El ensayo general

von: Eleanor Catton

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415803737 , 320 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 8,99 EUR

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El ensayo general


 

Uno


Jueves

–No puedo hacerlo –es lo que dice–. Sencillamente, no puedo admitir ninguna alumna que carezca de formación musical previa. Me parece, señora Henderson, que mis métodos pedagógicos son mucho más específicos de lo que usted se cree.

Comienza a oírse un ritmo de jazz, marcado solo por la percusión y el contrabajo. La profesora de saxofón hace girar la cuchara y da un golpecito con ella.

–El clarinete es al saxo lo que el renacuajo a la rana, ¿comprende? El clarinete es un esperma negro y plateado. Si se siente por ese esperma un gran amor, algún día se desarrolla y se convierte en saxofón.

Se inclina hacia delante sobre la mesa.

–Señora Henderson, ahora mismo lo que ocurre es que su hija es demasiado joven. Para que lo entienda, es como si tuviese una película de leche materna agria adherida a su cuerpo igual que una mortaja.

La señora Henderson no levanta la vista, de modo que la profesora de saxofón le dice con cierta brusquedad:

–¿Me está oyendo, con esa boca que parece un fino hilo de color escarlata, con ese pecho caído y esa blusa de color verde mostaza?

La señora Henderson asiente imperceptiblemente. Deja de manosearse las mangas de la blusa.

–Exijo de todas mis alumnas –prosigue la profesora de saxofón– que estén cubiertas de una pelusilla pubescente, que les salga por los poros una desconfianza hosca, que las consuma una furia íntima, y un ardor, y una inseguridad, y una melancolía. Les exijo que esperen en el pasillo al menos diez minutos antes de cada clase, para que alimenten con ternura sus injusticias y hurguen miserablemente en su propia falta de valía, del mismo modo que se toquetea una costra o se acaricia una cicatriz. Si he de darle clase a su hija, querida madre inepta e incompetente, ella debe estar malhumorada, perpleja, incómoda, insatisfecha, debe sentirse mal. Cuando se dé cuenta de que su cuerpo es un secreto, un secreto oscuro y abismal que la avergonzará cada vez más, venga a verme de nuevo. Este punto tiene que quedarle claro. Yo no doy clases a niños.

Tsss, tsss, tsss, hace la caja en medio del silencio.

–Pero es que ella quiere aprender a tocar el saxofón –dice al cabo la señora Henderson, en tono avergonzado e irritado al mismo tiempo–. No quiere estudiar clarinete.

–Le sugiero que lo intente en el departamento de música de su colegio –responde la profesora de saxofón.

La señora Henderson permanece un rato sentada con el ceño fruncido. Luego descruza las piernas, las cruza del otro lado y se acuerda de que iba a hacer una pregunta.

–¿Recuerda usted el nombre y la cara de todos los alumnos a los que ha dado clase?

La profesora de saxofón parece alegrarse de que le hagan esa pregunta.

–Recuerdo una cara –contesta–. No a un único alumno individual, sino la impresión que han dejado todos ellos, invertida como un negativo fotográfico y grabada en mi memoria como una marca de ácido. Si quiere aprender clarinete, le recomiendo a Henry Soothill –añade, mientras busca una tarjeta–. Es muy bueno. Toca en la sinfónica.

–Muy bien –dice la señora Henderson con hosquedad, y coge la tarjeta.

Jueves

Esto sucedía a las cuatro. A las cinco vuelven a llamar. La profesora de saxofón abre la puerta.

–Señora Winter –dice–. Viene por lo de su hija. Pase, hablaremos de cómo podemos cortarla en lonchas de media hora para que yo tenga algo que comer todas las semanas.

Mantiene la puerta abierta para que entre la señora Winter. Es la misma mujer de antes, solo que se ha cambiado el vestuario y se apellida Winter en vez de Henderson. Hay otras diferencias, porque es una profesional y lleva mucho tiempo preparando el papel. La señora Winter sonríe solo con la mitad de la boca, por ejemplo. La señora Winter siempre se queda asintiendo unos segundos de más. La señora Winter inhala el aire despacio entre los dientes cuando está pensando.

Ambas fingen por cortesía no haber reparado en que se trata de la misma mujer que antes.

–Para empezar –dice la profesora de saxofón mientras le ofrece una taza de té negro–, no permito que los padres estén presentes durante las clases. Sé que es una postura un tanto anticuada, pero el motivo es, en parte, que los alumnos nunca dan el do de pecho en ese tipo de entorno. Se sonrojan y se acaloran, les entra la risa floja y les cambia la postura, se cierran como los pétalos de una flor. Además, otro motivo por el que quiero que las clases sean privadas es que esas lonchas de media hora son las que me permiten observar, y eso es algo que no quiero compartir.

