Huye rápido, vete lejos

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788415723820 , 336 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 8,99 EUR

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Huye rápido, vete lejos


 

III


Hervé Decambrais se presentó en el umbral de su puerta unos minutos antes del comienzo del pregón de las ocho y media. Se pegó al marco y esperó la llegada del bretón. Sus relaciones con el pescador estaban cargadas de silencio y hostilidad. Decambrais no llegaba a determinar el origen y las causas de aquello. Tenía tendencia a desviar la responsabilidad hacia aquel tipo rústico, tallado en granito, posiblemente violento, que había venido a perturbar el orden sutil de su existencia hacía dos años, con su caja, su urna grotesca y sus pregones que derramaban tres veces al día una tonelada de mierda indigente sobre la plaza pública. Al principio, no le había concedido importancia, convencido de que aquel tipo no aguantaría ni una semana. Pero todo aquel asunto de los pregones había funcionado de manera notable y el bretón se había hecho una clientela, llenando la sala día tras día, como quien dice; un verdadero fastidio.

Por nada en el mundo Decambrais hubiese dejado de asistir a aquel fastidio, aunque por nada en el mundo lo hubiera reconocido. Ocupaba pues su sitio cada mañana con un libro en la mano y escuchaba el pregón con los ojos bajos, pasando las páginas pero sin avanzar una sola línea en su lectura. Entre dos rúbricas, Joss Le Guern le lanzaba a veces una breve mirada. A Decambrais no le gustaba esa ojeada azul. Le parecía que el pregonero quería asegurarse de su presencia y que se figuraba que había terminado picando, como un vulgar pez. Porque el bretón no había hecho más que aplicar a la ciudad sus reflejos brutales de pescador, arrastrando en sus redes las oleadas de viandantes como si fuesen bancos de bacalao, igual que un verdadero profesional de la captura. Viandantes y peces eran la misma cosa en su cabeza de chorlito, prueba de esto es que los vaciaba para comerciar con sus entrañas.

Pero Decambrais estaba atrapado y era demasiado buen conocedor del alma humana para ignorarlo. Sólo aquel libro que llevaba en la mano lo distinguía aún de los otros espectadores de la plaza. ¿Acaso no sería más digno dejar aquel maldito libro y afrontar tres veces al día su condición de pescado? ¿Es decir, de ser vencido, de hombre de letras arrastrado por el grito inepto de la calle?

Joss Le Guern iba con algo de retraso aquella mañana, algo muy poco habitual en él y, a través del ángulo exterior de sus ojos bajos, Decambrais lo vio llegar apurado y colgar sólidamente la urna vacía al tronco del plátano, aquella urna de color azul chillón bautizada pretenciosamente Viento de Norois II. Decambrais se preguntaba si el marinero tenía la cabeza en su sitio. Le hubiese gustado saber si había bautizado de aquella manera todos sus bienes, si sus sillas y sus mesas también tenían nombre. Después miró cómo Joss manipulaba la pesada tarima con sus manos de estibador, la calaba sobre la acera con tanta facilidad como si hubiese manipulado un pájaro, saltaba encima con una zancada enérgica como si se subiese a bordo de un barco y extraía las hojas de su chaqueta marinera. Una treintena de personas esperaban, dóciles, entre las cuales sobresalía Lizbeth, fiel en su puesto, con las manos en las caderas.

Lizbeth ocupaba la habitación número 3 de su casa y, a guisa de alquiler, ayudaba al buen funcionamiento de su pequeña pensión clandestina. Era una ayuda decisiva, luminosa, irreemplazable. Decambrais vivía con la aprensión de que un día un tipo le arrebatase a su magnífica Lizbeth. Aquello terminaría por llegar, inevitablemente. Grande, gorda y negra, Lizbeth resultaba visible desde lejos. No tenía ninguna esperanza, pues, de poder esconderla de los ojos del mundo. Además, Lizbeth no tenía un temperamento discreto, hablaba alto y distribuía generosamente su opinión sobre todas las cosas. Lo más grave era que la sonrisa de Lizbeth, felizmente poco frecuente, provocaba en el otro un deseo irreprimible de arrojarse entre sus brazos, de apretarse contra su gran pecho y quedarse a vivir allí toda la vida. Tenía treinta y dos años, y un día él la perdería. Por el momento, Lizbeth arengaba al pregonero.

–Arrancas con retraso, Joss –decía con el cuerpo arqueado y la cabeza alzada hacia él.

–Lo sé, Lizbeth –contestó el pregonero, jadeante–. Fueron los posos de café.

