Sin hogar ni lugar

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498417111 , 256 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 8,99 EUR

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Sin hogar ni lugar


 

IV


Marthe vivía en un bajo de una sola habitación cerca de la Bastille, en un callejón sin salida.

–Me lo consiguió un amigo –dijo con orgullo a Clément, mientras abría la puerta–. Si no fuera por el follón que tengo ahí dentro, no estaría nada mal. Lo de los muelles, también fue él. Ludwig, se llama. ¿Te imaginabas que algún día vendería libros? Entre una acera y otra, ya ves tú, todo es posible.

Clément la seguía a medias.

–¿Ludwig?

–Es el amigo que te he dicho. Un hombre como hay pocos. Y ya sabes que de hombres entiendo. Deja el acordeón, que me canso sólo de verte, Clément.

Clément agitó el periódico. Tenía ganas de hablar.

–No –dijo Marthe–. Primero deja tu acordeón, y siéntate, ¿no ves que no puedes con tu alma? Ya me explicarás lo del acordeón, no hay prisa. Escucha, hijo: vamos a cenar, nos tomamos una copa y después me cuentas tranquilamente lo que te trae por aquí. Las cosas hay que hacerlas de manera ordenada. Mientras lo preparo todo, ve a lavarte. Y deja el acordeón de una vez, puñeta.

Marthe arrastró a Clément a un rincón de la habitación y descorrió una cortina.

–Mira esto –dijo–, un cuarto de baño de los de verdad, ¡toma ya! Vas a tomar un baño caliente, porque siempre hay que tomar un baño caliente cuando las cosas van mal. Si tienes ropa limpia, cámbiate. Y pásame la sucia, la lavaré esta noche. Con este calor, se seca enseguida.

Marthe abrió el grifo, metió a Clément en el cuarto de baño y corrió la cortina.

Así, al menos, no olería a sudor. Marthe suspiró, estaba preocupada. Cogió el periódico sin hacer ruido y volvió a leer detenidamente el artículo de la página seis. La joven cuyo cuerpo había sido encontrado en la mañana del día anterior, en su domicilio de la calle de la Tour-des-Dames, había sido golpeada, estrangulada y cosida a cuchilladas, dieciocho, posiblemente de tijeras. Una carnicería. Se espera obtener abundante información de los testimonios de los vecinos, que señalaron la presencia de un hombre apostado delante del edificio donde vivía la víctima durante los días anteriores al asesinato. Un ruido de agua hizo sobresaltarse a Marthe; Clément vaciaba la bañera. Apartó con suavidad el periódico.

–Ponte cómodo, cielo. Ya casi está.

Clément se había cambiado y peinado. Nunca había sido guapo, quizá debido a su nariz en forma de bola, a su tez lívida y, sobre todo, a ese vacío en la mirada –Marthe decía que era porque tenía los ojos tan negros que no se distinguía la pupila del iris–, pero que si uno se tomaba la molestia de fijarse bien, no estaba tan mal, y además, al fin y al cabo, eso qué coño importaba. Mientras removía la pasta, Marthe se recitaba el aviso de búsqueda que publicaba el periódico debajo del artículo: ...La investigación se orienta hacia un joven de raza blanca, de entre veinticinco y treinta años de edad, baja estatura, flaco o muy delgado, cabello ondulado y claro, imberbe, modestamente vestido con pantalón gris o beige, calzado deportivo. La policía, al parecer, podría divulgar un retrato robot de aquí a dos días o menos.

Pantalón gris, corrigió Marthe echando una ojeada a Clément.

Llenó los platos de pasta y queso, y cascó por encima un huevo pasado por agua. Clément miró su plato sin decir nada.

–Come –dijo Marthe–. La pasta se enfría enseguida, a saber por qué. En cambio, la coliflor no. Pregúntalo a quien quieras, no encontrarás a nadie que sepa explicarte estas cosas.

Clément nunca había sabido hablar mientras comía, era incapaz de hacer las dos cosas a la vez. Marthe había decidido, pues, esperar al final de la cena.

–No pienses en nada y come –repitió–. Un saco vacío no se aguanta de pie.

Clément asintió y obedeció.

–Y mientras cenamos, te contaré historias de mi vida, como cuando eras pequeño. ¿Eh, Clément? La del cliente que se ponía dos pantalones, uno encima del otro, estoy segura de que no la recuerdas en absoluto.

A Marthe no le resultaba complicado distraer a Clément. Tenía el don de poder encadenar anécdotas durante horas; incluso sucedía con frecuencia que hablara sola. Así que contó la historia del hombre con dos pantalones, la del incendio de la plaza Aligre, la del diputado que tenía dos familias que sólo ella conocía, la del gatito rojo que se había caído de pie desde un sexto piso.

–Esta noche no tienen gracia, mis historias –concluyó Marthe con un mohín–. No estoy a lo que digo. Traigo café y ahora charlamos. Tú tranquilo, no tengas prisa.