–De todas formas, no soy una madre de esas –dice la señora Winter. Está mirando alrededor. El estudio se encuentra en un ático y desde él se divisa un panorama de gorriones y pizarra. La pared de ladrillo que queda detrás del piano está cubierta de un polvillo blanco y los ladrillos se descascarillan como infectados por una enfermedad.

–Permítame que le hable del saxofón –dice la profesora de saxofón. Hay un saxo alto colocado en un atril, junto al piano. Lo coge como si se tratara de una antorcha–. El saxofón es un instrumento de viento, lo cual significa que lo alimenta nuestro aliento. Me parece interesante el hecho de que la palabra latina que significa «aliento» diese origen también a «espíritu». Antes, la gente pensaba que el aliento y el alma eran una misma cosa, que estar vivo significaba simplemente estar lleno de aliento. Al exhalar el aliento en este instrumento, querida, no solo le damos vida, sino que le damos nuestra vida.

La señora Winter asiente con energía. Sigue asintiendo unos segundos de más.

–Siempre pregunto a mis alumnas –explica la profesora de saxofón–: «¿Es tu vida algo que merezca la pena dar, esa vida tuya con sabor a vainilla, esos fideos instantáneos después de clase, esa tele hasta las diez, esas velas en el tocador y ese desmaquillador en el lavabo?» –sonríe y sacude la cabeza–. Claro que no. Y el motivo es sencillamente que no han sufrido lo bastante como para que merezca la pena escucharlas.

Sonríe con amabilidad a la señora Winter, sentada con las amarillentas rodillas juntas mientras sujeta la taza de té con las dos manos.

–Estoy deseando darle clase a su hija –dice–. Parecía tan maravillosamente impresionable...

–Eso pensamos nosotros –se apresura a responder la señora Winter.

La profesora de saxofón la observa un momento y luego dice:

–Regresemos a ese instante justo antes de tener que volver a llenarnos los pulmones, cuando el saxofón está lleno de nuestro aliento y ya no nos queda nada en el cuerpo: ese momento en que el saxo está más vivo que nosotros.

»Usted y yo, señora Winter, sabemos lo que significa tener una vida en nuestras manos. No me refiero a una responsabilidad común, como hacer de canguro, vigilar la comida que está al fuego o esperar a que cambie el semáforo al cruzar la calle. Me refiero a tener la vida de alguien en nuestras manos, como si fuera un jarrón chino... –alza el saxofón, apoyando la campana en la palma de la mano–. Y, si quisiéramos, sin más, podríamos... soltarla.

Jueves

En la pared del pasillo hay una fotografía en blanco y negro, enmarcada, en la que se ve a un hombre subiendo un pequeño tramo de escaleras, encorvado y tapado con un abrigo, con la cabeza baja y el cuello subido y los cordones de las botas desabrochados. No se le ven ni la cara ni las manos, solo la parte de atrás del abrigo, media suela, una franja de calcetín gris, la coronilla. Proyecta en la pared una sombra que se pliega como un acordeón. Si uno se fija en la sombra, repara en que el hombre va tocando el saxofón mientras sube por las escaleras, pero lleva el cuerpo inclinado sobre el instrumento y los codos pegados al cuerpo, de modo que desde atrás no se puede ver ninguna parte del saxo. La sombra se desprende hacia un lado como si se tratase de un enemigo, dividiendo la imagen en dos y revelando el saxofón escondido bajo el abrigo. La sombra-saxofón recuerda un poco un narguile, una voluta oscura y distorsionada en la pared de ladrillo, que se curva hacia la barbilla y hacia las manossombra, oscuras volutas semejantes al humo.

Las chicas que se sientan en este pasillo antes de su clase de música contemplan esta fotografía mientras esperan.

Viernes

Isolde desiste y deja de tocar después de los seis primeros compases.

–No he practicado –dice al punto–. Pero tengo excusa. ¿Quieres saber cuál?

La profesora de saxofón la mira y le da un sorbo a su té negro. Las excusas son casi lo que más le gusta.

Isolde dedica un momento a alisarse la falda escocesa y se prepara. Toma aliento.

–Ayer por la noche –dice–, estoy viendo la tele cuando va y entra papá todo serio, hurgándose en la corbata como si estuviese estrangulándolo. Al final se la quita y la deja a un lado...

Isolde desengancha el saxofón de la correa que lo sujeta al cuello, lo deja en una silla y se pone a hacer como que afloja la correa porque le aprieta.

–...Me dice que me siente, aunque...