Si quieres... lee - Contra la obligación de leer y otras utopías lectoras

von: Juan Domingo Argüelles

Fórcola Ediciones, S.L., 2013

ISBN: 9788415174004 , 336 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: frei

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Preis: 6,99 EUR

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Si quieres... lee - Contra la obligación de leer y otras utopías lectoras


 

Prólogo

El placer de leer y las utopías lectoras
en el siglo XXI

Toda utopía que se cumple deja de ser utopía. Esto es tan cierto e irrebatible que lo sabía, desde tiempos inmemoriales, Perogrullo, el más lógico de todos los filósofos y padre del sentido común. Si la utopía se cumple es que entonces no lo era, es decir, nunca lo fue.

El lexicógrafo Guido Gómez de Silva nos ilustra sobre esto en su Breve diccionario etimológico de la lengua española: «Utopía: plan halagüeño, pero irrealizable». Literalmente: el lugar que no existe, el no lugar. Luego, entonces, por definición, las utopías nunca se realizan. Tal es su razón de ser: jamás cumplirse.

Sin embargo, el espíritu noble de las nobles utopías está en sus formulaciones, anhelos y aspiraciones: en lo que deseamos que sea, aunque sepamos que nunca será. Ello sin olvidar, ni por un momento, que no todas las utopías son nobles o que las más de las utopías son innobles. Pensemos, como ejemplos irrefutables, en las utopías ideológicas sangrientas de Hitler y Stalin, cuyos extremos se tocan.

En relación con la utopía de la lectura, es decir con las utopías culturales que anhelan países lectores y, con ello, un mundo dedicado por entero a la lectura, se me podrá juzgar de pesimista y aun de fatalista, pero no de nihilista del libro, pues asumo la lectura como uno de los pocos vicios nobles que podemos oponer a los muchos vicios innobles en un tiempo en el que la nobleza de aspiraciones se ha convertido tan sólo en un discurso más.

Soy realista y creo en lo posible. Soy racional apasionado y no me empeño en lo imposible, pero me gusta pensar que algunas cosas que creemos realizables, bellas y buenas, pueden alcanzar un punto de concreción (sin quimeras fantasmales), en tanto no nos alistemos en las filas del fanatismo. La libertad de cada quien es lo principal, por muy nobles que nos parezcan ciertos quehaceres deleitosos, por mucho que creamos que todos los seres humanos serían mejores si leyeran libros.

Cada vez que leo, escribo, escucho, o pienso simplemente en este superlativo (mejor/mejores) que –como lo define el diccionario– tiene que ver con «lo superior a otra cosa y que la excede en una cualidad natural o moral», me pregunto sin afán de retórica: ¿en qué sentido somos mejores los que leemos libros, respecto a los que no los leen? Sería bueno tratar de saberlo, desde el asidero de la realidad, lejos de las abstracciones y absolutamente muy lejos de los lemas y eslóganes efectistas y muchas veces equívocos cuando no injustos y despreciativos, precisamente por su afán retórico.

¿Qué se quiere decir con eso de «Leer es estar vivo»?; ¿qué debemos entender con eso de «Ojos que no leen, corazón que no siente»? Más respeto, por favor, a los campesinos iletrados, y a los ciegos y débiles visuales. Además, hay algo que sabemos, perfectamente, si somos observadores: cuántos lectores y autores no hay que pueden ser muy buenos, técnicamente, y, al mismo tiempo, malísimas personas, pésimos individuos: malvados, ruines, bribones, odiosos, viles, infames, vanidosos, soberbios, egoístas, arribistas, mafiosos, fastidiosos y nefastos; eso sí, muy leídos. Así como las iglesias están llenas de los peores pecadores, algunas de las personas menos nobles, desde el punto de vista ético, frecuentan las librerías. El problema de la deshumanización no reside exclusivamente en la falta de la lectura de libros. No es un problema de lectura; es un asunto de humanidad.

En relación con las aspiraciones ingenuamente «inteligentes», candorosamente «sabias», inocentemente «incontestables», por indiscutiblemente positivas, yo ya estoy de regreso. (Quien tenga algún interés puede constatarlo en mi Antimanual para lectores y promotores del libro y la lectura, que trata ampliamente esta cuestión.) No soy un desilusionado de la promoción y el fomento de la lectura; lo que me decepciona es que muchas campañas y programas de lectura nada tengan que ver con la realidad real y sí mucho con lo ilusorio.

Voy a decirlo del siguiente modo, muy simple, para que se me entienda: en cualquiera de nuestros países (trátese de España, Argentina, México, Venezuela, Colombia, etcétera) se lee mucho más de lo que las estadísticas dicen porque, en su afán de documentar catástrofes, las interpretaciones estadísticas exageran lo mal que estamos y lo bien que podríamos estar. Esto es porque las malas noticias se venden mejor, y los medios parecen exclamar a coro y con absurda pero redituable paradoja: «¡Albricias, malas noticias!».

