La danza de la muerte

von: Veit Heinichen

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415803935 , 312 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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La danza de la muerte


 

Buenos amigos


Corría el año en el que los alemanes enviaron un Papa a Roma para vengarse de los italianos por lo de Trappatoni. Bávaro contra entrenador de fútbol. A pesar de su nerviosismo, Proteo Laurenti se partió de risa al oír, por la radio del coche, cómo la «suma sotana» recordaba a sus fieles que la iglesia católica no era una sopa de verduras recalentada. Al menos la gramática italiana era correcta.

Laurenti bajó el volumen y, con el coche recién comprado de su mujer, un Fiat Punto azul, cruzó el pequeño puesto de frontera de Prebenico, al pie del castillo de Socerb; las barreras de ambos lados estaban levantadas. No se veía a ningún guarda por ninguna parte, así que, en realidad, también habría podido llevarse su coche de la policía sin tener que contarle a Laura una excusa barata para que le dejase el nuevo. Un cuarto de hora más tarde había quedado con Živa Ravno, la fiscal croata de Pula. Casi cuatro años duraba ya su aventura; a Laurenti se le echaba el tiempo encima y estaba cada vez más nervioso. Aquella mujer, quince años más joven que él, llevaba meses dándole largas y, por fin, después de haberle dicho de todo para convencerla por teléfono, le había propuesto un punto de encuentro en un pequeño valle al otro lado de la frontera eslovena, donde la piedra caliza gris del Carso se convertía en suelo fértil y crecían frondosos árboles frutales y viñas.

–En la pequeña ermita de Hrastovlje –le había dicho ella–, allí es donde quiero que quedemos.

Laurenti repitió sus palabras mientras hacía sufrir al Fiat por una calleja llena de curvas. Con lo racional que era Živa en su trabajo, desde luego no se quedaba corta en cuanto a gestos teatrales. «Esa iglesia es la Biblia del pueblo llano que no sabe leer. Tiene unos frescos del siglo XV de una belleza increíble que representan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y una Danza de la Muerte que te llega al alma. Debería darte vergüenza no haber estado allí nunca, Proteo. ¡Después de treinta años viviendo en Trieste! Está nada más cruzar la frontera.»

–¿Y por qué allí, precisamente? –había preguntado Laurenti–. ¿Por qué no podemos quedar en algún hotel de la costa sin más, como antes?

La risa de Živa, antes de responder, sonó falsa.

–No me apetece. Hrastovlje es más adecuado para lo que tengo que decirte.

Antes de que Laurenti tuviera ocasión de preguntar qué era aquello, Živa dio por terminada la conversación con la excusa de que tenía una cita urgente.

Mientras que la franja de costa resplandecía bajo el sol, sobre las colinas del interior de Istria se habían formado pesadas nubes de tormenta. Desde lejos, Laurenti avistó ya el campanario de picudo tejado piramidal que sobresalía por encima de las gruesas murallas con las ruinas de los antiguos torreones. Aunque llegaba con diez minutos de retraso, no vio ningún otro coche en el aparcamiento que había al pie de la colina, coronada por la ermita. Laurenti cerró el Fiat y miró a su alrededor. Živa, al contrario que él, siempre había sido muy puntual. Laurenti seleccionó la red eslovena en el móvil y, de mala gana, emprendió la subida por el sendero. Se quedó desconcertado al ver que el pesado portón de hierro estaba cerrado con un candado gigantesco. Debajo de una señal que representaba una cámara de fotos tachada con una gruesa barra roja había un cartel, en dos idiomas, con el número de teléfono de la persona encargada de cuidar la iglesia. Comenzaban a caer los primeros goterones de lluvia y Laurenti decidió no esperar a Živa. Una voz femenina al otro lado de la línea telefónica le dijo que llegaría en cinco minutos para abrirle y enseñarle la ermita. Laurenti se planteó durante un instante si no sería mejor esperarla en la gostilna, la taberna que había visto más abajo, pero luego se arrimó al portón para, al menos, cobijarse un poco de la tormenta bajo el arco de piedra.

