Todo es falso salvo alguna cosa - Observaciones sobre el mundo contemporáneo

von: Justo Serna

Punto de Vista, 2017

ISBN: 9788415930471 , 438 Seiten

2. Auflage

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 7,99 EUR

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Todo es falso salvo alguna cosa - Observaciones sobre el mundo contemporáneo


 

Verdadero, ficticio y falso

Verdad y falsedad son conceptos que pertenecen al dominio del conocimiento: decimos cosas que podemos probar que son ciertas, que podemos mostrar y demostrar, y decimos cosas cuyos enunciados no se sostienen y que, por ello, son sencillamente falsas. Pero además verdad y falsedad son también conceptos morales, criterios que nos permiten distinguir lo bueno de lo malo.

Ahora, en nuestro tiempo, las ciencias y las letras avanzan tanto que esto sería una barbaridad; avanzan tanto que ya no habría manera de hacerse una idea cabal y accesible del mundo; progresan tanto y tanto que casi todo nos resultaría complejo y confuso. Casi todo, en efecto, andaría muy confundido, como si cualquier embuste tuviera su asiento: sin criterios de verificación. De ello se seguiría la conclusión de que todo se nos antoja irreal, ni verdadero ni falso, como si lo que decimos o hacemos fuera únicamente evanescente, como si todo fuera relativo, como si careciéramos de recursos o asideros a los que agarrarnos para decir que esta frase o aquella afirmación son ciertas o inciertas. Así las cosas, el mundo estaría hecho unos zorros: la autoridad muy debilitada, la jerarquía por los suelos, la excelencia definitivamente aplastada por la mediocridad, el libertinaje y la diversión como únicas divisas, la equivalencia de valores como remate banal e irrelevante.

Ya en los años ochenta del siglo xx, Alain Finkielkraut lamentaba estas cosas, lamentaba la derrota del pensamiento. Es decir, la pereza reflexiva, la incuria y la insolencia de quienes creen que todo es igualmente válido o verdadero (o ficticio, o falso). Finkielkraut denunciaba esa equivalencia de los productos culturales, esa equidistancia. El filósofo francés, que pronto se fue aburguesando hasta aproximarse a la derecha más convencional, decía cosas sensatas y cosas muy polémicas. Se preguntaba, por ejemplo, si son acaso iguales un par de botas y una pieza de William Shakespeare. A lo que nosotros podríamos añadir: ¿deberíamos aceptar un grafiti como arte urbano? ¿Se merece Bob Dylan el premio Nobel?

Oh, Dios mío, ¿adónde vamos a llegar? Menudo lío, menudo desorden.

Hoy, ya todo lo que nos rodea es pintada, todo podemos tomarlo como pintada. Es decir, como manifestación superficial, poco duradera, casi delictiva o extravagante, nada importante, mera expresión de supervivencia cultural, mera reiteración, mera repetición de motivos conocidos, mera afirmación narcisista: a la postre solo vale o queda la firma... principalmente. Tomémonos en serio la pintada. Es todo un síntoma. O quizá metáfora, no sé.

El grafiti es una práctica que aún escandaliza porque perturba el paisaje urbano, porque supone una usurpación visual del espacio y de la propiedad. Es una agresión contra el orden convencional del entorno. Mucha gente detesta a quien, por ejemplo, se atreve a violentar los bienes públicos y privados con dibujos angulosos, con colores rotundos, con letras deformes, con ocurrencias retadoras, con firmas ostentosas: solo serían afirmaciones de un yo propiamente narcisista o rebelde. Sin duda, es eso, pero el grafiti es algo más. Es trastorno público y es autorrealización personal, la expresión de quien se plasma, se proyecta con su nombre, con su etiqueta, con ese alias que es sobre todo comunicación y firma (afirmación) orgullosa.

Un muro, que es cierre, clausura y delimitación, se convierte así en una ventana al mundo, una ventana chiquitita que nos muestra algo que no siempre sabemos interpretar. El espectador anda acelerado por las calles, observa los dibujos hechos con improvisación o con plantilla, lee la contorsión de las letras y se pregunta si eso es arte o vandalismo, si tiene algún valor estético, si es una violación de la propiedad. Pero, además, ese mismo público que accidentalmente transita por allí descubre un día que aquel cuadro ya no está, que ha sido literalmente borrado o, mejor, tapado a brochazos por la brigada municipal de limpieza o por un nuevo grafitero. Todo caduca, todo parece irreal, todo se muestra finalmente falso. O al menos incierto.

Justamente por eso, el artista se apresura a conservar su obra efímera. Hace una, dos, tres fotos: incluso se retrata camuflado o emboscado durante el proceso y, si dispone de un sitio en Facebook o Instagram, lo hace público en un nuevo muro. Conocemos casos cercanos, muy cercanos, que además de hacer todo esto escriben y reflexionan sobre esa infracción que comunica y expresa. Leo esas páginas de autoexamen y veo que el grafitero comparte una inquietud y ambivalencia.

