El cuento de otoño y otros relatos - III Concurso de relato histórico Hislibris

von: Mª José Galván, Pedro Escudero Zumel, Víctor Manuel Almazán, Óscar González Camaño, Javier Veramendi, Fuensanta Niñirola, Urogallo de Hislibris, A. J. Alexandros, M. Beauregard, Raúl Rentero Mateos, J

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788493902803 , 301 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 3,99 EUR

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El cuento de otoño y otros relatos - III Concurso de relato histórico Hislibris


 

QUATROCCENTO: EL HONOR DEL CABALLERO.

Urogallo de Hislibris.

—¡Tres veces avanzaron contra nosotros ¡ ¡Por tres veces atacaron animados por trompetas que aullaban y timbales que rugían! Trataban de derrumbar los pilares del cielo con su estrépito semejante al de una tormenta. Pero ni así lograron que nuestros corazones se conmoviesen. Caminaban cubiertos de acero, tan pulido y brillante que desafiaba a la propia plata. El sol mismo les hacía semejantes a una hoguera inmensa que se acercaba ansiosa por devorarnos. Pero era el fuego ardiente del valor lo que se agitaba en nuestros pechos. Empuñábamos lanzas quebradas y espadas rotas. Nos cubríamos con cotas de malla desgarradas mientras hacíamos ondear mis rojos colores. ¡Banderas teñidas con nuestra propia sangre! La sed era tan espantosa que ansiábamos ya la muerte por no seguir afrontando tal sufrimiento. Pero nos mantuvimos firmes. Desafiando a la muerte, a la derrota y a la vergüenza, nos mantuvimos firmes. Y cuando cargaron por tercera vez, dispuestos a aplastarnos por el simple peso de su número. ¡Los rechazamos de nuevo!

Los jóvenes contemplaban a Filippo como si fuese el mismo arcángel San Miguel que hubiese descendido de los cielos con su espada llameante. Nuestros escuderos, nuestra brillante y frívola juventud, se maravillaban ante la gloria de otros tiempos. Cada uno de ellos se imaginaba acometiendo gestas sobrehumanas y dignas de gloria imperecedera. Pero, naturalmente, solo lo imaginaban. Ni uno solo de ellos se hubiese levantado para buscar el camino del sur y unirse a la guerra contra los infieles ni marcharía al norte para defender la causa de la Iglesia en las tierras de la discordia. Estos jóvenes, que habían aprendido a luchar con espadas romas, que habían descubierto el amor entre los brazos de prostitutas y que recibían enseñanzas del caballero de las rosas, eran el resultado de una generación castigada por una larga y devastadora paz. Una paz que había terminado con el valor de los hijos como la guerra, la breve y pavorosa guerra, terminó con la libertad de sus padres.

Filippo hablaba. Su lengua tejía una epopeya que ninguno de los múltiples poetas cuyo genio él había comprado en el curso de los años podría imitar. Era tan capaz de llevarnos en su compañía a los campos de batalla donde forjó su leyenda que yo mismo, que le servía sosteniendo su escudo, tendía a dudar. ¿De verdad él y yo combatimos espalda contra espalda, segando a los hombres junto al trigo? ¿Escuchamos el canto cruel de espadas que terminaron tan rojas de sangre enemiga que ningún herrero pudo ya jamás devolverles el brillo? Me sentía un viejo estúpido. Yo solo recordaba a una multitud asustada de campesinos armados con palos y guadañas. Por tres veces les obligaron a avanzar contra nosotros con golpes y amenazas. Y las tres veces se retiraron apenas probaron la picadura de nuestros aceros. Sí. Quizás eran seis o siete veces más. Pero nosotros éramos guerreros. Nosotros sí vestíamos armaduras. Nosotros empuñábamos espadas forjadas para matar y no sentíamos miedo de mancharnos con nuestra sangre o con la ajena. Sí. Cargaron una última vez. Empujados por los mercenarios que formaban en su retaguardia. Y en cuanto Filippo destripó de un solo golpe al hombre que llevaba el estandarte, salpicando con sus vísceras a cuantos le rodeaban, el resto escapó a tal velocidad que ni nuestros jinetes albanos fueron capaces de atraparlos. Luego vino el saqueo, la matanza y la conquista.¡El horror¡ Para eso nos habían pagado. Para eso habían contratado a la Compañía Roja. Cumplíamos con nuestro oficio. Cobrábamos el precio al que habíamos tasado nuestro honor.

Pero naturalmente Filippo lo recordaba mejor que yo.

Nuestros jóvenes eran tan adorables como cachorros de gato. Tenían garras, pero ya habían olvidado que servían para algo más que para cazar ratones. Un día sus padres fueron hombres libres. Hombres que sentían el orgullo de pertenecer a una república que se gobernaba en nombre de la tradición y el honor. Ahora sus hijos buscaban las caricias del hombre que les convirtió en esclavos. De quién les descubrió el placer de ser siervos en una tiranía que gobernaba a través del vicio, el pecado y la mentira. Se creían felices allí donde sus padres fueron orgullosos. Filippo paseaba entre ellos desarmado, mientras que todos ellos llevaban puñales enjoyados. Allí no había ningún Bruto.

