Colgados del suelo - El día que alargó nuestras noches

von: Ramón Betancor

Baile del Sol, 2014

ISBN: 9788416320417 , 312 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 4,99 EUR

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Colgados del suelo - El día que alargó nuestras noches


 

CAPÍTULO 1
el día que me olvidé de sonreír


Todo puede cambiar en una fracción de segundo. Todo, excepto los sueños. Esa parte intangible de la gran mayoría de los seres humanos, incluidos los que aparentan no ser persona, permanece en algún rincón de nuestra memoria durante todos los días y todas las noches de nuestra vida. Da igual que tratemos de obviarlos y enmudecerlos. Da igual lo dormidos u ocultos que estén. Siguen ahí. Seguirán hasta que ellos quieran, no hasta que nosotros decidamos exterminarlos. Pero los sueños no viven solos en ese recuerdo imborrable de lo sucedido y de lo que nunca pasó. El dolor acumulado, y el independiente, los acompañan por los siglos de los siglos. O lo que es lo mismo, por todos los segundos y todos los rincones en los que pensamos en las cosas que, por una razón o por otra, nunca llegamos a vivir.

Mi nombre es Julia García. Jamás pensé que un apellido tan corriente encerrara tantas historias y tantos pasados. Los que me dejó mi padre antes de morir y los que me siguió dejando después de muerto. Raimundo García, o Ray, como le llamaban todos, existió más allá de sus sueños y sus pesadillas. El motivo, tan simple como complejo, fue haber conseguido vivir a través de los sueños de quienes le rodearon, le quisieron y acabaron por matarle incluso antes de haber fallecido.

Pero no todo es pasado, memoria y herencia. Kike Salas, mi novio, ha escrito gran parte de este presente continuo que interroga constantemente mi desánimo. Él es el culpable de que necesite desatascar este olvido que amenaza con quedarse para siempre en mis retinas. Él es el culpable, sí, pero no en sí mismo. En realidad es cómplice de haber elegido ese camino en línea curva del que yo traté de huir tras conocer la historia de mi padre. En cualquier caso, no es el único responsable.

En menos de un año, el tiempo transcurrido entre el verano de 2011 y el de 2012, he asistido a tres funerales para despedir a cuatro muertos. En lo fúnebre, como en las caderas, en ocasiones la proporción es desconsiderada y cruel... Primero fue mi padre, después dos de sus amigos y finalmente mi madre. Una mujer superficialmente fuerte, que según me aseguró el médico de guardia en Urgencias del Hospital Insular de Gran Canaria, murió de tristeza. Yo aún no puedo explicarme cómo alguien puede llegar a morir por estar triste. En mi caso, con veintiún años y por el transcurrir de los acontecimientos, poseedora de un futuro desahuciado antes de empezar a vivirlo, creo que hay que estar muy apesadumbrada para dejarte la vida en un recuerdo. No pienso hacerlo. No quiero ser como Miranda, mi madre. Una mujer que desdibujó su sonrisa incluso antes de olvidarse de cómo se sonreía. Ahora entiendo que no sé si seré capaz de conseguirlo.

Dicen que no morimos si otros se encargan de mantener vivo nuestro recuerdo. No es mi intención. No es lo que pretendo. Opino que quienes crearon, como mi padre, en su caso canciones, vivirán siempre que haya alguien que escuche o sienta su obra. Pero también pienso que quienes como yo, solo somos capaces de interpretar lo inventado, no vamos a dejar en este mundo demasiados átomos de entusiasmo por ser rememorados y echados en falta. No me preocupa, pero me desanima.

—¿Estás bien, Julia? —me dijo Kike desde el salón del piso que compartíamos en el barrio de Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria—. Llevas mucho rato en el baño... Te vas a perder el principio de la peli.

—Estoy bien. Ya voy —le respondí, comenzando a estar harta de esa manía persecutoria que tienen todos los hombres mayores que tú de pretender que compartas sus mismas aficiones.

Aparte del sexo, no teníamos mucho en común. Quizá por esa razón nos habíamos convertido en inseparables. Yo llenaba sus carencias, mientras él desbordaba las mías. Yo era pianista y él tocaba la guitarra, como mi padre. Nos habíamos conocido en El Terceto Jazz Quartet, una banda que sonaba tan contradictoria como su nombre, pero eso es otra historia... Kike había decidido dejar el jazz para involucrarse en otros proyectos más... digamos... quiero decir... menos desagradecidos. Pero eso, ahora mismo, también es otra historia. Moreno y con los ojos más verdes que he visto en mi vida, me sacaba casi diez centímetros de altura y diez años completos de grosor. Debí darme cuenta de que en lo físico, y no solo en la edad y en la música, comenzaban nuestros contratiempos. Yo siempre me he visto como una chica muy del montón. Además de la facilidad para contar historias, heredé de mi padre sus ojos azules y su pelo rubio. Seguramente es lo más llamativo que pudo regalarme. De resto, me considero una mujer bastante normal. Delgada, como mi madre, y no muy alta, también como ella.

