El hombre de los círculos azules

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498417098 , 200 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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El hombre de los círculos azules


 

Como Adamsberg imaginaba, Mathilde no estaba en su casa. Encontró a la vieja Clémence inclinada sobre una mesa llena de diapositivas. En una silla a su lado, los periódicos estaban doblados por las páginas de los anuncios por palabras.

Clémence era demasiado charlatana para tener tiempo de sentirse intimidada. Se vestía superponiendo una sobre otra blusas de nailon como las capas de una cebolla. En la cabeza, la boina negra, y en la boca un cigarrillo tras otro. Hablaba sin apenas separar los labios, cosa que hacía que se viera muy poco aquella famosa dentadura que incitaba las divertidas comparaciones zoológicas de Mathilde. Ni tímida ni vulnerable, ni autoritaria ni simpática, Clémence era un personaje tan disparatado que no se podía evitar desear escucharla un poco para saber, más allá de todas las banalidades que amontonaba como barricadas, qué era lo que guiaba su energía.

–¿Qué tal los anuncios esta mañana? –preguntó Adamsberg.

Clémence hizo un gesto de duda.

–Siempre se puede esperar algo de: Hombre tranquilo en casita retirada busca compañera menor de 55 aficionada colecciones de grabados del siglo XVIII, aunque a mí los grabados me importan un bledo, o de: Retirado del comercio quisiera compartir con mujer todavía guapa pasiones por la naturaleza y curiosidades por los animales y más afinidades, aunque a mí la naturaleza me importa un bledo. De todas formas, no se pierde nada por intentarlo. Todos escriben lo mismo y nunca la verdad: Hombre viejo mal conservado con barriga que sólo se interesa por sí mismo busca mujer joven para acostarse con ella. Como desgraciadamente la gente jamás escribe la realidad, se pierde un tiempo increíble. Ayer contesté tres y recogí la hez de los frustrados de la vida. Sin embargo, lo que hace que todo fracase es que, en cuanto al físico, yo no les intereso. Entonces estoy en un callejón sin salida. ¿Qué hacer? Dígamelo.

–¿Me lo pregunta? ¿Por qué quiere casarse a cualquier precio?

–Ésa es la pregunta que no me hago. Todos podrían decir, esa pobre vieja, Clémence, no soportó que su novio desapareciera dejándole una nota. Pero no, Jesús, me dio exactamente igual en ese momento, tenía veinte años, y me sigue dando exactamente igual. Me gustan demasiado los hombres, tengo que reconocerlo. No, debe de ser para tener algo que hacer en la vida. No se me ocurre otra idea. Tengo la impresión de que todas las mujeres buenas son así. Aunque tampoco me gustan demasiado las mujeres buenas. Piensan como yo, que casándose todo está arreglado, que harán algo importante en su vida. Además yo voy a misa, imagínese. Si no me impusiera todo eso, ¿en qué me convertiría? Robaría, saquearía, escandalizaría. Y Mathilde dice que soy encantadora. Es mejor ser encantadora, da menos problemas, ¿no es cierto?

–¿Y Mathilde?

–Si no fuera por ella, me pasaría la vida esperando al Mesías en Censier-Daubenton. Se está bien con ella. Haría lo que fuera por agradar a Mathilde.

Adamsberg no hizo nada por entender aquellas frases contradictorias. Mathilde había dicho que Clémence podía decir azul durante una hora y rojo durante la hora siguiente, y reinventar toda su vida a su antojo y según el interlocutor. Haría falta alguien que tuviera el valor de escuchar a Clémence durante meses para poder ver en ella algo un poco claro. Un gran valor. Un psiquiatra, dirían otros. Y aún así, sería demasiado tarde. Todo parecía demasiado tarde para Clémence, eso era evidente, pero Adamsberg no llegaba a sentir compasión alguna. Seguramente Clémence era encantadora, seguramente, pero tan poco enternecedora que se preguntaba dónde encontraba Mathilde ganas para alojarla en el Picón y hacerla trabajar para ella. Si alguien era bueno, en el sentido profundo del término, sin duda era Mathilde. Majestuosa y mordaz, pero fastuosa, pero roída por la generosidad. Algo que se producía violentamente en Mathilde y tiernamente en Camille. Danglard parecía pensar otra cosa de Mathilde.

–¿Mathilde tiene hijos?

–Una hija, señor. Una belleza. ¿Quiere ver una foto suya?

De repente, Clémence se había vuelto mundana y respetuosa. Quizá había llegado el momento de tomar lo que había ido a buscar antes de que ella cambiara de comportamiento.

–No me enseñe ninguna foto –dijo Adamsberg–. ¿Conoce usted a su amigo filósofo?

–Hace usted montones de preguntas, señor. No perjudicará a Mathilde, ¿verdad?

–Por nada del mundo, al contrario, siempre que quede entre nosotros.

