Cuentos populares del Mediterráneo

von: Ana Cristina Herreros

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498414769 , 236 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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Cuentos populares del Mediterráneo


 

1


La manga amarilla


(andaluz)

Pues esto eran un rey y una reina que eran reyes de Castilla y no tenían más que una hija, que era una preciosidad de muchacha. Cuando cumplió quince años, la reina le dijo al rey:

–Tendremos que hacer un viaje para que la conozcan los príncipes de otros reinos, porque ya lo dice el refrán: «A las mocitas, para casarlas, hay que pasearlas».

–Pero, mujer, no me parece necesario hacer tan largo viaje. A nuestra hija la conoce todo el mundo en nuestro reino, así que seguro que podremos encontrar un buen marido aquí, aunque no sea príncipe –contestó el rey.

Pero la reina se empeñó, y salieron de viaje. Y es que... cuando una mujer se empeña en que te tires por un tajo, pídele a Dios que sea bajo...

De camino se encontraron con una madre que también estaba paseando a su hija, y como eran muy vanidosas y lo único que les importaba era que las vieran con los reyes, los seguían a todas partes.

Viajaron por reinos y más reinos, hasta que en uno de ellos un príncipe vio a la hija de los reyes de Castilla y se enamoró perdidamente de ella. Pidió su mano y acordaron que el príncipe de este reino iría a buscarla para casarse con ella pasados dos años, cuando la joven cumpliera los diecisiete.

Mientras regresaban a su reino, vino la muerte un día que le pareció bien y se llevó a la reina. Tanto el rey como la princesa se quedaron muy desconsolados; pero aquella otra señora, que deseaba ser reina, se ocupó de todo y los acompañó durante el viaje de vuelta a Castilla. El rey, agradecido, las invitó a que se quedaran en palacio algunos días. Pero ella se las arregló tan bien que se casó con el rey y se quedó en el palacio para siempre. Desde entonces la madrastra ya no hacía ningún caso a la princesa. Sólo se ocupaba de su hija: la llevaban a todas partes, se la presentaban a todos, y a la princesa la dejaban en casa. El rey veía muy triste a su hija, pero cuando preguntaba a su nueva mujer, ésta le decía:

–¿Que qué le pasa a la princesa? ¡Pues qué le va a pasar! Le pasa lo que a todas las muchachas: que está todo el día pensando en el novio.

Claro, al rey le parecía natural que pensase en el novio, porque era el único que había tenido.

Un día la hija le dijo a su madre:

–¡Ay, mamá! A mí también me gustaría ser reina. Si me pudiera casar con el príncipe...

–Tú descuida, que todo se arreglará. Yo me encargo de eso.

Cuando ya faltaba poco tiempo para que la princesa cumpliera diecisiete años, el novio escribió diciendo que prepararan la boda, que en seguida llegaría. Y comenzaron los preparativos. El rey se fue de viaje por todo su reino para buscar ricas viandas para el banquete de boda de la princesa. Se fue solo porque, por más que insistió, no consiguió que su mujer lo acompañara.

En cuanto el rey se fue, la reina llamó al escudero más viejo que había en el palacio, y que era el que más miedo le tenía. Cuando llegó el escudero, le dijo:

–Mira, ahora mismo vas a coger a ese mamarracho de princesa y te la vas a llevar al campo, la vas a matar, le vas a sacar los ojos y me los vas a traer.

–¡Y a mí su corazón! –dijo la hija.

El pobre hombre no tuvo más remedio que llevársela, y por el camino iba llorando.

–¿Adónde me llevas? –le preguntó la princesa.

–No sé. Me han mandado que te mate y que te saque los ojos para dárselos a la madre y el corazón a la hija. ¡Que tenga que hacer esto yo, que te he visto nacer! –respondió el escudero.

Pero, en lugar de matar a la princesa, mató un cordero y les llevó los ojos y el corazón a la madrastra y a la hija, y dejó a la princesa en el campo. La princesa caminó y caminó, y caminó tanto y se sintió tan cansada que se sentó a un lado del camino a descansar. Entonces vio que una ancianita viejísima se acercaba. Y estaba mirándola y pensando que gracias a Dios veía venir a alguien para preguntarle dónde podría pasar la noche cuando de pronto la vieja se cayó, y ella se levantó corriendo y, llegando hasta ella, la ayudó a levantarse. Iba a preguntarle si se había hecho daño cuando la vieja le dijo:

–¡Hija!, ¿qué haces tú por este sitio sola?

–Estoy aquí sola porque me ha pasado esto –y le contó lo que había intentado hacer la madrastra.

–¡Pero qué mala! ¿Quieres venirte conmigo a mi casa?

La princesa aceptó y la vieja se la llevó a la cueva donde vivía. Y le enseñó a bordar y a hacer encaje, y muchos primores del gusto de una reina. Pero ahora dejemos aquí a la princesa y a la vieja, y vayámonos al palacio.