—¿Qué hacías? —me preguntó Kike cuando me senté junto a él en el sillón rojo que presidía el salón, para comprobar cómo los Monty Python ocupaban, una vez más, la pantalla de nuestro televisor.

—Ya sabes que me encanta La vida de Bryan, pero creo que no voy a morirme si me pierdo el comienzo —le dije—. La hemos visto ya diez o doce veces.

—No me cambies de tema —volvió a interrogar—. ¿Qué hacías?

—Escribía... —respondí mientras me servía un poco del vino que él había abierto.

—¿En el baño? —preguntó entonces con más desgana que interés.

—No, ya había salido —le dije sin ocultar un principio de irritación—. Pero si fuera así, ¿qué problema habría? Supongo que esa es una de las razones por las que a alguien se le ocurrió inventar los netbooks.

—Ya... —se limitó a decir él, dándome a entender que su cerebro se había desconectado de la conversación varias palabras atrás.

Hablando de palabras, mi escritor preferido fue siempre un viejo amigo de mi padre: Mario Rojas. Un autor al que conocí cuando apenas tenía diez años y que solo volví a ver, en dos ocasiones, diez años después. Él y Lucía Oliver, su chica, fueron los otros dos cadáveres que despedí, ya convertidos en cenizas, una tarde de enero en la playa de Las Canteras. Crecí leyendo a Mario y llegué a hacer mías sus páginas. Su última novela, Los finales felices, se publicó unas semanas después de su muerte y se convirtió, no solo en su libro más leído, sino en el libro que yo he leído más veces. Aunque personalmente apenas lo conocí, su historia es también mi historia, ya que su trayectoria, vida y muerte, estuvo más ligada de lo que me gustaría a la de mi padre... y a la mía. Pero eso no lo supe hasta hoy. El día que como mi madre y sin darme cuenta de lo que hacían mis labios, me olvidé para siempre de cómo se sonreía. Una de mis últimas sonrisas, precisamente, fue esa noche viendo por enésima vez La vida de Bryan. También esa noche tuve mi penúltima conversación con Kike.

—Está sonando el teléfono —me dijo mi novio sin hacer el más mínimo ademán por levantarse.

—Podrías cogerlo tú alguna vez —le respondí mientras me dirigía hasta la cómoda donde reposaba el aparato, un teléfono rojo imitando a aquellos antiguos modelos en los que se marcaba girando una circunferencia perforada en cada número.

El salón no era muy amplio, igual que el resto del piso, pero teníamos lo necesario para vivir sin tener que esforzarnos demasiado en nada más que no fuéramos nosotros mismos. La vivienda, situada en la segunda planta de un edificio de tres, era de estilo clásico, pero acertadamente restaurado. Se distribuía en un dormitorio con un pequeño balcón de hierro forjado, un baño, una pequeña cocina con muebles rojos de Ikea y el salón, donde nos encontrábamos y donde pasábamos la mayor parte del tiempo.

—¡Es para ti! —le grité a Kike sin ocultar mi malestar.

—¿Quién es? —me respondió sin desviar la mirada de la pantalla.

—¿Por qué no te levantas tú y lo compruebas? —le insinué indignada.

—¿Es Óscar? —preguntó sin inmutarse.

—Sí, es Óscar —concluí.

Óscar Delgado era un bajista al que había conocido meses atrás en una sala de conciertos. Un tipo que nunca me cayó bien. Tenía el pelo largo, ondulado, oscuro y desaliñado. Una melena que caía a cada lado de unas mejillas que ya habían comenzado a arrastrar las primeras canas de una madurez empujada por los excesos y los insomnios provocados. Entre los dos habían comenzado a componer canciones. Melodías y letras de sospechosa influencia anglosajona, para unos tipos que solo hablaban español. Tras grabarlas en el pequeño y rudimentario estudio que Óscar tenía en una de las habitaciones de su casa, las habían comenzado a enviar a diferentes discográficas y distintos agentes musicales con el propósito de colocarlas en el mercado. Hasta ese día, no habían recibido respuesta de ninguno de ellos.

—¡No te puedes llegar a imaginar lo que me ha contado Óscar! —exclamó Kike exultante cuando colgó el auricular.

—Que le han pasado una coca estupenda... No, si fuera así ya estarías vistiéndote... Déjame pensar... Que se ha ligado a una morena despampanante... No, por su cama han pasado demasiadas morenas despampanantes como para llamar a estas horas por un asunto de ese tipo... ¡Ah! Ya sé... ¿No me digas que se va a vivir a otro planeta? —bromeé.

—No digas tonterías —me interrumpió—. Lo han llamado de Barcelona, de una casa de discos. Están interesados en varias de nuestras canciones. Quieren conocernos. ¿Te das cuenta? Nos vamos mañana.

—¿Mañana? —pregunté, confundida.

—Sí, mañana —respondió mientras se dirigía al cuarto de baño, sin detenerse a hablar conmigo—. ¿No es increíble?...