Cerca del corazón salvaje

von: Clarice Lispector

Ediciones Siruela, 2015

ISBN: 9788416465378 , 188 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 7,99 EUR

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Cerca del corazón salvaje


 

El día de Juana

Estoy segura de que soy mala, pensaba Juana.

¿Qué sería si no aquella sensación de fuerza contenida, a punto de reventar con violencia, aquel ansia de emplearla a ojos cerrados, entera, con la seguridad irreflexiva de una fiera? ¿No era acaso solo en el mal donde alguien podía respirar sin miedo, aceptando el aire y los pulmones? Ni el placer me daría tanto placer como el mal, pensaba sorprendida. Sentía dentro de sí un animal perfecto, lleno de inconsecuencias, de egoísmo y de vitalidad.

Se acordó de su marido que posiblemente la desconocía en ese aspecto. Intentó recordar la figura de Octavio. Tan pronto como él salía de casa, ella se transformaba, se concentraba en sí misma y, como si solo hubiese sido interrumpida por él, continuaba lentamente viviendo al filo de su infancia, le olvidaba y se movía por los aposentos profundamente sola. De aquel barrio quieto, de casas aisladas, no llegaban ruidos. Y, libre, ni ella misma sabía qué pensaba.

Sí, sentía dentro de sí un animal perfecto. Le repugnaba la idea de dejar suelto aquel animal algún día. Por miedo tal vez a la falta de estética. O por temor de alguna revelación... No, no —se repetía a sí misma—, es preciso no tener miedo de crear. En el fondo posiblemente el animal le repugnaba porque todavía había en ella el deseo de agradar y de ser amada por alguien poderoso como la tía muerta. Para después sin embargo pisotearla, repudiarla sin contemplaciones. Porque la mejor frase, e incluso la primera, era: la bondad me da ganas de vomitar. La bondad era tibia y sin consistencia, olía a carne cruda guardada mucho tiempo. Sin que llegara a pudrirse enteramente pese a todo. De vez en cuando la refrescaban, le echaban un poco de condimento, el suficiente para conservarla como un pedazo de carne tibia y quieta.

Un día, antes de casarse, cuando aún vivía su tía, había visto a un hombre comiendo con glotonería. Había visto aquellos ojos desencajados, brillantes y estúpidos, mientras intentaba no perder ni el menor sabor del alimento. Y la mano, las manos. Una de ellas sujetando el tenedor clavado en un pedazo de carne sanguinolenta —no silenciosa y quieta, sino vivísima, irónica, inmoral—, mientras la otra se crispaba sobre el mantel, arañándolo nerviosamente, ya con el ansia de comer un nuevo bocado. Debajo de la mesa las piernas marcaban el compás de una música inaudible, la música del diablo, de la pura e incontenida violencia. La ferocidad, la riqueza de su color... Rojiza en los labios y en la base de la nariz, pálida y azulada bajo los ojos menudos. Juana se había estremecido horrorizada delante de su pobre café. Pero después no sabía si fue de repugnancia o de fascinación y voluptuosidad. Seguro que de ambas cosas. Sabía que el hombre era una fuerza. No se sentía capaz de comer como él, era sobria por naturaleza, pero aquella demostración la perturbaba. También la emocionaba leer las terribles historias de los dramas donde la maldad era fría e intensa como un baño de hielo. Era como si hubiera visto beber agua a alguien y de pronto hubiera descubierto que ella tenía sed, una sed vieja y profunda. Tal vez fuera solo falta de vida: estaba viviendo menos de lo que podía y su sed tal vez pedía inundaciones. O tal vez solo unos sorbos... Es una lección, es una lección diría la tía: nunca hay que adelantarse, nunca hay que robar antes de saber si lo que quieres robar existe en alguna parte honestamente reservado para ti. ¿O no? Robar hace todas las cosas más valiosas. El gusto del mal, masticar rojo, engullir fuego empalagoso.

No debo acusarme. Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es —sin embargo yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser normalmente—; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio; si la civilización de los mayas no me interesa, es porque nada tengo dentro de mí que se pueda relacionar con sus bajorrelieves; acepto todo lo que viene de mí porque no tengo conocimiento de las causas y es posible que esté hollando lo más vital sin saberlo; y esa es mi mayor humildad, adivinaba.

Lo peor era que podía suprimir todo lo que pensaba. Sus pensamientos eran, una vez concebidos, estatuas de un jardín por donde ella pasaba mirando y siguiendo su camino.

