Los hermanos Tanner

von: Robert Walser

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498419191 , 272 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 8,99 EUR

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Los hermanos Tanner


 

Capítulo segundo


Un día, a eso de las doce, llamó Simon bastante tímidamente al timbre de una casa elegante, aislada y con jardín. Al oír el timbrazo tuvo la impresión de que el que había llamado era un mendigo. Si él, por ejemplo, hubiera estado dentro de la casa en calidad de propietario, tal vez sentado a la mesa habría preguntado, volviéndose perezosamente hacia su mujer: «¿Quién llamará? ¡Seguro que es un mendigo!». Mientras esperaba iba pensando: «A la gente distinguida la imaginamos siempre a la mesa, o en un carruaje, o vistiéndose con ayuda de criados y criadas, mientras que a los pobres los suponemos siempre fuera, en el frío, con los cuellos del abrigo levantados como yo ahora, esperando ante la puerta de un jardín con el corazón palpitante. La gente pobre tiene por lo general un corazón veloz, activo, ardiente; ¡los ricos tienen en cambio corazones fríos, anchos, recalentados, acolchados y atrancados! ¡Oh, qué aliviado me sentiría si viniese alguien a toda prisa! Esperar frente a la puerta de un rico tiene algo oprimente. Pese a mi poco de experiencia mundana, ¡cómo me tiemblan las piernas!». Y, en efecto, estaba temblando cuando una criada salió a abrir al que esperaba fuera. Simon no podía evitar una sonrisa cuando alguien le abría una puerta y lo invitaba a entrar, y aquella vez tampoco faltó la sonrisa, que en su cara parecía un ruego apenas perceptible y que tal vez pueda observarse en mucha gente.

–Busco una habitación.

Simon se quitó el sombrero ante una bella dama que examinó al recién llegado con atención. Le gustó que lo hiciera, pues sintió que ella tenía derecho a hacerlo y advirtió que al mismo tiempo no perdía su afabilidad.

–¿Quiere pasar? Por aquí, al piso de arriba.

Simon rogó a la señora que lo precediera. Y, por vez primera en su vida, hizo el gesto pertinente con la mano. Abriendo una puerta, la dama señaló la habitación al joven.

–¡Qué cuarto tan bonito! –exclamó Simon, realmente sorprendido–, demasiado bonito para mí, por desgracia, demasiado elegante para mí. Ha de saber que soy una persona muy poco idónea para un cuarto tan elegante. Y, sin embargo, me encantaría vivir en él, sí, mucho, hasta diría que muchísimo. En realidad, no ha hecho usted bien en mostrarme esta habitación. Mejor hubiera sido que me echase de su casa. ¡Atreverme yo a echar una mirada a una mansión tan alegre, tan bella, hecha como para ser residencia de un dios! ¡En qué casas tan bellas vive la gente acomodada, los que poseen algo! Yo nunca he poseído nada, nunca he sido nada y, pese a las esperanzas de mis padres, jamás seré nada. ¡Qué vista tan maravillosa desde las ventanas! ¡Y qué hermosura de muebles, realmente espléndidos! ¡Y estas cortinas tan preciosas, que dan al cuarto cierto aire virginal! Aquí tal vez podría convertirme en una persona delicada y buena, si es cierto que, como se dice, el entorno puede transformar al ser humano. ¿Me permite mirar otro poco, quedarme un minuto más aquí?

–Por supuesto.

–Se lo agradezco.

–¿Qué hacen sus padres? Y, si me permite la pregunta, ¿en qué sentido es usted un «don nadie», como acaba de afirmar?

–Estoy sin trabajo.

–Para mí eso es lo de menos... Todo depende...

–No, tengo pocas esperanzas. Cierto es que, para ser sincero, tampoco debería decir esto. Estoy lleno de esperanzas. Nunca, nunca me abandonan. Mi padre es un hombre pobre, pero feliz de vivir, al que ni remotamente se le ocurriría comparar la miseria de sus días actuales con el esplendor de los pasados. Vive como un joven de veinticinco años y no se hace ningún problema por su situación. Yo lo admiro e intento imitarlo. Si él, con sus blanquísimos cabellos, aún puede estar contento, su joven hijo tendrá la obligación, treinta y cien veces más, de llevar bien erguida la cabeza y lanzar a la gente miradas fulminantes. Pero mi madre me dejó, y a mis hermanos mucho más que a mí, una serie de ideas al traerme a este mundo. Mi madre falleció –de la boca de la señora, que escuchaba con gesto amable, se escapó un ¡oh! de conmiseración–. Era una mujer buenísima. Nosotros, sus hijos, hablamos todo el tiempo de ella dondequiera que nos reunamos. Vivimos dispersos por este mundo ancho y redondo, lo cual es una gran cosa porque todos tenemos temperamentos, sabe usted, que no soportarían una convivencia prolongada. Todos tenemos un carácter algo difícil, que sería un obstáculo si hiciéramos vida social juntos. Gracias a Dios no la hacemos, y cada cual sabe muy bien por qué no queremos hacerla. Sin embargo nos queremos, como debe ser. Uno de mis hermanos es un erudito bastante conocido, otro es un especialista en asuntos bursátiles, y hay otro que no es otra cosa que mi hermano, porque lo quiero más que a un hermano y cuando pienso en él no se me ocurriría destacar sino la circunstancia de que es mío, él, que sólo se parece a sí mismo y punto. Con este hermano me gustaría vivir aquí, en su casa. La habitación sería lo bastante grande. Aunque sospecho que no podrá ser. ¿Cuánto cuesta?

