Arde Chicago - Misterio en el condado de Cook

von: Charlotte Carter

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498419641 , 202 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 9,99 EUR

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Arde Chicago - Misterio en el condado de Cook


 

Dos

Tío Hero esperaba al volante del Lincoln azul marino de Woody, que se sentó a su lado. Yo me acomodé en el asiento trasero con el señor Jackson.

–Moe casi siempre está en casa –nos explicó Clay–. A veces Arthur le fastidia tanto que no le gusta salir.

–¿Quién es Arthur? –pregunté.

A pesar del disgusto que tenía, el señor Jackson rió entre dientes.

–Alégrate de no conocerlo todavía, jovencita. Arthur es lo que llaman arturitis reumática.

Woody fumaba como un carretero. La brisa del atardecer se llevaba el humo de su cigarrillo sin permitir que flotase hasta mí, maldita sea. Me apetecía uno, pero a tío Woody le desagradaba verme fumar.

Hero era un buen conductor. Cruzamos Washington Park, desierto en esa época. En verano estaba abarrotado de negros haciendo picnic, chiquillos con cubos de arena, jóvenes, viejos y vagabundos.

La vegetación del parque desapareció y de pronto estábamos en pleno corazón del Cinturón Negro. Sucias avenidas palpitantes de vida. Ruinosas casas de vecindad nos acechaban como calaveras de mirada sombría que se rieran de los mortales.

Estábamos sólo a un par de manzanas de la casa de Forest Street donde había vivido con mi abuela. Llevaba años sin volver por allí. Hero circulaba por un tramo del bulevar muy castigado por los disturbios, y yo miraba alucinada el maremágnum de madera chamuscada y cristales rotos. Divisé la marquesina resquebrajada del viejo puesto de helados adonde me enviaba a veces la abuela a por medio litro de napolitano para llevar. Si lo dejaban a mi elección, yo siempre compraba el helado con sabor a crema que se llamaba Nueva York.

Me daba la impresión de que tío Woody no se había tragado del todo la versión que nos había contado Clay Jackson sobre la desaparición de su nieta. En parte, sin embargo, era a todas luces cierta. El vecino que decía haber visto cómo arrestaban a Lavelle Jackson vivía justo enfrente de la tienda de comestibles Pleasant's.

En mis tiempos, la gente solía referirse a ella tanto por su nombre oficial como por el de la tienda de Julius. Y es que en aquel entonces la regentaba un anciano judío que se llamaba así. Hasta el día de su muerte, la abuela no dejó de recordar con indignación y pesadumbre los cincuenta dólares que Julius el judío le había estafado a su marido el mismo día que se instalaron en su casa. Por lo visto, mi abuelo acababa de cobrar el sueldo y pagó la compra con un billete de cincuenta dólares. Julius se empeñó en que el billete era de cinco. El abuelo se puso hecho una furia. Intervino la policía y la disputa se resolvió a favor del dueño de la tienda. Ésa fue la bienvenida que recibieron mis abuelos en Forest Street.

Si no me fallaba la memoria, el cochambroso edificio gris donde vivía Moe Pruitt era uno de los dos bloques de viviendas de la manzana donde, tal como lo expresó una vez mi abuela, sucedían cosas escandalosas. Claro que eso podía significar montones de cosas: partidas de cartas que duraban toda la noche y acababan con peleas, venta ilegal de mercancías robadas, o sencillamente alguna «mujerzuela» que se lo hacía allí sin licencia.

Woody, el señor Jackson y yo subimos juntos los dos tramos de escaleras. Clay Jackson empezó a llamar a voces a Moe a medio camino.

Los amigos de Moe lo llamaban así desde hacía siglos, nos explicó el señor Jackson, si bien su verdadero nombre era Moses Pruitt.

Una vaharada de olor a rapé salió del piso del viejo cuando nos abrió la puerta. Aunque Clay Jackson venía contándonos que conocía a Moe Pruitt de toda la vida y eran grandes amigos, la mirada de Moe resbaló sobre él y fue a fijarse... no en Woody, sino en mí.

Yo no lo recordaba, pero por lo visto él me había reconocido.

–¿No eres la hija de Rosetta? –preguntó a la vez que me daba un buen repaso visual.

–Sí, señor.

–Claro, no te veía desde el entierro de tu abuela Rosetta. Dios. Estás hecha toda una mujer. ¿Cómo te llamas?

–Cassandra.

–Hum. Y una mujer guapa, además.

Viejo verde. Los ojos se le salían de las órbitas. Debería haberle dado vergüenza. Por otro lado, era la primera y única vez en mi vida que provocaba tales muestras de excitación en un hombre.

–Moe, déjanos pasar, majadero –le dijo Clay en tono cortante–. ¿No ves que tienes aquí esperando al señor Woody?

Nos sentamos alrededor de la atestada mesa de la cocina mientras Woody iniciaba el interrogatorio de Pruitt.

