El oscuro invierno - Primer caso del sargento McAvoy

von: David Mark

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415803379 , 280 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Preis: 8,99 EUR

Mehr zum Inhalt

El oscuro invierno - Primer caso del sargento McAvoy


 

Capítulo 1


14:14 horas, plaza de la Santísima Trinidad. Quince días antes de Navidad.

El aire huele a nieve. Sabe a nieve. Ese fuerte regusto metálico, una sensación al fondo de la garganta. Frío y mentol. Cobre, quizás.

McAvoy respira hondo. Se llena de ese aire de Yorkshire, helado y complejo, sazonado con la sal y el rocío marino de la costa, el humo de las refinerías de petróleo, el cacao tostado de la fábrica de chocolate, el olor acre del forraje descargado en los muelles esta mañana, los cigarrillos y las fritangas de una población en declive y una ciudad de capa caída.

Esta.

Hull.

Su hogar.

McAvoy mira al cielo, veteado de nubes deshilachadas.

Frío como una tumba.

Busca el sol. Mueve la cabeza de acá para allá tratando de encontrar el foco de luz brillante y acuosa que inunda esta plaza del mercado y ensombrece las lunas de los cafés y los pubs que rodean la animada piazza. Sonríe al encontrarlo, a salvo detrás de la iglesia, colgado del cielo como una placa de latón: oculto tras la imponente aguja y su sudario de lona y andamios.

–Más, papá. Más.

McAvoy baja la mirada. Hace una mueca a su hijo.

–Perdona. Estaba pensando en otra cosa.

Levanta el tenedor y deposita otra porción de tarta de chocolate en la boca sonriente del niño, completamente abierta. Observa cómo mastica y traga antes de volver a abrirla como un polluelo a la espera de una lombriz.

–Eso es lo que eres –dice McAvoy con una sonrisa al pensar que a Finlay la descripción le parecerá divertida–. Un pajarito pidiendo lombrices.

–Pío, pío –bromea Finlay agitando los brazos como si fueran alas–. Más lombrices.

McAvoy ríe y mientras rebaña la tarta que queda en el plato se inclina hacia delante y besa la cabeza del niño. No consigue disfrutar del delicioso olor a champú en el cabello de su hijo porque Fin va abrigado con un gorro de lana con borla y un forro polar. Está tentado de quitarle el gorro y aspirar profundamente el olor a hierba recién cortada y a panal de abejas que asocia con el greñudo pelo rojo de su hijo, pero en la terraza de ese café de moda, con sus mesas plateadas y sus sillas metálicas, hace un frío gélido y se contenta con acariciar la barbilla del chaval y gozar de su sonrisa.

–¿Cuándo vuelve mamá? –pregunta el chico, limpiándose la cara con un pico de la servilleta de papel y relamiéndose de un modo simpático con la lengua manchada de chocolate.

–No tardará –responde McAvoy mirando su reloj de manera instintiva–. Está buscando premios para papá.

–¿Premios? ¿Por qué?

–Por ser bueno.

–¿Cómo yo?

–Sí, como tú.

McAvoy se inclina hacia delante.

–Yo he sido muy bueno. Papá Noel me va a traer montones de regalos. Montones y montones.

McAvoy sonríe. Su hijo tiene razón. Cuando llegue Navidad, dentro de dos semanas, Fin encontrará el equivalente al sueldo de un mes empaquetado y envuelto bajo el espumillón rojo y las ramas plateadas del árbol artificial. La mitad del cuarto de estar de su adosado vulgar y corriente, una construcción nueva al norte de la ciudad, se llenará de balones de fútbol, ropa y figuras de superhéroes. Las compras empezaron en junio, justo antes de que Roisin supiera que estaba otra vez embarazada. No se pueden permitir lo que llevan gastado. Ni siquiera la mitad, considerando los gastos que el año nuevo traerá. Pero sabe lo que la Navidad significa para ella y ha tirado de la tarjeta de crédito a discreción. El día de Navidad, Roisin se encontrará un collar de granates y platino en su calcetín. Una chaqueta de cuero roja para cuando recupere la figura después del parto. Los DVD de Sex and the City. Entradas para el concierto de UB40 en el bosque de Delamere en marzo. Roisin saltará de alegría y hará esos ruidos que a él le encantan. Correrá al espejo y se probará la chaqueta sobre su holgada camiseta y su vientre abultado de embarazada. Llenará de sonrisas su precioso y delicado rostro, y acto seguido le cubrirá de besos mientras olvida que ese es un día para los niños y que su hijo aún tiene que abrir sus regalos.

McAvoy siente una súbita vibración junto al pecho y saca los dos teléfonos móviles extraplanos alojados en el bolsillo interior de su chaqueta. Con cierta desilusión advierte que el sonido procede de su teléfono particular. Un mensaje de Roisin. Te va a encantar lo que te he encontrado… Xxxx. Sonríe. Le contesta con otra ristra de besos. Se imagina la voz de su padre llamándole memo. Se encoge de hombros.

