Historia de las alcobas

von: Michelle Perrot

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498416589 , 512 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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Historia de las alcobas


 

Música de cámaras


¿Por qué escribimos un libro?

¿Y por qué escribir precisamente este libro sobre alcobas, un tema extraño que ha sorprendido a muchos de mis interlocutores, vagamente turbados al verme deambular por esos lugares tan sospechosos? Razones personales, que ni siquiera yo tengo muy claras, explican probablemente mi respuesta, bastante espontánea, a la «solicitud» de Maurice Olender, que se preguntaba qué libro podría yo escribir. Un cierto gusto por la interioridad, inspirado en la mística de los conventos para muchachas –del que más tarde comprendería hasta qué punto estaba impregnada por la época clásica–, el imaginario de los cuentos y sus maravillosas camas con dosel, la enfermedad vivida durante la guerra en la soledad angustiosa de una gran casa chejoviana, la sombra fresca de la siesta en los calurosos veranos de un Poitou cuasi español, la turbación sentida al entrar en una habitación con el ser amado, el placer de cerrar la puerta en un hotel de provincias o del extranjero tras un día sobrecargado y repleto de palabras vacías o inaudibles. Son éstas las razones, profundas o frívolas, de la elección de un lugar lleno de intrigas y recuerdos. Mis propias experiencias sobre habitaciones inundan por completo este relato. Pero cada uno de nosotros tiene las suyas, y este libro es una invitación a regresar a ellas, porque son muchos los caminos que conducen a una habitación: el nacimiento, el reposo, el sueño, el deseo, el amor, la meditación, la lectura, la escritura, la búsqueda de uno mismo o de Dios, la reclusión voluntaria o forzada, la enfermedad, la muerte... Desde el parto hasta la agonía, es el escenario de la existencia, o al menos de sus mecanismos, en el que los cuerpos, despojados de máscaras, se abandonan desnudos a las emociones, a la pena, a la voluptuosidad. Pasamos en ellas casi la mitad de nuestra vida, la más carnal, la más adormecida, la más nocturna, la del insomnio, la de los pensamientos errantes, la de los sueños, la de la ventana al inconsciente e, incluso, al más allá; y ese claroscuro refuerza su atractivo.

En estas diagonales se asientan varios de mis centros de interés: la vida privada, que allí se resguarda de forma distinta en las diferentes épocas; la historia social de la vivienda, la de los trabajadores deseosos de encontrar una «habitación en la ciudad»; la de las mujeres que buscan una «habitación propia»; la historia carcelaria polarizada por la celda; la historia estética de los gustos y los colores, descifrada en la acumulación de objetos e imágenes, y los cambios de decoración, el paso del tiempo que les es consustancial, que no es el tiempo que pasa, como decía Kant; sino las cosas. La habitación cristaliza las relaciones entre espacio y tiempo.

El microcosmos de la habitación también me atraía por su dimensión estrictamente política, tal como destacaba Michel Foucault: «Sería necesario escribir una historia de los espacios, que sería, al mismo tiempo, una historia de los poderes, desde las estrategias de la geopolítica hasta las pequeñas tácticas del hábitat, de la arquitectura institucional, de las aulas o de la organización hospitalaria. [...] El anclaje espacial es una forma político-económica que debe ser estudiada en detalle»1. En ese sentido, y siguiendo a Philippe Ariès, Foucault tomaba el ejemplo de la especialización de las habitaciones como signo de la aparición de nuevos problemas. En esas «pequeñas tácticas del hábitat» que son el tejido de los pueblos, en el acondicionamiento de la ciudad, de la residencia, de la casa de campo, del inmueble, del apartamento, ¿qué representa la habitación? ¿Qué significa en la larga historia de lo público y de lo privado, de lo doméstico y de lo político, de la familia y del individuo? ¿En qué consiste la economía «política» de la habitación? La habitación como átomo, como célula, remite a todo aquello de lo cual forma parte y de lo que es partícula elemental, muy parecida a ese ácaro, pequeño entre lo minúsculo, que fascinaba a Pascal, pensador de la habitación, para quien era sinónimo de retiro necesario para la quietud (si no para la felicidad). «Todas las desgracias de los hombres proceden de una sola cosa, que es no saber estar solos, reposando tranquilamente en una habitación.»2 Existe una filosofía, una mística, una ética de la habitación y de su legitimidad. ¿En qué estriba ese derecho a retirarse? ¿Se puede ser feliz estando solo?

