La voluntad de poder y otros relatos - (VI Premio de Hislibris)

von: Luis Villalón Camacho, David Calvo, Óscar Pérez Valera, Jaime del Moral Lacárcel, Óscar González Camaño, Antonio Calvillo Berlanga, Leandro Herrero, Miguel Enrique Alonso, L. G. Morgan, Javier Veramen

Ediciones Evohé, 2014

ISBN: 9788415415756 , 289 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 3,99 EUR

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La voluntad de poder y otros relatos - (VI Premio de Hislibris)


 

La voluntad de poder

Luis Villalón Camacho

Nulla dies sine linea

Comienzo a redactar estas líneas sin mucho interés y casi como simple ejercicio mecánico; en ellas dejaré constancia de los últimos acontecimientos que han afectado a mi vida. Escribo de forma manuscrita aunque tengo junto a mí una Remington (1), pero evito usarla a estas horas de la noche por su sonoridad. Me llamo Stanley Hyne y soy escritor, aunque a decir verdad y a riesgo de que se considere falsa modestia, debería decir «escritor mediocre»; pero prefiero que ese particular lo juzguen otros. Lo cierto es que, mal que me pese, siempre he tratado de ser honesto conmigo mismo y la honestidad me lleva a afirmar que mis últimos textos publicados en la Pearson’s Magazine (2) no han gozado del favor del público y su editor ha dejado de contar conmigo. La revista apenas cuenta con poco más de un año de vida pero ya ha adquirido cierto prestigio en los círculos intelectuales del país, y la publicación por entregas de una novela mía en sus páginas me reportaba gran satisfacción, además de ser la única fuente de ingresos con que contaba. El fin de esos ingresos ha traído como consecuencia el de la paciencia de mi casero quien, al no haberle yo podido satisfacer el pago de los cinco soberanos que le debía por el alquiler de las últimas semanas, me ha echado sin contemplaciones del cuarto en el que me hospedaba. De esto hace apenas tres días. Y ese periodo de tiempo es el que me dispongo a relatar brevemente, mientras espero que me llegue el sueño más que por sincero deseo de rememorar, pero también porque un escritor, o un aspirante a ello, si pretende ganarse la vida en este oficio ha de tener en todo momento la pluma bien afilada.

Como acabo de decir, anteayer por la noche me vi en la calle con mis escasas pertenencias metidas en una maleta y unos cuantos chelines en el bolsillo. No viene al caso mencionarlo pero en la ciudad no tengo familia a la que recurrir, y si hubiera pedido ayuda a alguno de mis amigos, pocos, lo reconozco, me habrían recibido con burla y falsa conmiseración ya que nunca creyeron que pudiera ganarme la vida como escritor, y mi actual situación no habría hecho sino darles la razón y hundirme a mí en el ridículo y la vergüenza. El orgullo es lo que diferencia al hombre de las fieras y lo que lo eleva por encima de estas, y siendo este sentimiento lo único que me quedaba, a él me aferré. De modo que me dispuse a pasar la noche bajo las estrellas y a sobrevivir con el estómago casi tan vacío como mis bolsillos (3).

A la mañana siguiente recorrí la redacción de los diarios de la ciudad con mi maleta a cuestas en busca de trabajo, sin ningún éxito. Tampoco mis contactos en el mundo editorial dieron sus frutos: ninguna de las revistas que tienen sus oficinas por los alrededores precisaba de nuevos redactores. Desesperanzado, gasté la mitad del dinero que me quedaba comiendo en una pequeña taberna del centro y luego pasé la tarde deambulando por las calles. Al caer la noche no me quedó otro remedio que buscar acogida en algún hospicio para pobres, de los que hay varios en las afueras de la ciudad. Todos estaban llenos, en ninguno se dignaron ofrecerme un mísero plato de sopa o un triste rincón donde poder dormir bajo techo. De nuevo pasé la noche al raso, una noche larga y fría durante la que no pude conciliar el sueño, dándole vueltas a mi desesperada situación. Mi habilidad como escritor, poca o mucha, es la única que tengo pero como acababa de comprobar, no valía gran cosa. No conoce uno la angustia del desaliento hasta que no lo vive en las propias carnes, y confieso que en algún momento me derrumbé; soy de espíritu frágil y voluntad quebradiza, poco acostumbrado a superar las dificultades de la vida. Así que sin darme cuenta empecé a acariciar la idea de quitármela, ya que esta se me había desmoronado en cuestión de horas con la facilidad con que caería un castillo de naipes ante el más leve soplo de viento. Pero antes de que el pensamiento del suicidio se afianzara en mi mente, el cansancio y el sueño hicieron más efecto que el hambre y la autocompasión, y me dormí (4).

