La noche se llama Olalla

von: Jesús Ferrero

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415937760 , 208 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 9,99 EUR

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La noche se llama Olalla


 

4

Ágata subió hasta el noveno piso en un ascensor renqueante y vio que Leonor la estaba esperando en el rellano. Subieron juntas cinco escalones más y entraron en un piso pequeño y acogedor, tremendamente alegre y femenino. La ventana del saloncito daba a una pequeña terraza con muchas plantas y tras ellas se divisaba el cielo nocturno de Madrid. Por diferentes razones, Ágata había pensado que Leonor pertenecía a la misma clase social que Lucía Valmorant, pero todo le indicaba que estaba equivocada.

–De modo que es usted Ágata Blanc –musitó la mujer con una voz de una fragilidad agobiante.

Ágata asintió.

El televisor estaba encendido, pero sin sonido. Leonor lo apagó y puso cara de circunstancias. Ágata observó los muebles, la biblioteca, los cuadros que ornaban las paredes, y a pesar de que le parecía un espacio muy amable y luminoso, el rostro de su anfitriona le indicaba que se hallaba ante una mujer que padecía una seria depresión.

Al igual que la terraza, el salón estaba lleno de plantas. En la alacena ubicada frente a ella, se sucedían los tiestos con plantas de interior que no necesitaban la luz directa del sol. Dos tiestos contenían helechos perecidos a los culantrillos, y otros dos camelias, que desprendían una fragancia mareante y dulzona. Del techo colgaban más macetas, suspendidas de trenzados de cuerdas de colores que las hacían parecer pequeños globos aerostáticos, y algunas derramaban casi hasta el suelo sus lagrimones de hiedra y de madreselva.

–Su casa es un jardín –comentó Ágata.

–Antes lo era más. Tanto a mi hija como a mí nos gustaba vivir en una atmósfera vegetal. Desde que Olalla se fue, se han muerto algunos helechos y no he tenido fuerzas para sustituirlos por otros. Ciertos asuntos, amiga, le quitan a una las ganas de vivir. Pero siéntese, por favor –dijo Leonor señalándole a la detective una de las butacas.

Ya se hallaban sentadas la una frente a la otra cuando Ágata preguntó:

–¿De qué conocía usted a Lucía Valmorant?

Leonor sonrió irónicamente antes de responder:

–Entiendo su pregunta. Sin duda suponía usted que yo debía de pertenecer al beau monde, como su anterior clienta en Madrid. Pero no es así, y siempre he pertenecido a la clase media-baja, como se suele decir. Hace años fui la secretaria de Lucía Valmorant. Fue ella la que me comentó que su madre es española y que conoce Madrid tan bien como París –dijo, y volvió a sonreír, si bien con una profunda tristeza–. ¿Qué quiere tomar?

–Una cerveza.

Leonor puso cara de contrariedad antes de decir:

–No tengo alcohol, me lo ha prohibido el médico.

–No se preocupe, me sentará mejor un té.

La mujer abandonó el salón y volvió no mucho después con una bandeja en la que reposaban una tetera japonesa y dos tacitas de porcelana y funda de plata.

Ágata dio un sorbo a su taza y musitó:

–Hábleme de su hija. ¿Olalla estudiaba?

–Sí, ciencias de la información en la Escuela de la Imagen, en Tres Cantos, y era una chica alegre y desenvuelta que me ayudaba a vivir. Hace seis meses, cuando se dirigía en coche a casa de su novio, tuvo un accidente de tráfico en el que halló la muerte.

Ágata la miró impresionada.

–¿Le hicieron la autopsia? –preguntó.

–Sí.

–¿Y?

Leonor tomó aliento, cerró los ojos, los abrió y comentó con voz quebradiza:

–El informe forense decía que iba narcotizada. Una información bien sorprendente.

–¿Por qué?

–Porque mi hija no se drogaba.

–¿Está segura?

–Completamente.

–¿Cree que alguien la drogó en contra de su voluntad?

–Sí. El informe forense decía que Olalla había mantenido relaciones sexuales horas antes del accidente, pero resulta que la noche anterior Olalla no había estado con su novio, y me consta que mi hija solo mantenía relaciones sexuales con él.

–¿Dónde vivía Olalla?

–Aquí. Le enseñaré su cuarto.

Las dos se incorporaron. Leonor abrió una de las puertas que daban al salón y encendió una luz.

Se trataba de una habitación limpia y acogedora. Una de las paredes estaba cubierta de anaqueles con libros vinculados a la filosofía, la literatura, el cine. También había libros sobre una mesa camilla ubicada junto a la ventana. La cama era pequeña y monástica y sobre la mesilla se veían un despertador y un aparato de radio. De una de las paredes colgaba una reproducción de Juan Gris: un bodegón cubista en tonos grises y negros. En otra había un cartel de la película de Bergman El manantial de la doncella, en tonos igualmente grises y negros. Parecía el cuarto de una mujer laboriosa, austera e inteligente, y ya desde ese momento Ágata empezó a sentirse implicada en la vida y la muerte de Olalla.