Clément se preguntaba ansiosamente por dónde empezar. Ya no sabía dónde estaba el «punto a». Esta mañana en el café, sin duda.

–Esta mañana, Marthe, estaba tomando un café en el café.

Clément se interrumpió, con los dedos en los labios. Eso era ser imbécil. ¿Cómo hacían los demás para no decir «un café en el café»?

–Sigue –dijo Marthe–. No te dejes impresionar, son tonterías y da lo mismo.

–Estaba tomando un café en el café –repitió Clément–. Un hombre leyó el periódico en voz alta. Oí el nombre «calle de la Tour-des-Dames» y escuché personalmente; luego describían al asesino, del cual era yo, Marthe. Nada más que yo. Así que después estaba jodido. No entiendo cómo se han enterado. Tuve mucho miedo, del cual volví a mi hotel, del que cogí mis cosas, y después, lo único del cual pensé eras tú, para que no me cojan.

–¿Y qué te había hecho esa chica, Clément?

–¿Qué chica, Marthe?

–La chica muerta, Clément. ¿La conocías?

–No. Sólo la espiaba desde hacía cinco días. Pero ella no me había hecho nada, te lo aseguro.

–¿Y por qué la espiabas?

Clément se apretó el ala de la nariz y frunció el entrecejo. Era muy difícil poner en orden.

–Para saber si tenía novio. Era para eso. Y la planta en la maceta, la había comprado yo, y se la había llevado yo. La encontraron con ella, caída toda la tierra en el suelo, sale en el periódico.

Marthe se levantó y buscó un cigarrillo. De niño, Clément no era muy despabilado, pero no estaba loco ni era cruel. Y ese joven que tenía en su mesa, en su habitación, de repente le dio miedo. Por un instante, pensó en bajar y llamar a la policía. Su pequeño Clément, no podía ser verdad. ¿Qué había esperado? ¿Que la hubiera matado por casualidad? ¿Sin darse cuenta? Ni siquiera. Había esperado que no fuera verdad.

–Pero ¿qué te pasó, Clément? –murmuró.

–¿Por lo de la planta en la maceta?

–¡No, Clément! ¿Por qué la mataste? –gritó Marthe.

Su grito acabó en sollozo. Azorado, Clément dio la vuelta a la mesa y se arrodilló junto a ella.

–Pero Marthe –balbuceó–, pero Marthe, ¡tú sabes que soy buen chico! ¡Tú, tú lo decías siempre! ¿No era la verdad personal? ¿Marthe?

–¡Yo lo creía! –gritó Marthe–. ¡Te di toda la educación! Y ahora ¿ves lo que has hecho? ¿Te parece bonito?

–Pero Marthe, ella no me había hecho nada...

–¡Cállate! ¡No quiero oírte!

Clément se cogió la cabeza con las manos. ¿En qué se había equivocado? ¿Qué había olvidado decir? Se había equivocado de «punto a», como de costumbre, como siempre, no había empezado por donde debía y había dado un disgusto tremendo a Marthe.

–¡No he contado el principio, Marthe! –dijo Clément sacudiéndola–. ¡Y no maté a la mujer!

–Y si no fuiste tú, ¿quién fue? ¿Dios?

–Tienes que ayudarme –musitó Clément, agarrando los hombros de Marthe–, ¡porque me van a coger!

–Mientes.

–No sé mentir, ¡también lo decías tú! Decías: hacen falta demasiadas ideas para mentir.

Sí, lo recordaba. Clément no sabía inventar nada, ni siquiera un chiste, ni una broma, menos aún una mentira. Marthe recordó a ese cerdo de Simon, que no paraba de escupir al suelo insultando al niño. «Mala hierba... Madera de asesino...» Las lágrimas le escocieron en los ojos. Soltó las manos de Clément de sus hombros, se sonó con ruido en la servilleta de papel, inspiró profundamente. Ella y Clément tendrían razón, no podía ser de otra manera. Ellos o el viejo Simon, había que elegir.

–Bueno –dijo con un hipido–. Vuelve a empezar.

–Punto a, Marthe –prosiguió Clément sin resuello–, yo vigilaba a la chica. Era por el trabajo que me habían pedido. Y lo demás es sólo una... una...

–¿Coincidencia?

–Coincidencia. Me buscan porque me han visto en su calle, en cuanto a mí. Estaba trabajando. Poco antes, había vigilado a otra chica. Lo mismo, por el trabajo.

–¿Otra chica? –preguntó Marthe alarmada–. ¿Recuerdas dónde?

–Espera –dijo Clément apretándose el ala de la nariz con el dedo–. Que pienso.

Marthe se levantó bruscamente y fue a buscar entre un montón de periódicos debajo del fregadero. Sacó uno y lo recorrió a toda prisa.

–¿No sería en la plaza de Aquitaine, Clément?

...