La Capitana

von: Elsa Osorio

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498418200 , 288 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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La Capitana


 

4

Sigüenza, septiembre-octubre de 1936

Y esa noche, después de sus trajines, de la casa del POUM a la estación de Sigüenza, el tren blindado con las pocas municiones que les trajo, el fuego de las ametralladoras que la sorprendió al regreso a la casa, Mika cayó desmayada sobre el catre. La pesadilla que la acosaba desde los años veinte no había vuelto. Ni ésa ni ninguna otra. Dormir era zambullirse en el pozo del ansiado olvido, refugiarse en la nada. Sin imágenes, sin sonidos.

Alguien pretendía arrancarla del sueño, sacudiéndola, ella se resistía, cerrando los ojos con tenacidad. Pero el hombre insistió.

–¿Por qué me despiertas, qué ocurre?

–He hecho una hora más de guardia. Pablo, mi relevo, duerme, ni caso me hace, ni se mueve. Es un fresco, un aprovechado, tienes que despertarlo.

Con la misma rabia con que se levantó de la cama, se puso frente al colchón y lo llamó a gritos: Pablo, Pablo. El hombre trató de desentenderse girando su cuerpo, ella lo agarró del pelo con la mano izquierda, y con la derecha lo abofeteó una y otra vez. El hombre la miró, sorprendido. Mika tenía tanto miedo como él, o más, no comprendía de qué oscuro manantial le había brotado tal violencia. Me partirá la cara y me lo merezco, pensó mientras le soltaba el pelo. Pero no, Pablo tomó el fusil que le tendía el compañero y se fue a su puesto de guardia.

Gracias, camarada, le dijo el miliciano que la había arrancado del sueño para ganarse el suyo. Era lo que esperaba de Mika: autoridad.

¿Fue entonces, Mika? En esos gestos, en esas reacciones, ya se perfilaba lo que más tarde habrían de reconocerte con galones de capitana.

Pensó que era extraño que ese hombre rudo, hosco, hubiera aceptado sin más su duro comportamiento. Pablo flaqueó, sólo eso, no era tan grave. Pero Mika no lo toleraba. La sacaba de quicio.

También en la estación de Sigüenza, cuando encontró a Baquero, el único que podía descifrar el código morse, desplomado sobre una capa de serpentinas, completamente dormido, la furia la dominó.

Madrid había anunciado que mandaría noticias a las cinco, y faltaban apenas unos minutos. Mika comenzó a patearlo, pero ni aun así reaccionaba.

–Has debido despertarlo, Juan –le dijo a Laborda, que estaba allí.

–No he podido. Está como muerto.

–Rápido, trae un cubo de agua.

Tuvieron que extender a Baquero sobre el banco y tirarle agua fría en la cabeza hasta que reaccionó. Mika no se dijo en ningún momento «Pobre hombre», ni asomo de lástima.

El Marsellés, el estibador francés que comandaba la columna de la CNT, entró durante los baldazos y los gritos. No se conocían. Sonreía cuando le tendió la mano:

–Salud, compañera. Y que nunca me quede dormido en su presencia cuando la revolución me demande estar despierto.

La risa, a la que se sumaron todos cuando Mika tradujo sus palabras, los distendió.

Juan Laborda propuso que miraran los planos que había hecho.

Pero no era prudente seguir en la estación… se lo había advertido Emma: a sus milicianos no les gusta que Mika se aleje mucho tiempo de la casa.

Invitó a Juan, al Marsellés y a Baquero a la casa del POUM.

–Beberemos buen café, miraremos el mapa y se lo mostraremos a los milicianos para que opinen.

Mika estaba cómoda con esos hombres que luchaban por lo mismo que ella. Comida caliente, coñac, cigarros. Tan lejos aquellos días, al comienzo de la guerra, en los que ella insistía en que se debería prohibir el alcohol, cuando el tabaco rubio al que la habían convidado le hacía toser. Era otra vida, aunque habían pasado apenas tres meses. Ahora aceptaba el tabaco negro que le ofrecía el Marsellés, bebía coñac.

Se sentía bien allí, en la casa del POUM, protegida y protegiendo a sus hombres.

Me cae simpático ese francés que viene a luchar a nuestra guerra, un hombre enorme, con una chaqueta de cuero de oveja, dos tallas menos de la que le iría, y esa boina encajada hasta las orejas, que le parte la frente en dos. Y ese español tan gracioso, todo arrastrado. Abra la boca, compañero, le dije, parece que se ha tragado una patata, no se le entiende nada. Anselmo me chistó, calla, atrevida, pero el Marsellés explotó en una carcajada. Y la jefa no estaba para regañarme porque se le había contagiado la risa del gigante.