–¿No le importa que le exprese mis dudas acerca de su comportamiento?

–¿El mío o el de mi hija?

–El suyo.

–Claro que no. Hable sin reparo alguno.

–Ya hace casi medio año que murió Olalla. ¿No cree usted que es un poco tarde para ocuparse del asunto?

–Sí y no. Le diré la verdad: hasta ahora he estado flotando en el dolor y en el sopor que procuran las pastillas contra la depresión. Pero hace aproximadamente una semana tuve una pesadilla en la que Olalla me pedía...

Leonor enmudeció, como si le diera vergüenza seguir.

–No se calle, por favor, y tenga confianza en mí –musitó Ágata acariciando su mano.

–Va usted a pensar que estoy loca.

–En modo alguno. La escucho.

–En la pesadilla que le digo, Olalla me gritaba desde su tumba que aún no podía descansar. No me decía nada más, pero me bastó. No ignoro, amiga, que los sueños, sueños son, y que en realidad eso me lo estaba diciendo a mí misma, pues soy yo la que no puedo descansar, y no podré hacerlo hasta que no sepa qué le pasó a ciencia cierta a mi hija.

–La entiendo perfectamente. ¿Ha notado si falta algo en esta habitación? –preguntó.

–Veo que es experta en hacer las preguntas más adecuadas y eso me hace confiar en usted. Lucila, que era la mejor amiga de mi hija, asegura que falta su diario. Pero si he de decirle la verdad, yo nunca vi a Olalla escribir un diario.

–¿Puedo ver alguna fotografía de su hija? –preguntó Ágata saliendo con Leonor del cuarto.

–Le pasaré su álbum de fotos. Podrá llevárselo y analizarlo con su mirada clínica. Seguro que saca más de una conclusión interesante.

Leonor volvió a entrar en el cuarto de Olalla y salió no mucho después con el álbum en la mano.

–Dice usted que tenía novio...

–Sí –dijo Leonor tendiéndole a Ágata el álbum.

Ágata lo aceptó antes de añadir:

–Me gustaría que me hablase de su novio y sus amigos.

Se sentaron de nuevo en las butacas, y mientras Ágata ojeaba el álbum, Leonor empezó a decir:

–El que fue su novio se llama Gabriel, pero todos le llaman Gaby, también mi hija le llamaba así. Estudiaba psicología en la Complutense, pero aún no ha acabado la carrera.

–¿Por qué?

–Porque se volvió loco tras la muerte de Olalla y tuvieron que ingresarlo en una residencia psiquiátrica de Leganés. Lo estuvieron tratando más de tres meses e hizo amistad con uno de los psiquiatras. Ahora trabaja de asistente en la residencia. Da la impresión de que hubiese cambiado de personalidad...

–¿Lo podré conocer?

–Seguro que sí. Bastará con que vaya a verlo a la residencia.

Ágata le indicó a Leonor una fotografía, al final del álbum, en la que Olalla aparecía junto a un chico algo mayor que ella, estilizado y de sonrisa amable. Los dos eran delgados y guapos; ella rubia y el chico moreno y de ojos negros y brillantes. Se hallaban en la Gran Vía, frente al cine Capitol. Olalla tenía el pelo muy largo, llevaba una camiseta a rayas y una minifalda negra, y él una camisa azul y unos pantalones de algodón, casi del mismo color que la camisa.

–¿Es este? –preguntó Ágata.

–Sí –contestó Leonor.

–¿Y qué me dice de sus amigos? ¿Aparecen en alguna de las fotografías?

–Supongo que sí, pero si he de decirle la verdad no los conozco. Tendría usted que hablar con Lucila.

–¿La que dice que falta el diario de su hija?

–Sí.

Ágata asintió, cerró el álbum y dijo:

–Me lo llevaré para examinarlo detenidamente en el hotel.

–Puede usted hospedarse en mi casa si lo desea.

–¿En la habitación de Olalla?

–Por ejemplo.

–Sinceramente, no me parece la mejor idea. Me obsesionaría demasiado con ella, con su espacio, sus olores, sus papeles, sus querencias, y yo necesito cierta distancia para investigar.

–Lo entiendo.

–Por otra parte, no es bueno que nos vean juntas a usted y a mí, ni que nos relacionen. Si el asunto es tan oscuro como usted sugiere, podrían estar vigilándola, si no continuamente, sí de vez en cuando. Mejor me voy a un hotel.

–De acuerdo.

–Y ahora hábleme un poco más de su hija.

–Prefiero que vea este vídeo.

Leonor...