–¡Qué tonta es mamá! –le dice a Fin, y el niño asiente con seriedad.

–Sí, un poco.

Solo pensar en su mujer basta para hacerle sonreír. Ha oído decir que amar de verdad es cuidar a alguien más de lo que uno se cuida a sí mismo. McAvoy descarta esa idea. Él cuida a todo el mundo más que a sí mismo. Moriría por un extraño. Su amor por Roisin es tan perfecto y espiritual como ella misma. Delicado, apasionado, leal, audaz… Ella sabe cómo proteger el corazón de su marido.

McAvoy deja vagar la mirada durante un rato. Contempla la iglesia. Ha estado dentro varias veces. Durante los cinco años transcurridos desde que vino a vivir a Hull ha estado en el interior de la mayoría de los edificios importantes de la ciudad. Roisin y él asistieron una vez a un concierto en la iglesia, una sesión de una hora a cargo de la Orquesta Filarmónica de Colonia. A él no le había aportado gran cosa, pero su mujer había llorado de emoción. Él se había sentado y leído el programa, aplaudiendo cuando correspondía y llenando su cerebro de conocimiento como quien echa bebida en una garganta reseca. De vez en cuando había levantado la cabeza para observar a Roisin, abrigada con una bufanda y una chaqueta vaquera, mientras escuchaba absorta, con los ojos muy abiertos, el sonido de los instrumentos de cuerda que resonaba, majestuoso y sobrecogedor, en los altos techos abovedados y las columnas de la iglesia.

Cuando el ruido de los transeúntes haciendo sus compras y el tráfico cercano cae en un repentino y peculiar silencio, McAvoy oye los débiles compases de un coro de niños flotando por la plaza. El canto discurre entre los peatones como un hilo entre la urdimbre de un telar, haciendo que las cabezas se giren, el paso se reduzca y la conversación se detenga. Es un momento navideño entrañable. McAvoy ve sonrisas. Ve bocas que se abren para articular sonidos de alegría y entusiasmo.

Por un instante siente la tentación de entrar en la iglesia con su hijo. De situarse en la parte de atrás y escuchar el servicio. De cantar «Una vez en la ciudad real de David», con la mano del niño agarrada a la suya, mientras contempla el parpadeo de la luz de las velas sobre los muros de la iglesia. Fin se había quedado fascinado al alzar la mirada y ver, mientras encargaban las consumiciones en la caja del café, el final de la procesión del coro de niños y clérigos que atravesaba las grandes puertas de madera tachonadas de clavos a la entrada de la iglesia. McAvoy, avergonzado de su ignorancia, no había sabido explicarle el significado de las diferentes vestimentas, pero a Fin le habían resultado deslumbrantes. «¿Por qué hay chicos y chicas?», había preguntado señalando a los componentes del coro con sus sotanas de color rojo pimentón y sus roquetes blancos. A McAvoy le hubiera gustado poder contestarle. Pero había recibido una educación católica y jamás se había preocupado de aprender los distintos significados del vestuario utilizado en la Iglesia anglicana.

McAvoy toma buena nota para remediar su ignorancia y gira la cabeza hacia donde supone que aparecerá Roisin. No la ve entre el revuelo de compradores, atentos a no resbalar sobre los adoquines lisos que alfombran esa zona histórica de la ciudad. Si esta fuera una de las ciudades próximas, York o Lincoln, las calles estarían abarrotadas de turistas. Pero esto es Hull. La última parada antes del mar, en el camino hacia ningún sitio, y se está cayendo a trozos.

De nuevo la vibración junto al corazón. La búsqueda de los móviles con las manos. Esta vez es el teléfono del trabajo. El teléfono de guardia. Siente una opresión en el estómago mientras responde.

–Sargento McAvoy. Unidad de Delitos Graves y Crimen Organizado.

Pronunciar esas palabras aún le provoca un escalofrío.

–No pasa nada, sargento. Es solo para decirle que estoy aquí.

Es Helen Tremberg, una agente alta y seria que vino trasladada desde Grimsby tras colgar el uniforme unos meses antes.

–Excelente. ¿Qué tenemos?

–Es un día tranquilo, dada la época del año. El City juega fuera este fin de semana, así que todo lo demás es lo de siempre. Un conato de pelea en Beverley Road que no irá más allá. Una fiesta familiar que se ha descontrolado. Ah, el ayudante del jefe superior quiere que le llame cuando tenga un momento.

–¿Ah, sí? –pregunta McAvoy tratando de no alterar su tono de voz–. ¿Alguna pista?

–Oh, dudo que sea algo por lo que preocuparse. Dijo que necesitaba un favor. No hubo gritos ni nada parecido. No soltó ningún taco.

Ambos se ríen del comentario. El ayudante no es un hombre que intimide. Flaco, avispado y de voz suave, parece más un contable que un atrapaladrones. Su contribución más...