Más allá, a la derecha

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498419375 , 240 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 8,99 EUR

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Más allá, a la derecha


 

I


–¿Y qué pintas tú en este barrio?

A la vieja Marthe le gustaba discutir. Aquella noche, no había tenido bastante y, con el dueño, en la barra, se había emperrado en un crucigrama. El dueño era un buen tipo, aunque exasperante para los crucigramas. Respondía a bulto, sin respetar la definición ni adaptarse a la plantilla. Sin embargo, habría podido servir, iba fuerte en geografía, lo que resultaba curioso porque nunca había salido de París, al igual que Marthe. Corre por Rusia de dos letras vertical, el patrón había propuesto «Yenisei».

En fin, siempre era mejor que no hablar de nada.

Louis Kehlweiler había entrado en el café sobre las once. Hacía dos meses que Marthe no le veía y, de hecho, lo había echado de menos. Kehlweiler había metido una moneda en el flipper y Marthe contemplaba los recorridos de la gran bola. Aquel juego de majaras, con un espacio hecho aposta para perder la bola, con una pendiente que debía subirse a costa de incesantes esfuerzos y que, una vez logrado, volvía a bajarse de pronto para perderse en el espacio hecho aposta, la había contrariado siempre. Le parecía que, en el fondo, la máquina no dejaba de dar lecciones de moral, de una moral austera, injusta y deprimente. Y si, con un legítimo arrebato, le soltabas un puñetazo, ella tilteaba y eras castigado. Y encima tenías que pagar por ello. Habían intentado explicarle que era un instrumento de diversión, pero ni por ésas, aquello le recordaba su catequesis.

–¿Eh? ¿Qué pintas tú en este barrio?

–He pasado a echar un vistazo –dijo Louis–. Vincent ha descubierto algunos chanchullos.

–¿Chanchullos que valen la pena?

Louis calló, el asunto era urgente, la bola del flipper se dirigía directamente a la nada. La alcanzó con una de las palas y volvió a crepitar en las alturas, vacilante.

–Juegas blando –dijo Marthe.

–Ya lo he visto, pero no paras de hablar.

–Claro. Cuando te dedicas a tu catequesis, no oyes lo que te dicen. No me has respondido. ¿Vale la pena?

–Puede, habrá que ver.

–¿Qué es? ¿Política, una granujada o indeterminado?

–No berrees así, Marthe. Algún día tendrás problemas. Digamos que se trata de un super-facha que está donde no se le esperaba. Y eso me intriga.

–¿Algo bueno?

–Sí, Marthe. De verdad de la buena, con denominación de origen, embotellado en la propiedad. Habría que verlo, claro.

–¿Y dónde es eso? ¿En qué banco?

–En el banco 102.

Louis sonrió y lanzó una bola. Marthe reflexionaba. Se embrollaba, perdía la cuenta. Confundía el banco 102 con los bancos 107 y 98. A Louis le había parecido más sencillo asignar números a los bancos públicos de París que le servían de observatorio. A los bancos interesantes, claro está. La verdad es que era más cómodo que describir su situación topográfica precisa, y más cuando la situación de los bancos suele ser confusa. Pero, en veinte años, se habían producido cambios, bancos jubilados y otros nuevos de los que debían ocuparse. Habían tenido, asimismo, que numerar algunos árboles cuando faltaban los bancos en los emplazamientos clave de la capital. Estaban también los bancos de paso, para las historias de poca monta. A ese ritmo, habían llegado ya al 137, porque nunca reutilizaban un número antiguo, y todo se mezclaba en su cabeza. Pero Louis prohibía que se tomaran notas.

–¿El 102 es el que tiene la florista detrás? –preguntó Marthe frunciendo el ceño.

–No, ése es el 107.

–Mierda –dijo Marthe–. Invítame a un trago al menos.

–Toma lo que quieras en el bar. Me quedan tres bolas.

Marthe ya no estaba muy en forma. A los setenta años, no podía ya merodear como antes por la ciudad, entre dos clientes. Y, además, confundía los bancos. Pero bueno, era Marthe. No proporcionaba ya muchas informaciones pero tenía intuiciones excelentes. De su último soplo hacía al menos diez años. Y había montado un saludable follón, que era lo esencial.

–Bebes demasiado, colega –le dijo Louis tirando del resorte del flipper.

–Vigila la bola, Ludwig.

Marthe le llamaba Ludwig y otros le llamaban Louis. Cada cual elegía, estaba acostumbrado. Hacía ahora cincuenta años que la gente oscilaba de un nombre a otro. Incluso algunos le llamaban Louis-Ludwig. Y eso le parecía tonto, nadie se llama Louis-Louis.

–¿Has traído a Bufo? –preguntó Marthe regresando con un vaso.

–Sabes muy bien que los cafés le dan miedo.

–¿Está en forma? ¿Las cosas van bien entre vosotros?

