Crímenes de lesa majestad

von: Joaquín Lloréns

Baile del Sol, 2017

ISBN: 9788417263065 , 294 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 4,49 EUR

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Crímenes de lesa majestad


 

1

El sábado iba a conocer al rey.

Julio Montero, el guardia civil con el que tanto había tropezado en los últimos años y que había sido ascendido a teniente tras un fugaz paso por el escalafón de alférez, en gran parte gracias a mis informaciones de hacía dos años en el caso de los políticos asesinados por la misteriosa «Hermandad para la regeneración democrática1», me había llamado a las diez de la noche dos días atrás.

–Hola, Beatriz. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras por Mallorca? ¿Qué es de Alberto? ¿Por dónde has estado? ¿Te has metido en algún nuevo lío?

Siempre igual este hombre. Antes de que tomaras aire para responder, ya te había ametrallado a preguntas. Gajes de su oficio, supongo.

–Hola, Julio. Sí, estoy en mi apartamento de Son Verí Nou –obvié el resto de preguntas–. ¿Qué es de tu vida? –inquirí a mi vez.

–Anquilosándome. Desde que me ascendieron me paso el día sentado en el despacho y los festivos, de recepción en recepción. Echo en falta algo de acción –me sonreí para mis adentros al notar la doble intención de su última frase–. Lo único para lo que me ha servido el ascenso ha sido para que me resulte menos sangrante la asignación mensual a mi ex. La muy víbora, cuando se enteró de que me promocionaban a teniente, intentó que se la subiera, vía judicial. Menos mal que me tocó un magistrado con dos dedos de frente…

Julio llevaba siete años divorciado, pero por sus confidencias, su mujer era una especie de bull terrier que no soltaba presa. En el fondo suponía que no sería para tanto, pero como no había tenido ocasión de hablar jamás con ella, no podía contrastar la versión de mi amigo.

–Bueno –le corté amablemente–, ¿qué se te ofrece?

–Ah, sí… Se me va el santo al cielo. Debe ser la edad –rio con estruendo.

Me permití dudarlo. Sus sucesivas ascensiones en el escalafón en los últimos tiempos indicaban a las claras que sus facultades mentales estaban perfectamente engrasadas. Cuando controló la risa, prosiguió:

–El próximo sábado tengo una recepción en la Almudaina. El caso es que, desde hace algún tiempo, el último sábado de cada mes tiene lugar en el Palacio de la Almudaina un cambio de guardia del Regimiento de Infantería Palma 47 con trajes de época de principios del siglo XIX, al estilo Buckingham. Desconozco si por motivos turísticos o por mero lucimiento castrense. Pasado mañana toca y se conmemora el tercer centenario de la fundación del Regimiento Voluntario de Palma, que creó el Marqués de Vivot para combatir en la guerra de la Independencia Española. Esta vez han organizado una recepción a las autoridades con alto nivel. Viene hasta el rey.

–¿Felipe?

–No, Juan Carlos, el rey emérito. En resumen –concluyó–, que me da palo ir solo. ¿Te importaría acompañarme?

–De mil amores. No he tenido aún ocasión de tratar al rey. Solo le he visto en Puerto Portals alguna noche de verano y me hace ilusión conocerlo en persona; a ver si es tan campechano como dicen. Aunque desde que ha abdicado, se le ve muy pochito.

–¡Espléndido! Entonces, ¿te paso a recoger a las diez de la mañana?

–Estaré lista.

Sin duda mi atuendo no era el más típico para una mañana de sábado de finales de octubre en Palma, pero la ocasión lo merecía. Si una no se puede lucir en una recepción adonde va a acudir el rey, ¿cuándo si no? Llevaba un vestido rojo rubí de Rem Acra con escote palabra de honor que, por mor del sujetador, me permitía mostrar el canalillo y el comienzo curvilíneo de mis senos. Acababa en una cola corta evasé que, me temía, acabaría en bastante mal estado tras pasear por el empedrado suelo de la Almudaina y sus aledaños. Se lo había visto a Eva Longoria en la alfombra de los Globos de Oro y no había parado hasta conseguirlo. Mejor no recordar el precio. Calzaba los pies con unos pump rojos de Alexander Mcqueen con cristales Swarovski incrustados y puntera peep-toe con plataforma camuflada. Por encima, una chaqueta amarilla de seda salvaje cuyo color, conjugado con el del vestido, era mi personal homenaje a la bandera de España. En la peluquería me habían puesto unas mechas amarillas sobre el pelo negro cuervo, dándome un ligero aire de oropéndola. Me habían recogido el cabello en un moño italiano y maquillado estilo años sesenta: ojos sombreados en amarillo extremo, con dibujo morado en la banana, pómulos marcados y lápiz de labios anaranjado de Love Devotion. Una gargantilla de Juan Pacheco de plata fina y un ópalo engastado, a juego con los pendientes y la pulsera, completaban el conjunto. Solo portaba un bolso de mano; no uno de cóctel, sino más grande, en el que me cabían con holgura la cartera, el carnet de identidad y un frasquito de perfume. No dudaba de que, debido a la presencia del rey tendría que identificarme, a pesar de ir acompañada por un oficial de la Guardia Civil.