–¿Qué hace su hermano?

–Es paisajista. ¿Cuánto pediría usted por la habitación?... ¿Tanto? Claro que no es demasiado por un cuarto así, pero para nosotros es muchísimo. Además, pensándolo bien, y mirándola a usted muy a fondo, somos dos personas nada apropiadas para entrar y salir de esta casa como si viviéramos en ella. Aún somos demasiado rudos: la decepcionaríamos. Además, tenemos la costumbre de tratar sábanas, muebles, artículos de lencería, cortinajes de ventanas, pomos de puertas y descansillos de escalera sin muchos miramientos, cosa que la asustaría y haría que usted se enfadase con nosotros, o quizás nos perdonase, tratando de hacer la vista gorda, lo cual sería aún más denigrante. ¡No quisiera dar pie para que luego se enojara con nosotros! ¡Seguro, seguro! No me diga que no. Lo veo venir. A la larga sentimos muy poco respeto por todo lo refinado. La gente como nosotros debe quedarse ante las rejas de las mansiones ricas, donde se les deja libertad para hacer comentarios burlones sobre el lujo y el esmero. Somos burlones natos. ¡Adiós!

Los ojos de la bella mujer habían adquirido un profundo brillo, y de pronto dijo:

–Pues me gustaría alojarlos a su señor hermano y a usted. Ya llegaremos a un acuerdo sobre el precio.

–¡No, mejor no!

Simon bajaba ya las escaleras, cuando la voz de la dama lo llamó:

–¡Oiga, quédese un rato más, por favor! –y bajó corriendo detrás de él. Al llegar abajo lo alcanzó y lo obligó a pararse y escucharla–: ¿Por qué se va usted tan rápido? Oiga, sí... quiero, me gustaría tenerlos aquí a los dos. Aunque no me paguen. ¿Qué importa? Nada, absolutamente nada; pero venga, venga. Entre en esta habitación conmigo. ¡Marie! ¿Dónde estás? ¡Tráenos el café aquí ahora mismo! –una vez dentro, dijo a Simon–: Deseo conocerlos a usted y a su hermano más de cerca. ¡Qué idea la suya de escabullirse así! Generalmente estoy tan sola en esta casa que siento miedo. Mi esposo está todo el tiempo ausente, en largos viajes; es científico y navega por todos los mares, mares de cuya existencia su pobre esposa no tiene la más remota idea. ¿No soy acaso una pobre mujer? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo se llama el otro, su hermano? Yo me llamo Klara. Dígame simplemente Frau Klara. Me agrada oír este nombre sencillo. ¿Se siente ahora un poco más en confianza? Me daría tanto, tanto gusto. ¿No cree que podríamos vivir juntos y llevarnos bien? Por supuesto que no habrá problemas. Me da usted la impresión de ser una persona tierna. No me asusta tenerlo en casa. Sus ojos son sinceros. ¿Su hermano es mayor que usted?

–Sí, es mayor y mucho mejor persona que yo.

–Es usted un gran tipo, si puede decir algo semejante.

–Yo me llamo Simon y mi hermano, Kaspar.

–Mi esposo se llama Agappaia.

Al decir esto empalideció, pero enseguida se repuso y sonrió.

Simon escribió a su hermano Kaspar:

La verdad es que somos dos bichos raros, tú y yo. Nos movemos por este planeta como si en él sólo viviéramos nosotros dos y nadie más. Hemos entablado en realidad una amistad descabellada, como si entre el resto de la gente fuera imposible encontrar otro ser digno de llamarse amigo. No somos, a decir verdad, hermanos, sino amigos, como dos que un buen día se encuentran en el mundo. Yo francamente no estoy hecho para la amistad y tampoco comprendo qué es aquello tan fabuloso que descubro en ti y me obliga a creerme siempre a tu lado, casi diría a tus espaldas. Pronto tu cabeza me parecerá la mía, a tal punto estás ya dentro de ella; tal vez de aquí a un tiempo, si la cosa sigue así, acabaré cogiendo cosas con tus manos, corriendo con tus piernas y comiendo con tu boca. Nuestra amistad tiene, sin duda, algo misterioso si te digo que, en el fondo, no es tan imposible que nuestros corazones aspiren a alejarse uno del otro... sólo que no pueden. Ahora mismo me alegra mucho ver que tú, según parece, no puedes, pues tus cartas suenan muy amables y, de momento, yo también quiero seguir bajo el embrujo de esta atracción misteriosa. Es bueno para los dos... pero ¿por qué hablaré con tan poca gracia? Para ser sincero, lo encuentro simplemente delicioso. ¿Por qué dos hermanos no habrían de constituir una excepción? Nos avenimos perfectamente y ya nos aveníamos incluso cuando nos odiábamos y pegábamos casi hasta...