuerdo que, al regresar, mi padre hizo un comentario desairado acerca del padre de Henry y mi madre le replicó:

“Uno no puede tenerlo todo, Arthur, después de todo, Angela tiene una hermosa casa”. Me pregunté por qué no había dicho “un buen esposo”, o “lindos niños”, porque Angela ya tenía dos entonces.

En los años que siguieron vi a mi hermana sólo dos o tres veces. Ella y Henry vinieron alguna vez de paso un fin de semana a tomar el té o a comer, y recuerdo que, cuando yo tenía dieciséis años, ella me saludó diciéndome:...