A las diez menos cuarto, Julio pulsó el interfono para indicarme que ya estaba esperando. Cuando, unos minutos más tarde, salí de la urbanización y me vio, exclamó:

–¡Santa Virgen de Guadalupe! ¡Vas a causar sensación! Espero que no acuda la reina, porque al rey se le van a salir los ojos de las órbitas, y tal como están las cosas entre ellos…

–Adulador –le dije encantada mientras le daba un cálido beso en los labios sintiendo el cosquilleo de su bigote. Estuve tentada de pasar la mano por su cráneo, apenas cubierto por el pelo cano rapado al dos, como el de un sargento mayor de West Point. No sé el motivo, pero acariciar ese tipo de cabezas tiene mucho de placentero–. Tú tampoco estás nada mal –devolví sincera el cumplido–. No creo que venga Sofía. Desde que Juan Carlos ha abdicado, no se les ha visto juntos prácticamente en ningún acto oficial.

Era la primera vez que veía a Julio vestido con el traje de gala de oficial de la Guardia Civil. Era más sobrio de lo que esperaba y en los hombros refulgían las dos estrellas de seis puntas de teniente. Se lo debían haber cosido a medida, porque su musculoso cuerpo, por una vez, no parecía que fuera a reventar el traje, sino que se le ajustaba a la figura como un guante. Noté un escalofrío por la espalda. Al menos en mi caso, sí que es verdad que los hombres vestidos de uniforme me seducen.

–Con esta ropa no pareces tú –le dije, admirativa.

–Lo tomaré como un cumplido –contestó bromista.

–Anda, vamos.

Aproveché el trayecto para retocarme el gloss de los labios y a las diez y media aparcábamos delante del Parlament.

–Alguna ventaja tenía que tener esto del ascenso –comentó poniendo una mueca cuando, tras mostrar su acreditación, el guarda urbano había permitido que pasara el Honda CRV de Julio por la calle Palau Reial.

El corto paseo por la plaza de la catedral hasta llegar a la Almudaina fue un pequeño placer para mí. Pocas cosas hay comparables para una mujer que se tiene por hermosa y elegante, que poder lucir sus mejores galas frente a una multitud separada por vallas de seguridad; aunque no soy lo suficientemente pazguata como para pensar que me esperaban a mí. Ya sabía que la expectación era para la guardia y, sobre todo, para el rey, pero disfruté como una niña con zapatos nuevos contemplando la envidia que asomaba en muchos rostros femeninos al examinarme de arriba abajo, como escáneres. La temperatura era agradable, gracias a un sol radiante y ello, junto a las verdes hojas perennes de los pinos, hacía que pareciera un día de primavera. No me sobraba la chaqueta, pero casi. Cuando estábamos a punto de llegar a la entrada del palacio, vi un rubicundo bebé sonrosado y de amplios mofletes junto a una mujer de mi edad tras las barreras de protección. No me pude resistir y me acerqué hasta él. De cerca comprobé que no tenía más de cinco meses.

–¡Qué monada! –dije a su madre–. Es para comérselo.

–Gracias –contestó con evidente orgullo maternal.

Cuando me agaché para hacerle una carantoña, el bebé me miró y formó una sonrisa de esas que remueven las entrañas de cualquier mujer en edad fértil. Tras despedirme de la madre, Julio, que me había seguido, comentó divertido:

–Es la primera vez que te veo alelada por un niño. No me digas que ya te ha entrado el síndrome de la maternidad.

–No es para tanto, exagerado. Es que era una ricura.

Lo cierto era que, hogaño, cumplida recientemente la treintena y tras superar el período traumático de mi secuestro en Alicante2, sí que me había entrado un inquietante interés sobre cualquier regordete bebé que veía por...