Lizbeth tenía tan sólo doce años cuando la arrancaron de un gueto negro de Detroit, para arrojarla después en un burdel de la capital francesa. Durante catorce años había aprendido la lengua sobre las aceras de la Rue de la Gaîté. Hasta que la echaron, a causa de su corpulencia, de todos los peepshow del barrio. Llevaba diez días durmiendo sobre un banco de la plaza cuando Decambrais se decidió a ir a buscarla, en una noche de lluvia fría. De las cuatro habitaciones que alquilaba en el primer piso de su vieja casa había una libre. Se la ofreció. Lizbeth había aceptado, se había desnudado en cuanto entró y se había acostado sobre la alfombra, con las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, esperando que el viejo actuase. «Hay un malentendido», había mascullado Decambrais tendiéndole su ropa. «No tengo otra cosa con que pagarle», había contestado Lizbeth volviendo a levantarse, con las piernas cruzadas. «Aquí», había continuado Decambrais con los ojos clavados en la alfombra, «no doy abasto, con la limpieza, la cena de los pensionistas, las compras, el servicio. Écheme una mano y le dejo la habitación». Lizbeth había sonreído y Decambrais casi se arroja contra su pecho. Pero se encontraba viejo y estimaba que aquella mujer tenía derecho al reposo. Lizbeth había tenido su reposo: llevaba seis años allí y él no le había conocido ningún amor. Lizbeth empezaba a recuperarse y él rezaba para que aquello durase aún un poco más.

El pregón había empezado y los anuncios se sucedían. Decambrais se dio cuenta de que se había perdido el principio, el bretón estaba ya en el anuncio n.º 5. Era el sistema. Uno retenía el número que le interesaba y se dirigía al pregonero «para los detalles complementarios aferentes». Decambrais se preguntaba dónde habría pillado Le Guern esta expresión de gendarme.

Cinco –pregonaba Joss–. Vendo gatitos blancos y pelirrojos, tres machos, dos hembras. Seis: A los que tocan el tambor toda la noche con su música de salvajes frente al número 36, se les ruega que paren. Hay gente que duerme. Siete: Se hacen trabajos de ebanistería, restauración de muebles antiguos, resultado esmerado, recogida y depósito a domicilio. Ocho: Que la Electricidad y el Gas de Francia se vayan a tomar por el culo. Nueve: Son un timo los de la desinsectación. Sigue habiendo cucarachas y te roban seiscientos francos. Diez: Te quiero, Hélène. Te espero en el Gato que baila. Firmado Bernard. Once: Hemos tenido otro verano de mierda y ahora ya estamos en septiembre. Doce: Al carnicero de la plaza: la carne de ayer era una suela y ya es la tercera vez esta semana. Trece: Jean-Christophe, vuelve. Catorce: Policías igual a tarados, igual a cabrones. Quince: Vendo manzanas y peras de jardín, sabrosas y jugosas.

Decambrais dirigió una ojeada a Lizbeth que escribía la cifra quince en su cuaderno. Desde que el pregonero pregonaba, uno encontraba excelentes productos por poco dinero y eso se revelaba ventajoso para la cena de los pensionistas. Había deslizado una hoja blanca entre las páginas de su libro y esperaba con el lápiz en la mano. Desde hacía varias semanas, tres quizás, el pregonero declamaba textos insólitos que no parecían intrigarle más que la venta de manzanas y de coches. Esos mensajes fuera de lo común, refinados, absurdos o amenazantes, aparecían ahora regularmente en la entrega de la mañana. Desde anteayer, Decambrais se había decidido a transcribirlos discretamente. Su lápiz, de cuatro centímetros de largo, cabía enteramente en la palma de su mano.

El pregonero abordaba el parte meteorológico. Anunciaba sus previsiones, estudiando el estado del cielo desde su estrado, con la nariz alzada, y completaba a continuación con un estado de la mar completamente inútil para todos aquellos que estaban agrupados en torno a él. Pero nadie, ni siquiera Lizbeth, se había atrevido a decirle que podía guardarse su sección. Escuchaban como en la iglesia.

Tiempo feo de septiembre –explicaba el pregonero, con el rostro vuelto hacia el cielo–, no despejará hasta las seis de la tarde, un poco mejor al atardecer, si desean salir pueden hacerlo, sin embargo cojan una chaqueta, viento fresco atenuándose con el rocío. Estado de la mar, Atlántico, situación general del día de hoy y evolución: anticiclón 1.030 al sudoeste de Irlanda con dorsal reforzándose sobre la Mancha. Sector cabo Finisterre, este a noroeste 5-6 al norte, de 6 a 7 al sur. Mar localmente agitada fuerte por marejada del oeste al noroeste.

Decambrais sabía que la situación del mar llevaba su tiempo. Volvió la hoja para releer los dos anuncios que tenía anotados de los días precedentes:

A pie con mi pajecillo (que no me atrevo a dejar en casa porque con mi mujer siempre está holgazaneando) para excusarme por no haber acudido a cenar a casa de Mme. (...), que, ya lo sé, está enfadada porque no le he procurado los medios de hacer sus compras a buen precio para su gran festín en honor a la nominación de su marido en el puesto de lector, pero eso me da igual.

Decambrais frunció las cejas, rebuscando de nuevo en su memoria. Estaba convencido de que este texto era una cita y que la había leído en algún lugar, un día, alguna vez, a lo largo de su...