La historia de la escritura

von: Ewan Clayton

Ediciones Siruela, 2015

ISBN: 9788416208500 , 400 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 13,99 EUR

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La historia de la escritura


 

2* Fig. 2. Escritura romana con pluma de caña sobre fragmento

de rollo de pergamino. Pasaje del discurso de Cicerón In Verrem,

primera mitad del siglo I.

 

Introducción

Por lo que se refiere a la palabra escrita, nos encontramos en uno de esos momentos decisivos que se producen raras veces en la historia de la humanidad. Estamos presenciando la introducción de nuevos medios y herramientas de escritura. No ha sucedido más que dos veces en lo concerniente al alfabeto latino: una, en un proceso que duró varios siglos y en el que los rollos de papiro dejaron paso a los libros de vitela, en la Antigüedad tardía; y otra, cuando Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles y el cambio se difundió por toda Europa en una sola generación, a finales del siglo XV. Y ahora, el cambio significa que durante un breve periodo muchas de las convenciones que rodean a la palabra escrita se presentan fluidas; somos libres para imaginar de nuevo cómo será la relación que tendremos con la escritura y para configurar nuevas tecnologías. ¿Cómo se verán determinadas nuestras elecciones? ¿Cuánto sabemos del pasado de este medio? ¿Para qué nos sirve la escritura? ¿Qué herramientas de escritura necesitamos? Tal vez el primer paso para responder a estas preguntas sea averiguar algo del modo en que la escritura llegó a ser como es.

Empecé a preocuparme por estas cuestiones cuando, a los doce años, me volvieron a poner en la clase de los más pequeños para aprender a escribir de nuevo. En mis primeros cuatro años de escuela me habían enseñado tres clases diferentes de escritura; la consecuencia fue que estaba hecho un auténtico lío en cuanto a la forma que debían tener las letras. Todavía recuerdo que, a los seis años, me eché a llorar cuando me dijeron que la letra f de imprenta que yo hacía «estaba mal»: en aquella clase la f tenía muchos lazos y yo no entendía por qué.

Volver a la clase más básica fue algo ignominioso. Pero mi familia y los amigos de la familia me procuraron libros sobre cómo escribir bien. Mi madre me regaló un juego de plumas para caligrafía. Mi abuela me prestó una biografía para que la leyera: era la de Edward Johnston, un hombre que vivió en el pueblo en que yo fui a la escuela primaria. Era la persona que había impulsado la recuperación del interés por el perdido arte de la caligrafía en el mundo de habla inglesa a comienzos del siglo XX. Resulta que mi abuela lo conocía: iba a bailar danzas escocesas con la señora Johnston, y mi madrina, Joy Sinden, había sido una de las enfermeras del señor Johnston. «Dígame usted», le había preguntado el señor Johnston una vez en la oscura vigilia de una noche con su lenta, pausada y sonora voz, «¿qué pasaría si plantara una rosa en el desierto?... Yo digo: pruebe a ver».

Johnston desarrolló los caracteres que el London Transport sigue usando hasta el día de hoy. Yo me enganché pronto a las plumas, a la tinta y a las formas de las letras, y así comenzó una búsqueda, que duraría toda mi vida, encaminada a descubrir más cosas acerca de la escritura.

Varias experiencias más enriquecieron esta búsqueda. Mis abuelos vivían en una comunidad de artesanos cerca de Ditchling, en Sussex, fundada en los años veinte por el escultor y tallista de letras Eric Gill. Al lado de la tejeduría de mi abuelo estaba el taller de Joseph Cribb, que había sido el primer aprendiz de Eric. Los días que no había colegio me dejaban ir al taller de Joseph, donde me enseñó a usar el cincel y a tallar dibujos en zigzag en bloques de caliza blanca. Me enseñó también a hacer las incisiones en forma de V que componen las letras esculpidas. Me hice una idea de cómo habían nacido las letras. Más adelante, al salir de la universidad, me formé como calígrafo y encuadernador, y empecé a ganarme la vida en el oficio. Quiero decir que aprendí a cortar una pluma de ave, a preparar el pergamino y la vitela para escribir, y a hacer libros a partir de una pila de papel satinado, cartón y pegamento, aguja e hilo.

Cuando tenía veintitantos años, tras una grave enfermedad, decidí entrar en un monasterio. Viví allí cuatro años, primero como lego y después como fraile. Pensaba que esto significaría dar la espalda a la caligrafía para siempre, pero me equivocaba. El abad, Victor Farwell, tenía una hermana favorita, Ursula, que había sido secretaria de la Sociedad de Amanuenses e Iluminadores, de la cual yo era miembro. Ella vio mi nombre en la lista de frailes y dijo a su hermano: «Tienes que dejarlo cultivar su oficio». Así, como un escriba de antaño, me convertí en un calígrafo monástico del siglo XX. Cuando se pasan muchas horas del día en silencio, las palabras llegan a tener un nuevo poder. Aprendí a escuchar y a leer de una manera nueva.

