Mis andanzas por Europa

von: Charles Chaplin

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788493913496 , 166 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 3,49 EUR

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Mis andanzas por Europa


 

I

Me decido a hacer novillos

Un pastel de carne y riñones, gripe y un telegrama. He aquí la triple alianza responsable de todo el asunto. Aunque quizá hubiera también un poquito de añoranza y un deseo de aplausos en lo que me hizo partir hacia Europa para unas vacaciones.

Durante siete años había estado soleándome bajo el perpetuo sol de California, un sol aumentado artificialmente por los reflectores Cooper-Hewitts del estudio. Durante siete años había estado trabajando y pensando en una sola onda, y quería marcharme. Salir de Hollywood, de la colonia cinematográfica, de los escenarios, del olor de celuloide de los estudios, de los contratos, de la atención de la prensa, de las salas de montaje, de las muchedumbres, de las bellezas en bañador, de las natillas, de los zapatos grandes y de los pequeños bigotes. Me encontraba en una atmósfera de actividad; pero de una actividad que para mí iba rápidamente acercándose al estancamiento.

Deseaba unas vacaciones emocionales, y al mismo tiempo comenzar una empresa de difícil realización. Les aseguro que incluso el payaso tiene sus momentos racionales y yo entonces los necesitaba.

La triple alianza mencionada aconteció de manera simultánea. Había terminado las películas El chico[1] y Vacaciones[2], y estaba a punto de embarcarme en la siguiente. La compañía había sido ya contratada. El guión y los decorados estaban listos. Habíamos trabajado en la película un día.

Me sentía muy cansado, débil y deprimido. Acababa de recuperarme de un ataque de gripe, y me hallaba en uno de esos estados de ánimo en los cuales todo da lo mismo. Me faltaba algo, y no sabía lo que era.

Y entonces, Montague Glass me invitó a cenar a su casa de Pasadena. Tenía muchas otras invitaciones, pero esta llevaba consigo la garantía de que comería pastel de carne y riñones. Una debilidad mía. Me presenté con bastante anticipación. El pastel era una sinfonía. Y lo mismo la velada. Monty Glass, su encantadora esposa, su pequeña hija, el ilustrador Lucius Hitchcock y su mujer: sencillamente una hogareña reunión familiar, sin luces rojas ni orquesta de jazz, que despertó en mí alguna reminiscencia que no supe identificar.

Después del último asalto al pastel, pasamos al salón, frente a la chimenea. Conversación, no jerga de estudio ni cháchara ociosa. Un intercambio de ideas, ideas fundadas en ideas. Descubrí que Montague Glass es mucho más que el autor de Potash y Perlmutter[3]. Piensa. Es además un músico consumado.

Tocó el piano. Yo canté. No como el que presume de figura del entretenimiento, sino como el que toma parte en una agradable velada doméstica. Jugamos a los acertijos. La noche terminó demasiado pronto. Me dejó anhelante. Allí había un hogar, en el verdadero sentido de la palabra. Allí había un hombre que, habiendo logrado el éxito artístico y comercial, aún podía cerrar las puertas y sacar al gato al caer la noche.

Conduje de regreso a Los Ángeles. Estaba desasosegado. En casa me esperaba un telegrama de Londres. En él se me decía que mi última película, El chico, estaba a punto de aparecer en Londres, y que, como era considerada mi mejor producción, se trataba de una ocasión idónea para que yo hiciera el viaje de retorno a mi patria nativa. Un viaje que llevaba años prometiéndome hacer.

¿Qué aspecto tendría Europa después de la guerra?

Lo pensé detenidamente. Nunca había estado presente en el estreno de ninguna de mis películas. Su debut para mí había tenido lugar en salas de proyección de Los Ángeles. Con esto me había perdido algo vital y estimulante. Obtenía éxitos, pero estos quedaban lejos de mí. Nunca había abierto el envoltorio para saborearlos. Tenía necesidad de recibir elogiosas palmaditas en la espalda. Y acariciaba la idea de que estas palmaditas vinieran «en» y «de» Inglaterra. Me daban a entender que así sucedería, de modo que deseé poner Londres patas arriba. ¿Quién no hubiera querido tal cosa en mi lugar? Mientras tanto, yo sentía la amenaza de una crisis nerviosa por el exceso de trabajo y las consecuencias de la gripe, por no hablar de los efectos del pastel de carne y riñones.