La habitación es una caja, real e imaginaria. Cuatro paredes, techo, suelo, puerta y ventanas estructuran su materialidad. Su tamaño, forma y decoración varían con el tiempo y con los ambientes sociales. Su cierre, al igual que un sacramento, protege la intimidad del grupo, de la pareja o de la persona. De ahí la importancia capital de la puerta y de su llave, que es el talismán, y de las cortinas, que son los velos del templo. La habitación, además, lo protege a uno mismo, sus pensamientos, sus cartas, sus muebles, sus objetos. Como defensa, repele al intruso. Como refugio, acoge. Como trastero, acumula. Toda habitación es, más o menos, una especie de «gabinete de prodigios», igual que aquellos que, en el siglo XVII, creaban los príncipes ávidos de colecciones. En las habitaciones normales los hay en pequeño. Álbumes, fotos, reproducciones y recuerdos de viajes dan, a veces, un aire un tanto kitsch a las habitaciones, museos del siglo XIX saturados de imágenes3. Todos podemos abarcar con la mirada esos modelos reducidos del mundo. Xavier de Maistre, en su Viaje alrededor de mi habitación4, se otorga a sí mismo el control de ese universo, que ordena porque no puede recorrerlo. Edmond de Goncourt describe su habitación como una caja envuelta en tapices, y, entre los objetos que en ella había, menciona un cofre que pertenecía a su abuela y que contenía sus cachemires, donde él, además, guardaba sus recuerdos personales5. «La forma imaginaria de toda habitación es la vida, una vida que no está en una casa, sino en una caja. Y ésta lleva el sello de quien la ocupa6

Metáfora de la interioridad, del cerebro, de la memoria (se habla de «cámara de registro»), figura triunfante del imaginario romántico y más aún del simbolista, la habitación, estructura narrativa novelesca y poética, es una representación que a veces hace difícil captar las experiencias, las cuales mediatiza. Y, sin embargo, están todas ellas en el corazón de este libro, a cuyo alrededor giran los capítulos. Fugitivos, extranjeros, viajeros, obreros en busca de una habitación, estudiantes deseosos de una buhardilla y un corazón, niños curiosos y juguetones, amantes de las cabañas, parejas seguras o vacilantes, mujeres ávidas de libertad o abocadas a la soledad, religiosos y reclusos con hambre de lo absoluto, eruditos que extraen del silencio la resolución de un problema, lectores bulímicos, escritores a los que inspira la calma vespertina..., todos ellos son, como el rey, los actores de esta epopeya del aposento. La habitación es el testigo, la guarida, el refugio, el envoltorio de los cuerpos durmientes, amantes, reclusos, lisiados, enfermos o moribundos. Las estaciones le imprimen su huella, más o menos visible o apagada, al igual que las horas del día, que la colorean de maneras diversas. Pero la parte nocturna es, sin duda, la más importante. Este libro es una contribución a la historia de la noche7, una noche vivida en lo interior (o interiorizada), con los sonidos amortiguados de los suspiros de amor, del paso de las páginas de un libro antes de dormir, del crepitar de la pluma sobre el papel, del tecleo del ordenador, del murmullo de los soñadores, del maullido de los gatos, del llanto de los niños, de los gritos de las mujeres maltratadas, de los de las víctimas, reales o supuestas, de los crímenes de medianoche, de los gemidos y las toses de los enfermos, de los estertores de los moribundos. Los ruidos de la habitación componen una música extraña.

Pero la habitación es en primer lugar, una palabra y una excursión por los principales diccionarios –desde la Grande Encyclopédie al Trésor de la langue française–, que, al desgranar los usos a lo largo de las columnas, reservan muchas sorpresas, sobre todo en lo referente a sus orígenes antiguos. La kamara griega designaba un área de reposo compartida con los «camaradas», a los que habríamos supuesto una postura más marcial, un cuartel en suma. Pero hay cosas más complejas aún. La camera latina, término arquitectónico, es «la palabra con la que los antiguos designaban la bóveda para ciertas construcciones de techos abovedados». La bóveda procede de Babilonia. Los griegos la utilizaban poco, excepto en las tumbas. En Macedonia había «cámaras funerarias alineadas, con camas de mármol en las que yacían los muertos abandonados a los efectos de la descomposición»8; en definitiva, como en una bodega. Los romanos tomaron prestada la bóveda de los etruscos, quienes construían cenadores (cameraria) para brindar alegremente y recubrieron las galerías de sus villas con materiales ligeros como las cañas, aunque ignoraron la «habitación» como tal, incluida la matrimonial. Para designar el lugar apropiado para el retiro, el reposo o el amor, los latinos hablaban del cubiculum, un reducto estrecho para la «cama», una raíz de palabra, un no-lugar, como dice Florence Dupont9, una pieza recóndita, pequeña, cuadrada, pavimentada, diurna o nocturna, que se puede cerrar con llave, sexual y por lo tanto secreta, en razón de la vergüenza que iba...