Después, cuando dejé el monasterio a finales de los ochenta, me esperaba otra experiencia poco habitual. Fui contratado como asesor de Xerox PARC, el Palo Alto Research Center de Xerox Corporation, en California. En este laboratorio se inventó el ordenador personal en red, el concepto de Windows, el Ethernet y la impresora láser, además de gran parte de la tecnología básica que está detrás de nuestra actual revolución de la información. Fue allí donde Steve Jobs vio por primera vez la interfaz gráfica de usuario que proporcionó imagen y sentimiento a los productos de Apple que todos hemos llegado a conocer tan bien. Así pues, cuando Xerox PARC quiso que un experto en el arte de la escritura se sentara al lado de sus científicos para construir el mundo feliz de lo digital en el que todos vivimos ahora, por la razón que fuese yo me convertí en esa persona. Fue una experiencia que cambió mi vida y transformó mi visión de lo que es escribir.

Fue fundamental en esta experiencia David Levy, un científico informático al que había conocido durante el tiempo libre que se tomó para estudiar caligrafía en Londres. Fue él quien me invitó a entrar en PARC y de quien aprendí las perspectivas esenciales que han forjado esta historia1. Por tanto, pienso que es con PARC y con David Levy en particular con quienes tengo una deuda de gratitud por haber escrito esta historia.

Hasta ahora, mi experiencia de lo que significa leer y escribir ha estado llena de contrastes: del monasterio a un centro de investigación de alta tecnología, de la pluma de ave y los libros encuadernados al correo electrónico y el futuro digital. Pero durante todo mi periplo me ha parecido importante mantener pasado, presente y futuro en una tensión creativa, no ser demasiado nostálgico de cómo eran antes las cosas ni volverme demasiado tarumba con la era digital como la respuesta a todo: la salvación por la tecnología. Yo veo cuanto está ocurriendo ahora –la web, la informática móvil, el correo electrónico, los nuevos medios digitales– como un continuidad con ese pasado. Hay dos cosas de las cuales podemos estar seguros: la primera, que no toda la anterior tecnología de la escritura va a desaparecer en los años venideros; y la segunda, que seguirán apareciendo nuevas tecnologías: cada generación tendrá que replantearse lo que en su propia época significa leer y escribir.

De hecho, nuestra educación en la escritura no parece cesar nunca. Mi padre, que tiene más de ochenta años, lleva cuarenta y siete escribiendo una carta a sus seis hijos cada lunes. En este tiempo, su «Queridos míos» ha migrado de la pluma estilográfica y el papel de cartas con membrete al bolígrafo y al rotulador; después, a mediados de los setenta, aprendió él solo a escribir a máquina, usando papel carbón para hacer copias que mecanografiaba en hojas de tamaño A4. El paso siguiente fue utilizar una fotocopiadora para copiar sus originales y ahora se ha comprado un Mac y la cartas las envía por correo electrónico, con la dirección de cada uno de mis hermanos y hermanas cuidadosamente pegadas al recuadro «CC» de sus correos. Está aprendiendo un nuevo lenguaje de fuentes y cursor, clics primario y secundario, módems y wifi. En su último cumpleaños le compramos una cámara digital y ahora sus cartas contienen imágenes o películas cortas.

El libro que tienen ustedes en sus manos ha surgido porque yo quería reconstruir una historia de la escritura en alfabeto latino que reuniera las diversas disciplinas que la rodean, aunque en lo fundamental mi perspectiva es la de un calígrafo. El conocimiento de la escritura lo conservan en muchos lugares diferentes expertos en distintas culturas, estudiosos de la epigrafía (la escritura en piedra) y la paleografía (el estudio de la escritura antigua), calígrafos, tipógrafos, abogados, artistas, diseñadores, tallistas de letras, rotulistas, científicos forenses, biógrafos y muchos más. Lo cierto es que escribir este libro se me antojó en ocasiones una tarea imposible: parecía que cada década y cada tema tenía sus expertos, ¿cómo podría uno dominar cinco mil años de todo esto? He tenido que aceptar que no puedo, pero espero darles una idea, un panorama general que tal vez los lleve a explorar por su cuenta otras facetas de la historia.

En cierto sentido, este libro es una historia de la artesanía en relación con la palabra escrita. Puede que resulte un concepto anticuado. Pero mientras estaba escribiendo este libro, en octubre de 2011, lamentablemente murió Steve Jobs, el cofundador de Apple. Aquel mes se publicó su biografía autorizada. Todos los autores que han repasado la vida y la obra de Jobs coinciden en una cosa: sentía pasión por la...