La tercera virgen

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788415723783 , 396 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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La tercera virgen


 

II


Adamsberg preparaba el café en la gran sala-cocina, todavía poco acostumbrado al lugar. La luz entraba por los vidrios de la ventana, iluminando las antiguas baldosas, de un rojo mate, unas baldosas del siglo de antes de antes. Olores a humedad, a madera quemada, a hule nuevo, algo que, buscando bien, se asociaba a su casa de la montaña.

Puso dos tazas desparejadas en la mesa, justo donde el sol dibujaba un rectángulo. Su vecino se había sentado muy recto y se apretaba la rodilla con los dedos de su única mano. Una mano ancha, como para estrangular un buey con el pulgar y el índice, que parecía haber duplicado de volumen para compensar la ausencia de la otra.

–¿No tendrá un algo para acompañar el café? ¿Sin que sea una molestia?

Lucio echó una mirada suspicaz al jardín, mientras Adamsberg buscaba cualquier tipo de alcohol en las cajas de cartón aún apiladas.

–¿Su hija no le deja? –preguntó.

–No me anima a ello.

–¿A ver esto? ¿Qué es? –preguntó Adamsberg sacando una botella de una de las cajas.

–Un Sauternes –juzgó el viejo entornando los ojos como un ornitólogo identificando de lejos un pájaro–. Es un poco temprano para un Sauternes.

–No tengo nada más.

–Pues nos arreglaremos con eso –decretó el viejo.

Adamsberg le sirvió un vaso y se instaló junto a él, exponiendo su espalda al cuadrado de sol.

–¿Qué es lo que sabe exactamente? –preguntó Lucio.

–Que la anterior propietaria se ahorcó en la habitación de arriba –dijo Adamsberg señalando el techo con el dedo–. Por eso nadie quería esta casa. A mí, en cambio, me da igual.

–¿Porque tiene vistos a muchos ahorcados?

–Alguno. Pero a mí los muertos nunca me han dado problemas. Me los dan sus asesinos.

–Pero, hombre, no estamos hablando de muertos de verdad, hablamos de los otros, de los que no se van. Ella nunca se fue.

–¿La ahorcada?

–La ahorcada se fue –explicó Lucio echándose un lingotazo, como para celebrar el acontecimiento–. ¿Sabe por qué se mató?

–No.

–La casa la volvió loca. Todas las mujeres que viven aquí acaban minadas por la Sombra. Y se mueren de eso.

–¿La Sombra?

–La aparecida del convento. Por eso el callejón se llama calle de las Corujas.

–No entiendo –dijo Adamsberg sirviendo el café.

–Había aquí un antiguo monasterio de mujeres, en el siglo de antes de antes. Eran unas monjas de las que no podían hablar.

–Serían cartujas.

–Eso es. Y se decía la calle de las Cartujas. Pero luego acabó siendo de las Corujas.

–¿Sin que tuviera nada que ver con las lechuzas? –preguntó Adamsberg, decepcionado.

–No, son las monjas. Pero «cartujas» cuesta más de pronunciar. Car-tu-jas –añadió Lucio aplicándose.

–Cartujas –repitió lentamente Adamsberg.

–¿Lo ve? Es difícil. Todo esto para decirle que, en aquellos tiempos, una de esas cartujas mancilló esta casa. Con el diablo, al parecer. Pero bueno, de eso no hay pruebas.

–¿De qué tiene usted pruebas, señor Velasco? –preguntó Adamsberg sonriendo.

–Puede llamarme Lucio. Pruebas haylas. Hubo un proceso en aquel entonces, en 1771, y el convento fue abandonado, y la casa purificada. La cartuja se hacía llamar Santa Clarisa. A cambio de una ceremonia y de un dinero, prometía a las mujeres que irían al paraíso. Lo que no sabían las viejas era que el viaje era inmediato. Cuando llegaban con la bolsa llena, las degollaba. Así mató a siete. Siete, hombre. Pero una noche tuvo que vérselas con un hueso duro de roer.

Lucio se echó a reír con su risa de crío, y se rehizo.

–No hay que bromear con los demonios –dijo–. Vaya, me pica el brazo, es mi castigo.

Adamsberg lo miró agitar los dedos al aire, esperando tranquilamente la continuación.

–¿Le alivia rascarse?

–De momento, luego vuelve a picarme. La noche del 3 de enero de 1771, una vieja fue a ver a Clarisa para comprar el paraíso. Pero su hijo, desconfiado y agarrado, la acompañaba. Era curtidor. Mató a la santa. Así –mostró Lucio asestando un puñetazo a la mesa–. La aplastó con sus manos de coloso. ¿Ha seguido la historia?

–Sí.

–Si no, puedo volver a contársela.

–No, Lucio, continúe.