Cuando alguien pinta un grafiti en la pared, lo primero que piensa es cómo lo verán las personas que pasen más tarde por allí. De alguna manera, el artista deja todo preparado para que un rato después alguien que camina cerca de la obra la pueda ver y diga algo. Con el simple hecho de que aquel que pase por allí diga algo («Vaya destrozo que han hecho» o «Mira qué colores tan bonitos») se establece una comunicación entre el artista y la gente que observa el resultado. Hace más de cinco años que llevo viviendo ese tipo de sensaciones y experiencias. Muchas tardes cuando voy a pintar por mi barrio, en vez de hacer bocetos o dibujos previos, lo que hago es pensar cómo lo verá la gente, y a partir de ahí empiezo. Creo que ese tipo de pintadas, si no transmite nada, ningún sentimiento ni ningún mensaje, rápidamente son relacionadas con algo que destruye, con vandalismo.

¿Cómo lo verá la gente? Justamente es lo que pienso al escribir este libro, tal vez tan efímero como un grafiti: ¿cómo lo verá la gente? Emborronar los muros —o aumentar el número de los libros— es un escándalo y una falta de urbanidad, cierto, pero también la urbe y el mundo han crecido y se han transformado precisamente a golpe de piqueta, de destrucción, de ocupación.

Lo que hoy nos parece obvio fue en su día un acto contra lo establecido, contra la historia, contra la tradición. Numerosas ciudades europeas tenían en el siglo xix murallas que las circundaban. La piqueta municipal o el pico y la pala de los obreros las abatieron por orden de las clases propietarias. ¿Para qué? ¿Para airearse? Sí, pero también para ocupar el espacio disponible, para construir, para levantar nuevos edificios, para especular con la riqueza inmobiliaria. Hoy vemos esas residencias como un resto del pasado, como un vestigio de otro tiempo más burgués y elegante. En realidad, el muro era la historia y la vivienda de nueva planta era un acto de vandalismo histórico. O no. Quién podría decirlo ahora.

Varias décadas atrás, el mencionado libro de Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento (1987), impresionó a muchos lectores. Desde luego, nos hizo pensar. Con el autor podíamos estar de acuerdo o en completo desacuerdo: era todo un acicate. Entre otras cosas, Finkielkraut se oponía a las equivalencias culturales. O, en otros términos, el autor deploraba el relativismo posmoderno. Lamentaba —ya lo hemos dicho— la tendencia contemporánea que nos haría ver como productos culturales vecinos una tragedia de Shakespeare y un par de botas: si toda elaboración humana es creación, artificio, entonces toda fabricación tiene su valor propiamente cultural. Para Finkielkraut, esta conclusión resultaba absolutamente desastrosa, siendo resultado de la revolución del arte, de la descolonización, del autoodio de occidente, del 68, de la antropología. La tesis de los etnólogos por la que todo lo que no es natural es cultural, habría conducido a la larga a las equivalencias creadoras, al relativismo.

Finkielkraut lo expresaba así, con estas palabras polémicas y contundentes:

un par de botas equivale a Shakespeare. Y todo por el estilo: una historieta que combine una intriga palpitante con unas bonitas imágenes equivale a una novela de Nabokov; lo que leen las lolitas equivale a Lolita; una frase publicitaria eficaz equivale a un poema de Apollinaire o de Francis Ponge; un ritmo de rock equivale a una melodía de Duke Ellington; un bonito partido de fútbol equivale a un ballet de Pina Bausch; un modisto equivale a Manet, Picasso o Miguel Ángel; la ópera de hoy —«la de la vida, del clip, del single, del spot»— equivale ampliamente a Verdi o a Wagner. El futbolista y el coreógrafo, el pintor y el modisto, el escritor y el publicista, el músico y el rockero son creadores con idénticos derechos. Hay que terminar con el prejuicio escolar que reserva esta cualidad para unos pocos y que sume a los restantes en la subcultura.

La andanada de Finkielkraut fue muy influyente y de forma habitual o recurrente distintos autores deploran esas equivalencias culturales. Periódicamente cunde la alarma. ¿Valen lo mismo un grafiti, un cómic y una tragedia de Shakespeare? Sin duda, la pregunta está mal planteada y tiene truco: una respuesta sabida de antemano que exige la vuelta al canon, al orden y a las jerarquías. La cuestión no es si hay gentes que atribuyen el mismo valor a todo: claro que las hay. Como hay provocadores que se creen genios. Pero para un historiador eso no es lo relevante: lo importante es asumir la cultura de masas, la fabricación, la composición o la construcción como productos culturales que nos alejan de la naturaleza, como formas de expresión humana que cambian nuestros hábitos y nuestras formas de relación hoy mismo, en la época contemporánea.

La naturaleza se hace paisaje cuando alguien la observa dándole valores propiamente humanos. Es en ese momento cuando la inviste con sentimientos y emociones, el momento en que se sirve de ella para hallar lo sublime,...