–Es mi gran amor, Marthe.

Se hizo un silencio.

–Ya no se ve a tu amiguita –prosiguió Marthe acodándose en el flipper.

–Se ha largado. Aparta tu brazo, ya no veo el juego.

–¿Cuándo?

–¡Apártate, hostia! Esta tarde ha embalado sus trastos cuando yo no estaba y ha dejado una carta en la cama. Mira, me has hecho fallar la bola.

–Es que tu juego es blando. ¿Habrás comido, por lo menos, a mediodía? ¿Cómo era la carta?

–Lamentable. Sí, he comido.

–No es fácil escribir una buena carta cuando uno se larga.

–¿Por qué no? Basta con hablar en vez de escribir.

Louis le sonrió a Marthe y golpeó con la palma de la mano un costado del flipper. Una carta lamentable, realmente. Bueno, Sonia se había marchado, estaba en su derecho, no iba a darle vueltas a eso sin cesar. Ella se había marchado, él estaba triste, eso era todo. Estaban pasando el mundo a sangre y fuego y no iba él a perder los estribos por una mujer que se largaba. Aunque, claro está, era triste.

–No te rompas la cabeza por eso –dijo Marthe.

–Lo lamento. Y estaba esa experiencia, ¿lo recuerdas? Se ha jodido.

–¿Y qué esperabas? ¿Que se quedara sólo por tu bonita cara? No digo que seas feo, no me hagas decir lo que no he dicho.

–Yo no hago nada.

–Pero no bastan, Ludwig, los ojos verdes y todo lo demás. También yo los tenía. Y tu rodilla tiesa, francamente, es una pega. A algunas muchachas no les gustan los hombres que cojean. Les molesta, métetelo en el coco.

–Ya está.

–No te rompas la cabeza.

Louis rió y puso una caricia en la vieja mano de Marthe.

–No me rompo la cabeza.

–Si tú lo dices... ¿Quieres que pase por el banco 102?

–Haz lo que quieras, Marthe. No soy el propietario de los bancos de París.

–Podrías dar órdenes de vez en cuando, ¿no?

–No.

–Bueno, pues te equivocas. Dar órdenes es de hombres. Pero claro, si no sabes obedecer, no veo cómo podrías mandar.

–Evidentemente.

–¿No te la he dicho ya muchas veces? ¿La fórmula?

–Cien veces, Marthe.

–Las buenas fórmulas no se gastan.

Habría podido evitar que Sonia se largara, claro. Pero había querido intentar la imbécil experiencia del hombre hombre, y ahí estaba el resultado, cinco meses después ella se había largado. Bueno, ya estaba bien, ya había pensado demasiado en ello, estaba bastante triste, pasaban el mundo a sangre y fuego, había trabajo, tanto en los pequeños como en los grandes asuntos de este mundo, no iba a pensar en Sonia diez mil horas, ni en su lamentable carta, tenía otras cosas que hacer. Pero en las alturas, en ese jodido ministerio por el que tanto había vagado como un electrón libre, deseado, detestado, indispensable y muy bien pagado, le ponían de patitas en la calle. Llegaban nuevas caras, nuevas caras de viejos imbéciles, aunque no todos eran imbéciles por lo demás, eso era lo malo, y no deseaban ya la ayuda de un tipo demasiado enterado de todo. Le despedían, desconfiaban, y con razón. Pero su reacción era absurda.

Tomemos una mosca, por ejemplo.

–Toma una mosca, por ejemplo –dijo Louis.

Louis había terminado su partida, un resultado mediocre. Eran molestas esas nuevas máquinas del flipper en las que debía mirarse, a la vez, la pantalla y la bola. Pero, a veces, tres o cuatro bolas comenzaban a caer al mismo tiempo y era interesante, dijera Marthe lo que dijese. Se apoyó en la barra esperando a que Marthe trasegara su cerveza.

Cuando Sonia había dado las primeras señales de partida, él había intentado contar, decir lo que había hecho, en los ministerios, en las calles, en los tribunales de justicia, en los cafés, la campiña, los despachos de la pasma. Veinticinco años limpiando el campo de minas, así se refería a ello, acosando a hombres de piedra y a pensamientos pestilenciales. Veinticinco años de vigilancia, y de haber conocido a demasiados hombres de cerebro rocoso, que vagaban en solitario, que actuaban en grupo, que aullaban en hordas, con las mismas rocas en la cabeza y las mismas matanzas en las manos, mierda. A Sonia le hubiera gustado como artificiero. Tal vez se hubiera quedado, incluso con su rodilla tiesa, abrasada en el incendio de un hotel asaltado, cerca de Antibes. Eso es de hombres. Pero lo había aguantado, no había contado nada en absoluto. Sólo había ofrecido, como atractivo, su fachada y su palabra, a ver qué pasaba. Sonia creía que lo de la rodilla había sido...