Las más placenteras sensaciones se me ofrecían, al tiempo que una promesa de descanso. Deseé obtenerlo cuando aún había ocasión para ello. Tal vez El chico fuera mi última película. Tal vez no hubiera otra oportunidad de lucirme bajo los focos. Y deseaba ver Europa: Inglaterra, Francia, Alemania y Rusia. Europa era algo nuevo.

Era demasiado. Abandoné los preparativos de la película recién comenzada, ya decidido a partir para Europa la noche siguiente. Y así lo hice, a pesar de las protestas y los aullidos de los que todo lo consideran imposible. Se compraron los billetes; se hicieron las maletas. Todo el mundo quedó atónito. Me alegré por ello. Tenía deseos de asombrarlos a todos.

A la noche siguiente, creo que la mayor parte de Hollywood estaba en la estación de Los Ángeles para verme partir. Y estaban también sus hermanas, sus primas y sus tías. ¿Por qué me marchaba? A una misión secreta, les dije. Y fue una contestación muy a propósito. Inmediatamente acudió a la mente de todos la idea de que estaba contratado para producir películas en Europa. Pero, ¿me hubieran creído o comprendido si les hubiera dicho que tan solo necesitaba tomarme unas vacaciones emocionales? No lo creo.

Hubo junto al tren las escenas corrientes en toda despedida. El gentío me sorprendió; pero no era más que un anticipo. No me propongo recordar los mensajes de ánimo que se me profirieron a voz en grito. Los de rigor en estas circunstancias, me imagino. Hay, sin embargo, uno que no olvido. En el último minuto, mi hermano Syd gritó a uno de mis acompañantes:

—¡Por el amor de Dios, no permitas que se case!

Esto le proporcionó una carcajada a la multitud; y a mí, un buen susto.

Arrancó el tren y me dispuse a disfrutar de tres días de descanso y rutina ferroviaria. Unas veces comía en el coche restaurante, otras en mi compartimento. Dormía atrozmente. Siempre lo hago. Odio viajar. Los rostros que dejé en el andén de Los Ángeles fueron tornándose más amables y atractivos. No parecían de aquellos que empujan a uno a marcharse. Pero lo habían hecho, o quizá fuera una ilusión óptica mía, inspirada por mi desasosiego mental.

Por espacio de más de dos mil millas hicimos lo mismo muchas veces, para repetirlo después. Quizá hubiera muchas personas interesantes en el tren. No me preocupé de averiguarlo. El porcentaje de personas interesantes en un tren es tan escaso, que no vale la pena molestarse. La mayor parte del tiempo la pasamos haciendo solitarios. Pueden hacerse muchos solitarios durante un recorrido de dos mil millas.

Por último llegamos a Chicago. Me gusta Chicago. Nunca he estado allí mucho tiempo, pero las ojeadas que pude echarle me mostraron una intensa actividad. Sus registros muestran grandes logros.

Pero para mí, personalmente, Chicago significaba Carl Sandburg, a quien conocí en Los Ángeles y cuya poesía admiro grandemente. Tenía que ver a mi viejo amigo Carl y también llamar a las oficinas del Daily News. Este periódico celebraba un gran concurso de guiones. Yo era uno de los jueces, y resulta que Carl Sandburg también lo era.

Todo el grupo fuimos al hotel Blackstone, donde teníamos a nuestra disposición una suite. El personal del hotel nos abrumó de cortesías.

Y llegaron los reporteros. No hay forma de describirlos, excepto etiquetándolos como un signo de interrogación.

—Señor Chaplin, ¿a qué va usted a Europa?

—A tomarme unas vacaciones.

—¿Va usted a trabajar allí en alguna película?

—No.

—¿Qué hace usted con sus bigotes viejos?

—Los tiro.

—¿Qué hace usted con sus bastones viejos?

—Los tiro.

—¿Qué hace usted con sus zapatos viejos?

—Los tiro.

El muchacho era bueno. Logró hacer todas estas preguntas antes de ser arrollado y de que dos ojos negros tras lentes enmarcadas en monturas de carey consiguieran una entrada[4]. Recobré la «sonrisa de atrezo» que consideraba más apropiada para las entrevistas.

—Señor Chaplin, ¿lleva usted consigo su bastón y sus zapatos?

—No.

—¿Por qué no?

—No creo que los necesite.

—¿Se va a casar usted en Europa?

—No.

El de las gafas fue arrastrado por la marea. Mientras se marchaba dejé escapar la sonrisa, pero solo por un momento. Me apresuré a recuperarla cuando una encantadora joven me cogió del...