Cinco segundos

von: Javier González

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788415415282 , 420 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 4,99 EUR

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Cinco segundos


 

Capítulo 1. – El edificio

Agosto de 2002

Se sintió flotar en una calma cálida y absoluta, donde la oscuridad no daba miedo.

Podía oír su propio corazón, pero no, era el corazón de su madre. Le hubiera gustado quedarse ahí y que ese momento, esa evocación que no recordaba, hubiera sido eterno.

Sintió que su cabeza se sumergía en un líquido tibio y jabonoso con un golpe suave, sordo y metálico, que reverberaba en el agua de la tina. Se había escurrido de las manos de la mujer que lo bañaba. Como volver otra vez a la placenta, pero no era su tiempo.

Un destello de luz hiriente que se teñía de azul; el Paseo de la Concha de San Sebastián era azul, tras una lámina de plástico coloreada de un gorrito infantil de mimbre.

El rebuzno de un burrito encerrado en una cuadra con techo de planchas acanaladas y paredes de adobe. El burrito llamando a su madre. Su primera noción de memoria.

La pedrada en la frente, con un golpe seco, la textura del canto rodado y la sangre caliente y gruesa, resbalándole por la nariz, cayendo en un cuajarón en los labios, sintiéndola en la lengua.

La pelea en el patio, «me rindo», para luego aplastarle la cabeza contra el suelo, «yo no me rindo nunca, hijoputa».

El primer beso, en aquella terraza del Club Náutico, con los labios sudorosos; los besos eran salados entonces.

El vuelco en el coche, el cielo arriba y abajo, los terrones de tierra saltando, las ramas entrando por las ventanillas, como unos dedos huesudos, largos, oscuros y furiosos. Pero no era su tiempo. Sí fue el de Agustín, Luis y Teo, pero no era el suyo.

El campo de hierba verde y luminosa, tres asistencias de gol y un gol, el partido perfecto. La camiseta oficial, deslumbrante con sus rayas blancas y rojas. Aquel giro cerca del defensa para cubrir el balón y dar tiempo al desmarque del compañero; los tacos que se hunden en un hueco de arcilla untuosa, donde antes había césped. La pierna rígida, la rodilla que no puede girar, clavada a la pierna, que acaba girando. El dolor, el dolor absoluto. Y las lágrimas, gordas y calientes de rabia. Ya no habría más fútbol.

El tiempo corre en la película de su vida, próximos a ese agosto de 2002. El hemiciclo del Aula Magna de la facultad de derecho, las bancadas de madera, el último examen de la carrera. Civil iv, el examen perfecto para matrícula de honor en la convocatoria de junio. El ruido de los folios al doblarse antes de desaparecer en el bolsillo trasero del vaquero. «¿No entrega usted el examen, Salvatierra?» «No me ha salido bien», sin mirarle a la cara.

Entonces apareció en un fogonazo la fachada blanca e imponente del edificio.

Y la película pareció detenerse.

El edificio le miraba a él, y él miraba al edificio. Allí estaban los dos, como retándose y evaluándose. Jorge Salvatierra se sacó la arrugada tarjeta que llevaba en el bolsillo de su camisa con la dirección de su cita apuntada. Lo hizo más que nada por ganar tiempo, porque en algún momento sintió que el edificio estaba ganándole.

«Casino Militar. Gran Vía 13. 10 a.m. Col. Monistrol», la cuidada caligrafía de su padre, de internado inglés. «Tú y tus hermanos sois unos blandos, como vuestra madre. En Oxford os tenía que haber dejado, en la puerta de un internado inglés con ocho años y haberos recogido con dieciocho, como hizo conmigo vuestra abuela». La abuela dejó un niño con ocho años en Inglaterra para recoger, diez años más tarde, un alevín de tiburón de los negocios.

Le había escrito la dirección, la hora de la cita y el nombre del contacto en una de sus tarjetas personales. Debajo de su nombre, «Jorge Salvatierra de Cuevas, Consejero Delegado» en letras con relieve, de esas que hacen cosquillas en las yemas de los dedos y te dicen que el tipo que da la tarjeta es importante y tiene poder y dinero, y que lo único que te va a dar gusto al conocerle va a ser ese hormigueo en los dedos, porque si puede te va a arrancar un brazo. O los dos brazos. O lo que haga falta, con tal de seguir acumulando poder y dinero.

Jorge miró de nuevo aquellas palabras escritas por su padre. Debía ser lo único que le había escrito en los últimos veintidós años, los que Jorge tenía exactamente.