–Clay me ha dicho que vio usted a la policía llevándose a Lavelle.

–Así es.

–¿Está seguro de que era Lavelle?

–Y tanto que sí. La conozco desde que nació.

–¿Le dio la impresión de que conocía al agente?

–Ni idea. No le dio tiempo a decir ni mu. Sólo sé que Lavelle no había hecho nada malo. No podía haber robado en la tienda porque tenía las manos vacías. En realidad, ni siquiera llevaba bolso.

–Las manos vacías –repití yo–. ¿Está seguro de eso?

–Sí. Lo vi con mis propios ojos.

–¿Y está seguro de que no estaba entrando en la tienda sino saliendo?

–Sí, seguro.

–¿Sabe por qué Lavelle entró en Pleasant's? –le preguntó Woody a Clay Jackson.

–A comprarme un poco de café instantáneo y un par de puros. Y no nos quedaba leche. También le pedí que comprara cereales.

–O sea que la mandó a hacer la compra.

–Eso es.

Sin duda, Woody y yo queríamos despejar la misma incógnita. Fue él quien planteó la pregunta.

–Entonces, ¿por qué no llevaba nada cuando salió de la tienda?

Jackson estuvo meditando largo rato sobre la pregunta, que, al final, quedó sin respuesta.

–¿Reconocería al policía que la metió en el coche patrulla si volviera a verlo? –preguntó Woody a Moe Pruitt.

–Tal vez. Pero no era un coche patrulla.

–¿Cómo dice?

–No era un coche de policía normal. Era un Chevy. De color tostado.

–Y el tipo que metió a Lavelle en el coche ¿no iba de uniforme?

–No.

–Entonces, ¿por qué dice que se la llevó la policía? ¿Cómo lo sabe?

Estoy segura de que sólo el prudente respeto que le inspiraba el temperamento de Woody impidió que Moe se riera en sus narices.

–A estas alturas, reconozco a un madero en cuanto le echo la vista encima, señor Woody. No hace falta que vaya de uniforme. Además, ¿qué otro blanco iba a aparcar en las calles de por aquí con la polvareda que estaban levantando los negros? Muy pocos se atreverían.

Me levanté, y cinco o seis pasos me bastaron para pasar de la cocina al salón. Descorrí las tiesas cortinas amarillas y miré a la calle.

Pleasant's tenía las luces encendidas. Estaba abierta.

El hombre de piel moteada de detrás del mostrador nos echó un vistazo a los tres –Clay, Woody y yo– y fijó la mirada en Woody. ¿Lo reconocía? No había forma de saberlo.

–¿Qué tal te va, Clay? –preguntó con voz queda y solícita–. ¿Se sabe ya algo de Lavelle?

–No, Shep, de momento nada. Éste es el señor Woody Lisle. Me está ayudando a buscarla.

La versión de Shep concordaba más o menos –menos que más– con la de Moe. Él no había visto cómo se llevaban a Lavelle. Sólo podía informarnos de que esa tarde entró en la tienda y cogió unas cuantas cosas de los estantes, pero en lugar de llevarlas al mostrador para pagar, se marchó de repente sin que mediara explicación alguna. Más tarde él encontró un tarro de café instantáneo, una caja de copos de maíz y un par de cosas más amontonadas junto al congelador. No había vuelto a verla desde que la puerta se cerró a sus espaldas.

–Lo siento, Clay, ya te he dicho que no sé qué le pasaba ese día. Estaba tan tranquila haciendo la compra y, de golpe y porrazo, va y sale corriendo por la puerta.

Woody hizo una breve inspección de la pequeña tienda. La entrada daba al bulevar y un escaparate con persiana metálica a Forest Street. Me asomé a mirar la ventana de Moe Pruitt. Allí estaba, vigilándonos.

–De acuerdo, señor Shepherd –dijo Woody–. Muy agradecido.

El tendero se quitó las gafas y se puso a limpiarlas mientras repetía que sentía mucho que Clay tuviera esa preocupación.

–Pero ya saben cómo son los jóvenes, seguro que mañana se presenta en casa como si nada.

Woody no hizo comentarios. Antes de marcharse, compró un paquete de Pall Mall.

Luego mandó a Clay Jackson a casa y le aconsejó que tratara de no preocuparse.

La fiesta había terminado, no cabía duda. Cuando regresamos a recoger a tía Ivy a la Parkway Inn, era la única persona que quedaba en el salón de banquetes, excepción hecha de los hombres uniformados de rojo que vaciaban los ceniceros y barrían el suelo. Sobre las largas mesas del bufé, los montones de fuentes envueltas en papel de aluminio parecían una bandada de insectos mutantes de la era espacial.

–¡Dios mío! –exclamó Ivy–, todo el mundo se ha marchado a casa con un paquete bajo el brazo. Pero ni se nota que falte algo. ¿Qué voy a hacer con toda esta comida, Woody?

–Déjala aquí, mi amor.

–Lo dirás en broma.

...