–Sólo que esa mala bestia de Clarisa nunca llegó a irse del todo. Porque tenía veintiséis años, ¿entiende? Así que todas las mujeres que vivieron aquí a partir de entonces salieron con los pies por delante y de muerte violenta. Antes de Madelaine (la ahorcada), hubo una señora Jeunet, en los años sesenta. Cayó sin motivo de la ventana de arriba. Y antes de la Jeunet, una tal Marie-Louise a quien encontraron con la cabeza metida en el horno de carbón, durante la guerra. Mi padre las conoció a las dos. Sólo tuvieron problemas.

Los dos hombres asintieron juntos, Lucio Velasco con gravedad, Adamsberg con cierto placer. El comisario no quería herir al viejo. Y, en el fondo, esa buena historia de fantasmas les convenía a ambos, y la hacían durar tanto tiempo como el azúcar al fondo del café. Los horrores de Santa Clarisa intensificaban la existencia de Lucio y distraían momentáneamente la de Adamsberg de los asesinatos triviales que tenía entre manos. Ese espectro femenino era mucho más poético que los dos tipos cosidos a puñaladas la semana pasada en Porte de la Chapelle. Estuvo en un tris de contar su propia historia a Lucio, ya que el viejo español parecía tener una opinión segura acerca de todas las cosas. Le gustaba ese sabio guasón de una sola mano, salvo en lo referente a la radio que zumbaba constantemente en su bolsillo. Obedeciendo a un gesto de Lucio, Adamsberg le llenó el vaso.

–Si todos los asesinados andan flotando por ahí, ¿cuántos fantasmas habrá en mi casa? ¿Santa Clarisa y sus siete víctimas? ¿Más las dos mujeres que conoció su padre, más Madelaine? ¿Once? ¿O más?

–Sólo está Clarisa –afirmó Lucio–. Sus víctimas eran demasiado viejas, nunca volvieron. A menos que estén en sus propias casas, que también es posible.

–Sí.

–Lo de las otras tres es distinto. No fueron asesinadas, sino poseídas. En cambio, Santa Clarisa no había acabado de vivir cuando el curtidor la aplastó con sus puños. ¿Entiende ahora por qué nunca han derribado la casa? Porque Clarisa habría ido a instalarse a otro sitio. En mi casa, por ejemplo. Y todo el mundo, en el barrio, prefiere saber dónde tiene su guarida.

–Aquí.

Lucio asintió guiñando un ojo.

–Y mientras nadie ponga los pies aquí, no pasa nada.

–O sea que es hogareña, en cierto modo.

–Ni siquiera baja al jardín. Espera a sus víctimas allá arriba, en el desván. Y ahora vuelve a tener compañía.

–Yo.

–Usted –confirmó Lucio–. Pero usted es hombre, no le dará mucho la lata. A quienes vuelve tarumbas es a las mujeres. No traiga aquí a su mujer, hágame caso. O, si no, venda.

–No, Lucio. Me gusta esta casa.

–Cabezota, ¿eh? ¿De dónde viene?

–De los Pirineos.

–Alta montaña –dijo Lucio con deferencia–, no vale la pena que trate de convencerlo.

–¿Los conoce?

Hombre, nací al otro lado. En Jaca.

–¿Y los cuerpos de las siete viejas? ¿Los buscaron en la época del proceso?

–No. En aquellos tiempos, en el siglo de antes de antes, no se investigaba como ahora. Deben de estar todavía ahí debajo –dijo Lucio señalando el jardín con el bastón–. Por eso no se cava demasiado hondo. No hay que provocar al diablo.

–No, ¿para qué?

–Usted es como María –dijo el viejo sonriendo–, estas cosas le divierten. Pero, hombre, yo la he visto a menudo. Nieblas, vapores, y luego su respiración, fría como el invierno en lo alto de los picos. Y la semana pasada estaba yo meando debajo del avellano y la vi de verdad.

Lucio vació el vaso de Sauternes y se rascó la picadura.

–Ha envejecido mucho –dijo casi con asco.

–Son muchos años... –respondió Adamsberg.

–Claro. Tiene la cara arrugada como una nuez vieja.

–¿Dónde estaba?

–En el piso de arriba. Iba y venía por la habitación de encima.

–Va a ser mi despacho.

–¿Y dónde pondrá el dormitorio?

–Al lado.

–Pues no le falta valor –dijo Lucio levantándose–. ¿No habré sido muy bestia, por lo menos? María no quiere que sea bestia.

–En absoluto –respondió Adamsberg, que de repente se encontraba con un lote de siete cadáveres bajo los pies y una fantasma con cara de nuez.

–Mejor. Quizá consiga usted aplacarla. Aunque dicen que sólo un hombre muy viejo podrá con ella. Pero eso son leyendas, no se crea usted todo lo que le cuenten.

Una vez solo, Adamsberg engulló el fondo de su café frío. Luego...