Levantó por fin la vista de la tarjeta con un gesto de seguridad para que lo percibiera el edificio. Había heredado la mirada verde de su madre y su sonrisa perfecta y dulce. Pero tenía los gestos duros y afilados de la cara de su padre. Un coctel genético que le proporcionaba unos altísimos rendimientos con el sexo opuesto. La dicotomía ángel o demonio parecía atraerlas como un imán.

Levantó la barbilla componiendo un gesto desafiante.

El Casino seguía mirándole hierático desde su imponente fachada principal, la que daba a la Gran Vía, en otro tiempo la más importante y más elegante arteria de la vida social madrileña.

Aunque eso debió de ser mucho tiempo atrás porque, a pesar del dinero invertido por el Ayuntamiento en el remozamiento de sus principales edificios, lo que otrora fuera continente de glamour y abolengo ahora era ribera de turistas, trileros, buscavidas, putas y gentes de todos los colores. O lo sería más tarde, cuando comenzara a caer la «fresca» y la poblaran de nuevo sus habitantes, que volverían a la calle cuando el sol ya no pudiera identificarlos.

Jorge interpretó el reflejo de una ventana del Casino como un «sí».

Sin quererlo tragó saliva y volvió a admirarse de la serena majestuosidad del edificio de estilo modernista, con sus grandes ventanales y balcones de barandas forjadas con formas imposibles, sus extrañas gárgolas y sus enormes toldos, dispuestos como velas a punto de cazar viento para que dejase de ser un gran barco varado en la Gran Vía.

«Voy a entrar», pensó, retándose a sí mismo. O quizá no lo meditó y lo dijo en voz alta para que el edificio lo oyera. Miró el templete de hierro y cristal que cubría como una inmensa visera el portal principal, se acomodó la mochila con los apuntes en el hombro y entró.

El interior del portal, con forma de media luna, era inmenso. Con el tiempo iría descubriendo que todo el Casino parecía estar afectado de gigantismo.

«Aquí debía caber un coche de caballos», se dijo el estudiante de derecho con acierto, porque esa fue la primitiva función para la que fue diseñado el enorme zaguán.

Jorge sintió cómo la gran puerta enrejada se cerraba a sus espaldas y una corriente de aire parecía envolverle el cuerpo. Una vaharada como de aliento vivo y eléctrico que hizo que el vello de sus brazos adquiriera vida.

Sus ojos recorrieron la estancia hasta detenerse en un grupo de cartones arrinconados en una de las esquinas del portal, junto a un gran macetero de terracota y un frondoso ficus. Encima de los cartones parecía dormitar un hombre, un mendigo.

Con cuidado de no despertarle, subió los cinco amplios escalones de mármol que le separaban de la entrada principal y abrió con suavidad una de las grandes puertas de madera con cristales coloreados y emplomados, que daban acceso al vestíbulo del edificio.

A Jorge, el Casino comenzó a antojársele como una de esas muñecas rusas que siempre esconden una más pequeña en su interior. Aunque él debía estar haciendo el recorrido a la inversa, porque cada nueva estancia que descubría era mayor que su predecesora. Detrás de un inmenso mostrador de madera oscura descubrió la segunda presencia de vida humana dentro del edificio.

Era una mujer de edad indefinida. Jorge pensó que bien podría haber estado ocupando aquel puesto detrás del mostrador desde 1916, año en que fue inaugurada la edificación. La mujer le miraba fijamente por encima de sus gruesas gafas de pasta de concha. Lucía un peinado imposible de color violeta desvaído; su cara, pequeña y delicada, parecía blanqueada con polvos de arroz. Un suave colorete remarcaba sus angulosos pómulos y un rouge de labios, que ya lo hubiera querido Marilyn para seducir a Kennedy, terminaban por definir un rostro inolvidable. En sus manos descansaba, ahora paralizada, una labor de ganchillo. La recepcionista estaba escoltada por dos enormes bustos de bronce. Uno del rey Alfonso XIII, que le miraba con una mezcla de altivez, desprecio y chulería. El artista había sabido plasmar el carácter del Borbón. Y el otro del soldado Eloy Gonzalo, héroe de la Guerra de Cuba. Un buen mílite que había estado a punto de incinerarse en la isla caribeña cuando se ofreció voluntario para volar un bohío infestado de insurgentes que atosigaban su posición en Cascorro. Eloy Gonzalo se hizo atar una cuerda a la cintura para que sus compañeros pudieran rescatar su cuerpo si algo salía mal y se unía a la barbacoa de patriotas cubanos. Eloy le miraba desde sus ojos vacíos de bronce con cierta tristeza; de lo de Cascorro salvó el pellejo, los cubanos que ocupaban la posición enemiga salieron mucho peor parados, pero en posteriores combates los mambises le metieron tanto plomo en el cuerpo que al final no salió vivo de Cuba. Un héroe...