A Adamsberg no le gustaba mucho esa forma de hipocresía policial, pero ¿qué podía hacer para eludir ese tipo de frases? Entonces las recitaba de memoria como la tabla de multiplicar, para agilizar.

–Le he visto dos veces –dijo Clémence con cierto orgullo, aspirando el humo del cigarrillo–. Fue él quien escribió esto...

Escupió unas hebras de tabaco, buscó en la biblioteca y tendió a Adamsberg un grueso volumen: Las zonas subjetivas de la conciencia, por Réal Louvenel. Réal, un nombre de Canadá. Por un momento, Adamsberg dejó que ascendieran a su memoria las migajas de recuerdos que le evocaba ese nombre. Ninguno le llegó claramente.

–Empezó siendo médico –precisó Clémence entre dientes–. Según parece es un cerebro, eso dicen. No sé si usted podría estar a su altura. No pretendo molestarle, pero hay que hablar con él para entenderlo. Mathilde sí parece comprenderle. Además sé que vive solo con doce perros labradores. Su casa debe de apestar. Jesús.

Clémence había abandonado el tono respetuoso. No había durado mucho. Ahora, volvía a ser la tonta del bote. Entonces, bruscamente, dijo:

–Y usted, ¿qué? ¿Es interesante el hombre de los círculos? ¿Hace usted cosas con su vida? ¿O la cierra como los demás?

Aquella vieja iba a acabar sacándole de quicio, cosa que no solía ocurrirle. No porque sus preguntas le inquietaran. En el fondo, eran preguntas banales. Pero la ropa que llevaba, sus labios que nunca se abrían, sus manos enguantadas para no ensuciar las diapositivas, sus sucesivas peroratas, en nada de eso encontraba el menor interés. Que la bondad de Mathilde haga lo que pueda para que Clémence salga del atolladero. Él no tenía ganas de involucrarse más de la cuenta. Tenía la información que quería y eso le bastaba. Se marchó sigilosamente murmurando algunas frases amables para que le resultara más fácil.

Dedicándole un tiempo, Adamsberg buscó la dirección y el número de teléfono de Réal Louvenel. La voz chillona de un hombre sobreexcitado le respondió que aceptaba verle esa tarde.

Era verdad que en casa de Réal Louvenel apestaba a perro. El hombre se movía sin parar, y era tan incapaz de mantenerse sentado en una silla que Adamsberg se preguntó cómo podía hacer para escribir. Más tarde se enteró de que dictaba sus libros. Mientras respondía a las preguntas de Adamsberg con buena voluntad, Louvenel hacía otras diez cosas al mismo tiempo, vaciaba un cenicero, comprimía los papeles en la papelera, se sonaba, silbaba a un perro, aporreaba el piano, se apretaba el cinturón en el siguiente orificio, se sentaba, se levantaba, cerraba la ventana, acariciaba la butaca. Una mosca no habría podido seguirle. Mucho menos Adamsberg. Adaptándose como podía a aquel agotador ritmo trepidante, Adamsberg intentaba tomar nota de las informaciones que surgían de las frases enormemente complicadas de Louvenel, haciendo un gran esfuerzo para que no le distrajera el espectáculo del hombre que rebotaba en todas las paredes de la habitación, y el de cientos de fotos clavadas en las paredes, que representaban camadas de perros labradores o chicos desnudos. Oyó a Louvenel decir que Mathilde habría sido más adulta y más profunda si su impulso no la estuviera apartando continuamente de sus primitivos proyectos, y que se habían conocido en la universidad. Luego dijo que en el Dodin Bouffant ella estaba completamente borracha, que había reunido a todos los clientes para contar que el hombre de los círculos y ella formaban una verdadera pareja de amigos, que eran como uña y carne, y que nadie, excepto ella y él, entendía nada de aquel «renacimiento metafórico de las aceras como nuevo campo científico». Mathilde también había dicho que el vino era bueno y que quería más, que había dedicado al hombre de los círculos su último libro, que su identidad no era ningún misterio para ella, pero que la dolorosa existencia de ese hombre sería su secreto, su «mathildeísmo». Igual que decimos «esoterismo». Un «mathildeísmo» es algo que ella no confía a nadie, y que, por otra parte, no tiene interés objetivo alguno.

–Como no conseguí interrumpir aquel torrente, abandoné el lugar sin enterarme de nada más –concluyó Louvenel–. Mathilde me desagrada cuando ha bebido. Se dispersa, se vuelve ordinaria, ruidosa, y no busca sino ser querida a cualquier precio. Jamás hay que invitar a Mathilde a beber, jamás. ¿Me entiende?

–Todos aquellos discursos, ¿parecieron interesar a alguien en la sala?

–Recuerdo que la gente se reía.

–¿Por qué cree usted que Mathilde sigue a la gente por la calle?

–Se podría decir, haciendo un juicio precipitado, que lo que elabora es un catálogo de curiosidades –dijo Louvenel estirándose los pliegues de los pantalones, y luego los calcetines–. Se podría decir que hace con sus presas, tomadas al...