El día siguiente empezó de modo muy parecido al anterior, aunque más desolador si cabe. Anduve por los arrabales de la ciudad, por los barrios obreros, buscando trabajar de lo que fuera. Pero es bien sabido que toda la hediondez y bajeza del género humano habita precisamente en los suburbios: apenas me permitían presentarme, y en cuanto veían mis manos finas y mis maneras educadas, y me oían hablar de un modo tan diferente al que por esos pagos se estila, solo obtenía a cambio mofas y escarnios que ni siquiera entendía (5). Siendo la pluma la única herramienta que sé manejar y el de escritor el único oficio en el que tengo algo de traza, nadie quería emplearme y en todas partes era despedido con cajas destempladas. Abatido y desanimado, me senté sobre mi maleta sin saber qué hacer ni adónde ir. Fue entonces cuando se me acercó un individuo bien vestido, con capa y sombrero oscuros, guantes de piel y zapatos brillantes. «¿Eres escritor?» me preguntó retóricamente, pues sin duda me había oído mencionarlo en algún lugar. Asentí, y él continuó: «Necesito alguien que escriba para mí. Te ofrezco comida y alojamiento mientras dure el trabajo». Era un hombre de unos cincuenta años, mediana estatura, rostro circunspecto y voz grave. No me lo pensé dos veces y acepté el ofrecimiento, que tomé como una bendición del cielo. Me guió hasta su carruaje, una elegante calesa de dos caballos (6), y con un gesto me invitó a subir. Durante el trayecto me atreví a presentarme y a preguntarle su nombre, pero la parquedad de sus palabras, el semblante serio y la mirada perdida en las vistas a través de la ventanilla me disuadieron de pretender ir más allá en la conversación.

El cochero detuvo los caballos frente a una mansión de aspecto respetable junto al Támesis (7), en un distinguido barrio residencial. El interior no aparentaba gran lujo, más bien sobriedad y sencillez. Una vez dentro de la casa el caballero me condujo al piso de arriba y me mostró la que dijo sería mi habitación mientras durara mi estancia, lugar en el que me hallo ahora mismo. Me indicó la hora de la cena, noticia que recibí con gran aunque contenido alborozo pues no había probado bocado en todo el día, y me rogó le disculpara ya que sus ocupaciones le impedirían acompañarme durante la misma. Por la mañana del día siguiente nos pondríamos a trabajar, de modo que me dio las buenas noches y no volví a verlo hasta entonces (8).

Por ahorrar detalles y puesto que me veo ya vencido por el sueño, iré concluyendo mi relato. Esta mañana tras el desayuno, el señor xxx (9), pues así se llama mi anfitrión, me ha dado una serie de instrucciones sobre cómo se desarrollará mi trabajo aquí y en seguida nos hemos puesto manos a la obra. Al parecer quiere dictarme lo que serán una especie de memorias: he de ejercer de escribiente, a modo de amanuense de abadía de los tiempos del rey Ricardo el del Corazón de León, utilizando la Remington que antes mencioné (10). Mi trabajo en la Pearson’s me ha habituado al uso de la máquina de escribir, de modo que eso no me supone ningún problema. Habré de copiar todo lo que el señor xxx (11) me dicte, reproduciendo fielmente sus palabras. Tal vez, le he comentado en un intento de aportar algo y no limitarme a realizar una mera tarea mecánica, podría escribir al dictado tal y como me indica pero a posteriori sería conveniente que yo retocara el texto, el estilo de los párrafos, la ordenación de las frases, la selección de las palabras, en fin: que aplicara un formato más literario a lo que de entrada no será más que un texto en bruto copiado literalmente de un discurso pronunciado en voz alta. Esta propuesta ha parecido agradarle aunque ha puntualizado que las modificaciones que yo pueda hacer no han de alterar el contenido, la esencia ni el espíritu de sus memorias, por lo que querrá someter mi labor a un examen posterior. Temo que si empezamos a revisar lo revisado y a corregir lo corregido, entremos en un bucle del que nos cueste salir. Considero que el señor xxx debería darme la oportunidad de demostrar mis cualidades y dejarlo todo a mi buen criterio sin necesidad de más supervisión. Resulta un poco frustrante que no se me conceda la confianza para utilizar mis dotes literarias con libertad, pero no emitiré queja alguna (12), ahora que tengo trabajo, techo y comida, y hace aún menos de un día que estaba tirado en la calle sin saber qué sería de mí. Al diablo mis dotes literarias, ya tendré tiempo de emplearlas en mejor ocasión, apenas tengo veinticuatro años y toda una vida de escritor por delante...