Los muchachos reía las gracias de su amo. Este extendía sus manos y ellos buscaban sus caricias. Las manos de su señor no solo saben empuñar la espada, también están llenas de privilegios y favores. Entonces esas mismas manos, largas y elegantes, me llamaron. Los jóvenes me abrieron paso. A mí también me respetaban. Pero no necesitaban amarme. Yo no tenía oro ni títulos para comprar su amor.

—¿No son maravillosos estos muchachos, mi buen Vittorio? ¡Feliz generación! Yo no era mayor que ellos cuando el señor de Ferrazzano me escogió para dirigir el asalto contra la invencible Solemonte. De entre todos sus escuderos me hizo el honor de enviarme a la misión de mayor peligro. Para la ocasión en que el destino y la fortuna me llevarían al olvido y la muerte o a la gloria y la fama imperecederas. Mi fidelidad y mi lealtad pesaron más en su corazón que la sangre y los apellidos de otros en su cabeza. Aquella noche fui el favorito de la luna. Se vistió con velos de nubes para cubrirme con mantos de sombras. Escalé la muralla con una cuerda negra y me enfrenté yo solo a quince hombres en las almenas. Quince veteranos guerreros a los que maté uno detrás de otro en un combate sin piedad. Otros me siguieron cuando abrí el camino. La ciudad con sus riquezas fue tomada. ¡Un río de oro y sedas cayó sobre nosotros! Y yo pagué el precio por todos. Recibí tantos golpes que un herrero tuvo que retirarme la armadura desmontándola con tenazas. El espectáculo que el acero escondía sorprendió a todos: Mi cuerpo estaba totalmente teñido de rojos verdugones. Las damas de mi señor me cubrieron con una corona de rosas para celebrar mi triunfo. A la luz de las antorchas mis heridas eran tan semejantes a las flores que me adornaban que era difícil distinguir unas de otras. Todos los capitanes me festejaron y el propio Ferrazzano me nombró allí mismo caballero. ¡Caballero de las rosas!

No era una mala historia para escuchar junto al fuego y con vino especiado en tu copa. En realidad era una historia hermosa. Demasiado hermosa para nuestra cruel edad. Filippo fue solo uno de los cinco escuderos sin linaje que Ferrazzano lanzó en un ataque de distracción aquella noche. Y fue el único que sobrevivió para ver caer la ciudad gracias a la traición de un capitán endeudado por el juego y las putas mucho más de lo que podía soportar su lealtad. Los cinco escuderos, todos de sangre plebeya, habían aceptado aquella misión sin esperanza bajo la promesa de ser nombrados caballeros si lograban sobrevivir. Y Filippo sobrevivió de entre aquellos niños perdidos. Sobrevivió porque tuvo suerte. Porque era el más fuerte. Y porque fue el último en subir a las murallas. En cuanto a las rosas ensangrentadas que le dieron nombre… dicen que Ferrazzano tuvo el mal gusto de perpetuar así las únicas hazañas en las que Filippo había destacado hasta entonces: Desflorar doncellas.

Mi señor, complacido y ahíto de la admiración de aquellos cuya juventud envidiaba tanto como estos envidiaban su poder y riqueza, por fin reparó en mí. Y debió costarle bastante. Como siempre, Filippo caminaba envuelto en sedas azules, con rosas bordadas en púrpura de Francia. Un ropaje que destacaba aún más su altura, y su aún poderoso físico. Frente a eso, y en medio del multicolor espectáculo de sus cachorros, su severo capellán vestía solamente el manto de fraile. Manto de cruda lana que parecía aún más apagado en medio de aquellos festejos.

—Vittorio. ¿Por qué eres capaz de ser un hombre triste en medio de la felicidad de tus amigos? Corre el vino y la música. Los poetas cantan las hazañas de los hombres, y las muchachas sienten huir su virtud espantada por nuestro atrevimiento. ¡No hay color más hermoso que el rubor de sus mejillas! Pero tú sigues con tu mirada gris y ceñuda, y ya nada en ti me recuerda a aquel muchacho de risa cristalina que cuidaba de mí en el campo de Marte y en el de Venus.

—Mi señor, me aburre la frivolidad de vuestros jóvenes favoritos. Falso es su valor, nula su virtud y ajena a sus costumbres toda moral. Sinceramente espero que aún tengáis las arcas llenas de plata para comprar mercenarios que os sigan al combate. Estos muchachos son pura apariencia.

—¿Acaso querrías volver a ser su capellán? Quizás antes de enderezar sus cuerpos deberíamos intentar de nuevo la tarea imposible de enderezar sus almas. No, ya leo en tus ojos que te repudia su impiedad tanto como su pereza. No juzgues tan severamente a esta juventud sin gestas ni esfuerzos. ¿Cómo podrían compararse con la época en que tú y yo crecimos, Vittorio?

Pasó su mano gigantesca por la tonsura monacal que bendecía mi cabeza. Yo soy bajo incluso comparado con algunas mujeres. Mi señor era alto incluso comparado con algunos osos. Era como si por capricho hubiesen cubierto de seda la torre de una fortaleza. Entonces prosiguió:

—Aún recuerdo aquella cabellera de rizos dorados que rebosaba de tu casco plateado. Eras como un ángel que hubiese robado...