Estaba alegre aquel día, y bonita también. Un poco febril también. ¿Por qué ese romanticismo un poco febril? Pero la verdad es que tengo fiebre: ojos brillantes, esa fuerza y esa debilidad, latidos desordenados del corazón. Cuando la brisa leve, la brisa de verano, golpeaba en su cuerpo, todo él se estremecía de frío y calor. Entonces pensaba a borbotones, sin poder parar de inventar. Es porque soy muy joven aún y siempre que me tocan o no me tocan, siento —reflexionaba—. Pensar ahora, por ejemplo, en arroyos rubios. Exactamente porque no existen arroyos rubios, ¿comprendes?, así se huye. Sí, pero los dorados por el sol son rubios en cierto modo... Es decir que no lo imaginé realmente. Siempre el mismo fallo: ni el mal ni la imaginación. En principio, en el centro final, la sensación simple y sin adjetivos, tan ciega como una piedra rodando. En la imaginación, pues solo ella tiene la fuerza del mal, solo la visión engrandecida y transformada: bajo ella la verdad impasible. Se miente y se cae en la verdad. Incluso en la libertad, cuando alegremente escogía nuevos caminos, los reconocía después. Ser libre era proseguir, he aquí de nuevo el camino trazado. Ella solo vería lo que ya poseía dentro de sí. Perdido, pues, el gusto de imaginar. ¿Y el día en que lloré? —había cierto deseo de mentir también—, estaba estudiando matemáticas y súbitamente sentí la imposibilidad tremenda y fría del milagro. Miro por esa ventana y la única verdad, la verdad que no podría decirle a aquel hombre, abordándolo, sin que él huyera de mí, la única verdad es que vivo. Sinceramente, vivo. ¿Quién soy? Bien, eso ya está de más. Me acuerdo de un estudio cromático de Bach y pierdo la inteligencia. Es frío y puro como el hielo, pero se puede dormir sobre él. Pierdo la consciencia pero no importa, encuentro mi mayor serenidad en la alucinación. Es curioso cómo no sé decir quién soy. Es decir, lo sé muy bien, pero no lo puedo decir. Sobre todo tengo miedo de decirlo, porque en el momento en que intento hablar, no solo no expreso lo que siento, sino que lo que siento se transforma lentamente en lo que digo. O al menos lo que me hace actuar no es lo que siento, sino lo que digo. Siento quien soy y esta impresión está alojada en la parte superior del cerebro, en los labios —en la lengua principalmente—, en la superficie de los brazos y también penetrando dentro, muy dentro de mi cuerpo, pero dónde, dónde exactamente, no lo sé decir. El gusto es ceniciento, un poco enrojecido, en los pedazos viejos un poco azulado, y se mueve como la gelatina, perezosamente. A veces se vuelve agudo y me hiere, golpea contra mí. Muy bien, ahora pienso en el cielo azul, por ejemplo. Pero ¿de dónde viene esa certeza de que estoy viviendo? No, no va bien. Nadie se hace esas preguntas y yo... Pero es que basta con silenciar para vislumbrar, debajo de todas las realidades, la única irreductible, la de la existencia. Y bajo todas las dudas —el estudio cromático—, sé que todo es perfecto, porque siguió de escala en escala el camino fatal en relación consigo mismo. Nada escapa a la perfección de las cosas, esa es la historia de todo. Pero eso no explica por qué yo me emociono cuando Octavio tose y se pone la mano en el pecho, así. O cuando fuma y la ceniza le mancha el bigote sin que él lo note. Entonces siento piedad. La piedad es mi forma de amor. De odio y de comunicación. Es lo que me sustenta contra el mundo, así como hay quien vive para el deseo y quien para el miedo. Piedad por las cosas que ocurren sin que yo lo sepa. Pero estoy cansada a pesar de mi alegría de hoy, alegría que no se sabe de dónde viene, como la de una mañana de verano. ¡Ahora estoy terriblemente cansada! Vamos a llorar juntos, bajito. Por haber sufrido y continuar haciéndolo tan dulcemente. El dolor cansado en una lágrima, simplificado. Pero ahora ya es deseo de poesía, lo confieso, Dios. Durmamos con las manos enlazadas. El mundo rueda y en alguna parte hay cosas que no conozco. Durmamos sobre Dios y el misterio, nave quieta y frágil flotando sobre el mar, he aquí el sueño.

¿Por qué ella estaba tan ardiente y leve como el aire que viene del horno cuando se abre?

El día había sido igual a los otros, y tal vez de ahí procediera el cúmulo de vida. Se había despertado plena de la luz del día, invadida. Hasta en la cama pensaba en arena, mar, en beber agua del mar en casa de la tía muerta, en sentir, sobre todo en sentir. Esperó algunos segundos en la cama y como nada ocurrió vivió un día común. Todavía no se había liberado del deseo-poder-milagro de cuando era pequeña. La fórmula se realizaba tantas veces: sentir la cosa sin poseerla. Solo era preciso que todo ayudase, la dejase leve y pura, en ayunas para recibir la imaginación. Difícil como volar, y, sin apoyo en los pies, recibir en los brazos algo extraordinariamente precioso, un niño por ejemplo. A veces, en un momento del juego, perdía la sensación de que estaba mintiendo —y tenía miedo de no estar presente en todos sus pensamientos—. Quiso el mar y sintió las sábanas de la cama. El día prosiguió su marcha y la dejó atrás, sola.

Se había quedado silenciosa, todavía acostada, casi sin pensar, como solía sucederle a veces. Observaba distraídamente la casa llena de sol a aquella hora, y las cristaleras altivas y brillantes como si ellas...