Cuando llegó el escudero después de dejar a la princesa en el campo, la reina le preguntó:

–¿Has cumplido mi encargo?

–Aquí tengo lo que me pidió –respondió él.

Y la hija cogió corriendo el corazón y se lo echó a un perro.

Cuando volvió el rey y preguntó por su hija, la reina le respondió:

–En cuanto te fuiste, tu hija salió al balcón, vio pasar a un muchacho y con él se fue, y ya no supimos más de ella.

El rey se puso muy triste y quiso llamar a todos los de palacio para ver si sabían algo, pero la reina le riñó:

–¡Hombre! ¿Vas a provocar un escándalo? Yo no he dicho nada a los de la casa para evitarlo.

El rey, como creía todas las mentiras que ella le decía, la creyó. Ella, inmediatamente después, llamó al escudero y le dijo:

–El rey ha preguntado por la princesa y es posible que te pregunte a ti. Como le digas una sola palabra de lo que te ordené, haré que te frían vivo. Así que ya sabes: ¡a callar!

El pobre dijo que no diría nada. Y siempre se le veía muy triste por palacio, preocupado por lo que le habría pasado a la princesa. El rey también se lamentaba, porque no sabía cómo le iba a decir al novio que su hija se había fugado con otro.

–Mira, preséntale a mi hija y dile que es tu hija –le dijo la reina–. Venga, hombre, ya sé que es mentira, pero es una mentirijilla.

Y tanto lo dijo y repitió que al final lo convenció. Cuando llegó el príncipe, le presentaron a la otra. El príncipe se quedó contrariado, porque él no quería a aquella muchacha por novia. Pero no tuvo más remedio que aceptarla por esposa porque en su país no se podía decir una cosa y luego hacer otra. Como él había dicho que volvería casado, tenía que cumplir su palabra, de modo que se conformaría con llevarse a la otra. Así que anunciaron que acudieran costureras, bordadoras y encajeras al palacio para hacer el vestido. En cuanto la vieja lo supo, le dijo a la princesa:

–Mañana vas a ir tú al palacio para bordar y hacer encaje.

–¿Yo? ¡Pero cómo voy a ir yo! Mi madrastra me va a reconocer y nos matará a mí y al pobre escudero.

–Descuida, que no te reconocerán.

Al día siguiente la princesa se presentó con unas muestras de bordados y encajes. Y fue como si sólo tuviesen ojos para sus bordados y encajes, porque no la reconocieron. Los encontraron tan bonitos y tan bien hechos que la contrataron, junto con otras muchachas, para bordar el vestido de la novia.

La madrastra y su hija dirigían la labor, y el príncipe siempre estaba por allí porque le gustaba mucho hablar con las bordadoras. La novia estaba muy celosa, porque más de una vez él le había dicho que aquella muchacha tenía un tipo tan fino y unos modos tan bonitos que no parecía una simple bordadora. Y siempre estaba mirándola y hablando con ella. El rey tampoco dejaba de mirarla y de encontrarle parecidos con su hija. Así que la novia pensó un plan para alejarla de allí: tiró su dedal por un balcón al río que rodeaba el palacio y empezó a decir que se lo habían robado, y que había sido la bordadora. Y ella dijo que no había tocado el dedal, que ella tenía el suyo y que para qué quería ella otro dedal.

Cuando por la noche llegó a su cueva y contó a la vieja lo que había pasado, la vieja le dijo:

–No te preocupes. Mañana, cuando vayas al palacio, te asomas al balcón. Abajo habrá un cangrejo fuera del agua. Cuando lo veas, le dices lo que yo te diga y el cangrejo te ayudará.

Cuando al día siguiente llegó al palacio, la novia le preguntó:

–¿Traes mi dedal?

–¿Cómo lo voy a traer si no me lo he llevado?

Entonces dijo la reina delante del rey, de su hija, del príncipe y de todas las muchachas que estaban trabajando:

–¿Que no te lo has llevado? Que le den diez azotes hasta que diga dónde lo ha metido.

Ella se asomó al balcón, y allí vio al cangrejo de un lado para otro, y le dijo lo que le había dicho la vieja:

–Cangrejito que sales del mar,

a la princesa le han robado el dedal
y a mí por ello me van a azotar.

Y el cangrejo contestó:

–No se ha perdido ni lo han robado,

que ha sido su ama quien al mar lo ha tirado;
echa una caja con un cordel,

que yo te lo daré.

Cogió ella una cajita amarrada con un cordelito y la echó por el balcón. Entonces el príncipe y el rey se asomaron para verlo. El cangrejo se zambulló en el agua, y al poco rato salió con el dedal cogido entre las pinzas. Lo echó en la cajita y la...