El guapísimo de Juan Laborda nos mostró unos planos. Sabe tanto de la guerra, es tan inteligente, y tan bueno. Le quiero tanto. Con compañeros como ellos –no digo camaradas porque Juan y el Marsellés no son del POUM– no podemos perder. Y los nuestros, claro, y la jefa, menudo lujo tener una jefa.

Por suerte Mika me hizo caso y fueron a la casa a conversar. A los milicianos se los veía tranquilos, cuando ella les pedía su opinión, delante de los hombres de la estación.

Celos. Qué curioso. Entonces, para sus milicianos ella es una mujer después de todo, se sorprende… gratamente. Una mujer a quien no se le concede ningún derecho a relacionarse íntimamente con hombres. Y menos con ellos. Debe tener en cuenta los sentimientos de sus milicianos, y comportarse como ellos esperan, por más absurdo que le parezca.

¿Fue cuando comprendiste que no era cuestión de entender, sino de aceptar lo que esa compleja relación te demandaba?

Aunque el sentimiento oscuro de los milicianos no se equivoca, admite Mika, ella prefiere a los hombres de la estación, con una larga militancia, formados, que reflexionan y debaten, como ella. Son más parecidos a las personas que la han rodeado toda su vida. Y evoca a Pancho Piñero y a Angélica Mendoza, a Marguerite y Alfred Rosmer, a René Lefeuvre, a Kurt y Katia Landau, a Juan y María Teresa Andrade. Y aquellas discusiones en las que arreglaban el mundo.

Nada que no sea esta guerra la une a estos campesinos adustos, hombres rudos y herméticos con los que convive. Pero con ellos está haciendo esta guerra, y quiere comprenderlos, quiere… mejor no negarlo, ser aceptada… querida por ellos.

Mika sacude la cabeza, como si este gesto mínimo bastara para dar por terminado el conflicto. No hay tiempo, ni son las circunstancias adecuadas para tales especulaciones.

Tiene que decidir qué hacer si insisten en mandarlos a la catedral. Nuestra página de gloria será la catedral, les ha dicho el comandante.

Comprende que la República necesite su bastión simbólico, como es el Alcázar de Toledo para los rebeldes, pero no le gusta, no tolera que les impongan una resistencia heroica en la catedral, y no está de acuerdo con Martínez de Aragón en que la catedral es una «fortaleza inexpugnable».

Tampoco el Marsellés, ni Juan, ni el Maño quieren encerrarse en esa trampa. ¿Y qué hacemos, compañeros? ¿Nos vamos? Los milicianos están cabreados con las órdenes del comandante, son voluntarios, no se los puede obligar. También los de la CNT, dice el Marsellés, y los que manda Pepe Lagos, socialistas. ¿Entonces?

Hay que ver en qué situación quedan después del próximo ataque, porque sin duda esa calma no anuncia nada bueno, dice Juan Laborda, pero él está persuadido de que pueden resistir, y si los milicianos se han quedado en Sigüenza, es porque quieren echar a patadas a esos putos fascistas.

Estábamos tomando un chocolate caliente cuando escuchamos el ruido, miles de abejas, cientos de miles, millones. Un zumbido atroz. Las primeras bombas estallaron en las colinas, nuestra casa no la tocaron hasta bastante después. Los aviones iban y venían de la montaña a la ciudad. Sebastián decía que no nos iban a tirar porque estábamos al lado de la estación, y los fascistas la necesitaban. Y yo me lo creí.

Cuando la primera metralla enemiga pegó en la pared, me acodé en una ventana, con mi fusil, y tiré, más para descargar la furia y el miedo que para matar.

–Déjalo ya, niña –me ordenó Juan, que justo estaba en casa cuando empezó el bombardeo–. Ayuda a los heridos.

Su mirada húmeda se detuvo un momento en mí antes de subir la escalera, con su pequeño mortero.

En el rellano iba a encontrarlo unos minutos después, un tajo le partía en dos el pecho, una enormidad de sangre manaba de él, sus ojos, abiertos y espantados. Se estaba muriendo a chorros. Quizás ya se había ido cuando yo apoyé mi mano en su herida, y luego, como no lograba cubrirla, puse mi cuerpo entero. Lo abracé con desesperación, como si así pudiera traerlo otra vez del lado de los vivos. No te vayas, Juan, no te mueras, le gritaba. Lágrimas, mocos y sangre, y la voz enérgica de Mika: Bajad todos, se acabó, rápido.

Yo no podía separarme de Juan. No lo iba a dejar ahí, me quedaría con él. Pero me despegaron con fuerza de su cuerpo despedazado. Y tenían razón.

Mika le tuvo que pedir al Maño y a Pepe que arrancaran a Emma, como fuera, de Juan Laborda, que le pegaran si era...