¿Cuánto hacía que no se veían? Laurenti intentó recordar la fecha de su último encuentro. Había sido justo dos meses y cuatro días atrás, y ni siquiera se habían acostado. Živa estaba nerviosa y parecía tener la cabeza en otra parte, había retirado la mano todas las veces que él había intentando cogérsela. Habían quedado al mediodía en Koper, después de una cita con el fiscal jefe de Trieste a la que Živa tenía que acudir. Durante décadas, aquella pequeña ciudad vecina al otro lado de la frontera había sido el lugar clave para aquellos atentos padres de familia que también querían hacer caso a sus secretarias durante las dos horas del descanso para comer. Laurenti siempre se había preguntado cómo se las apañarían para no encontrarse allí unos con otros todo el tiempo, aunque, desde que se podía cruzar la frontera sin problemas, también se habían diversificado mucho los destinos. Así pues, no le había sido difícil reservar una habitación de hotel en Koper, pero Živa había insistido en tomar un aperitivo en el Café Loggia, bajo los antiguos soportales. Al parecer no quería nada de intimidades de pareja. Respondía con evasivas a las preguntas de Laurenti y se limitaba a hablar del caso que estaba llevando y que, según dijo, le quitaba el sueño. Se trataba de la bancarrota de la residencia de verano Skiper, en lo alto de una colina a cuyo pie estaban las salinas de Se?olvje. Años atrás, una alianza compuesta por parientes de la flor y nata de la agitadora Lega Nord, los altos cargos financieros de Carintia y la antigua Nomenclatura croata, había acometido allí, en plena reserva natural, donde también estaba prohibido edificar nada que obstruyese las magníficas vistas sobre el golfo de Pirano, la construcción de un enorme complejo de hormigón apodado Il Paradiso di Bossi del que se rumoreaba que habría de convertirse en colonia de vacaciones de esta peculiar liga internacional de la xenofobia. Entretanto, los fiscales investigaban una bancarrota fraudulenta en la que, sobre todo, habían dado gato por liebre a los seguidores de la Lega Nord. Las investigaciones de Živa se centraban en las sospechas de sobornos para conseguir los correspondientes permisos urbanísticos, mientras que uno de sus compañeros italianos se ocupaba de rastrear la posible financiación encubierta con dinero del partido. Además, Živa había mencionado otra sospecha que tenía. Al parecer, en todo aquel asunto también estaba mezclado uno de los enemigos acérrimos de Laurenti que ahora había conseguido labrarse una buena posición en la sociedad y se movía en los círculos más altos. A pesar de que todo giraba en torno a los viejos conocidos de siempre, los que tantos quebraderos de cabeza daban al comisario, Laurenti sólo había atendido a su amante a medias.

Oyó el ruido de un motor y, al poco rato, una mujer de su edad con un imponente manojo de llaves bajaba de un destartalado Renault 4 azul y le saludaba. Si Živa no llegaba, Laurenti echaría, él solo, un rápido vistazo al interior de la ermita para, finalmente, volver a Trieste enfadado y sin llamarla. Eso era lo que Živa se merecía. Laurenti no imaginaba que su visita duraría más de lo que el exterior de la ermita le había sugerido. Para lo reducidas que eran las dimensiones de aquella edificación románica, tanto más espléndidos eran los frescos. Apenas daba crédito a sus ojos. No había centímetro cuadrado que no estuviera pintado. En la Edad Media, el horror al vacío debía de ser todavía más profundo. Atentamente prestó oídos a la mujer que, sólo para él, desplegaba todo un abanico de conocimientos, llamando su atención sobre los múltiples detalles que adornaban la nave central, con su bóveda de cañón, así como las dos naves laterales: el Antiguo y el Nuevo Testamento, la historia de la Creación y la Pasión, la Expulsión del Paraíso, Caín y Abel y dos bodegones tempranos: mesas con pan, queso y vino, una botella y una jarra.

–En aquel entonces, la gente se interesaba más por lo que no era terrenal que por la realidad –decía la señora en el momento en que sintió una corriente de aire, acompañada por el chirrido del portón. La guía dirigió la mirada hacia los delgados muros que separaban los ábsides y le mostró las imágenes de San Esteban y San Laurencio, representados como diáconos. El comisario no pudo evitar sonreír al oír su apellido y, en ese mismo instante, notó una mano mojada por la lluvia que se agarraba a la suya y, justo después, el aliento cálido de Živa en el oído.

–Lo siento –musitó ésta–, había un accidente en la autopista.

La guía hizo caso omiso de la interrupción y pasó a comentar un fresco de la nave orientada al sur.

–Un caso muy especial en la iconografía cristiana y, sin duda, el motivo por el que muchos turistas se acercan hasta aquí es la Danza de la Muerte. Fíjense bien, la idea que subyace a todo es la igualdad de todos los seres humanos ante la Muerte, la única que trata a todos con justicia y de la que nadie puede escapar. Todos están obligados a seguirla, a todos les sonríe con la misma desvergüenza mientras los conduce a la tumba recién cavada. No permite excepciones. Miren: el papa, el rey, la reina, el cardenal, el obispo, un pobre monjecillo, un rico comerciante, un mendigo decrépito, un niño. La Muerte no se deja sobornar por nadie, aunque, como ven, todos lo intentan, cada uno a su manera.

Laurenti rodeó los hombros de Živa con el brazo y la acercó a él. La guía pasó a comentar la representación de los meses del año en el techo.

–Tenías razón –susurró...