La verdad es que, quienes frecuentamos los libros, leemos lo que nos da la gana, lo que nos place y nos llena y lo que corresponde, de manera lógica, a nuestro contexto social, económico y cultural. A esta situación anárquica, complementada con un amplio margen de la población que no lee libros con frecuencia, se le denomina de unas décadas a la fecha el ¡Problema de la Lectura!, con las mayúsculas de rigor y con los escandalosos signos de admiración, como si se tratara de una pandemia semejante al sida o de un problema social equivalente al narcotráfico.

Cuando escuchamos discursear a los políticos y a no pocos funcionarios de diversos niveles y responsabilidad en los ámbitos de la educación y la cultura, podemos advertir que sus discursos están plagados de los previsibles y ennoblecidos lugares comunes (gastadísimos, grandilocuentes y vanos) que sus asesores pescan aquí y allá, en las antologías de las frases célebres y los pensamientos nobles sobre la cultura escrita. Al oírlos hablar, tenemos derecho a sospechar que no saben de lo que están hablando; por una sencillísima razón: no leen libros en gran medida porque no saben leer, tampoco, los problemas mismos de la realidad.

Muchos ni siquiera tendrían derecho a hablar del libro y la lectura en nombre de nadie, si ellos mismos no son lectores. No deberían hablar de lo que no saben, de lo que no hacen, del vicio impune que no gozan. Que opinen los que leen. Si nuestros deseos fuesen más inteligentes, racionales y sensatos, nuestras ilusiones serían menos y también menos obstinadas y menos frustrantes.

Lo que desagrada de los moralizadores del libro, el saber, el conocimiento, la virtud, etcétera, es que vivan, literalmente, para imponer su moral y su religión. No me gustan los hinchas del libro, los fanáticos de la lectura, porque a veces me parecen más tolerables y tolerantes los hinchas del fútbol: al menos, no te obligan a ver un partido, a diferencia de los fanáticos de la lectura que quieren obligarte todo el tiempo a tragarte un libro.

Los hinchas del libro son, en general, como los santones, como los gurús intelectuales y los políticos proselitistas (¿y qué político no es tal?). Seguros de sus convicciones (¿deberíamos decir convictos por fanáticos?), quieren que todo el mundo sea como ellos, porque ellos se saben perfectos. Se sienten Dios y desean formar a todos a su imagen y semejanza. ¡Qué aburrimiento! Que cada quien lea lo que le dé la gana y si, como promotores o mediadores, tenemos la humildad de no estorbar sino de alentar este proceso y este impulso en los demás, entonces podremos ver que, en los países de habla española, hay más lectores que los que estiman las estadísticas oficiales y los discursos que se basan en esas estadísticas y proyecciones.

Si, sensatamente, acompañamos nuestras certidumbres de una buena ración de dudas, nuestro entusiasmo de un poco de escepticismo racional, tal vez podamos ayudar más y mejor a la promoción y al fomento del libro, que con todas nuestras obstinaciones repletas de dogmas y fanatismos culturalistas. Es cierto que sin certezas no podríamos actuar y viviríamos paralizados, pero también no es menos cierto que con sólo certezas, sin asomo de dudas, lo único que vemos es nuestra imagen en el reflejo del agua.

A lo largo de mi vida de lector, que suma ya más de cuatro décadas, con varios cientos de libros leídos y releídos y con un par de decenas de libros escritos, mi visión sobre la lectura, los lectores y los no lectores se ha ido modificando. Padecí alguna etapa dogmática y autosuficiente que sólo contribuyó a mi orgullosa pedantería de «buen lector inteligente», sin darme cuenta entonces que esa pedantería negaba mi presunta inteligencia. No se puede ser, al mismo tiempo, pedante e inteligente.

Con bastante frecuencia, entre las personas cultas se produce un fenómeno despótico: pensamos que los demás son tontos si no piensan como nosotros ni están convencidos de lo que para nosotros es ley. Puesto que nos creemos en posesión de la verdad y de la mejor forma de pensar y de actuar, creemos que los diferentes están absolutamente equivocados y que su equivocación nos daña en lo personal y daña al mundo en general. Nos tomamos demasiado en serio al grado de ser crédulos de nosotros mismos.

Bertrand Russell afirmó que «el hombre es un animal crédulo y debe creer en algo», pero que «a falta de una buena base en la que creer, se conformará con una mala». Tendría mucho sentido reflexionar sensatamente y sin dogmatismos, aunque sea un momento, en esta frase que a Russell le llevó toda una vida de reflexión apasionada. Quizá nuestra visión se ampliaría y podríamos entender que, en el...