Un superviviente

Un superviviente

von: Moriz Scheyer

Ediciones Siruela, 2016

ISBN: 9788416854882 , 240 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: DRM

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Preis: 9,99 EUR

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Un superviviente


 

El Anschluss

El 7 de febrero de 1938 el conde G., de la Cancillería Federal, se encontraba almorzando en mi casa, en la Mariahilfestrasse, en la ciudad de Viena.

Era justo después de que Schussnigg hubiera regresado de Berchtesgaden. El conde G. nos reveló algunos detalles sobre el recibimiento que le habían preparado a Schussnigg: nos contó cómo Hitler primero había hecho esperar al canciller austriaco durante horas en la antecámara, cómo luego le gritaba de la manera más grosera ante el más leve intento de llevarle la contraria, cómo a Schussnigg, un empedernido fumador, no le habían permitido encenderse ni un solo cigarrillo durante todo el encuentro, cómo el canciller, al llegar a Salzburgo aquella tarde, sufrió una crisis nerviosa tan intensa que no pudo continuar su viaje a Viena.

G. remató su relato con las siguientes palabras:

—No hay duda alguna de que, a pesar de lo que Hitler asegura en sentido contrario, seremos devorados por los alemanes. Pero hasta que eso suceda pasará por lo menos un año.

Era el 7 de febrero de 1938.

 

El 9 de marzo por la tarde salí de mi oficina en la redacción del Neuer Wiener Tagblatt para dirigirme a casa. En la Rotenturmstrasse me crucé con una tropa de adolescentes con medias blancas que iban vociferando «¡Hitler!» y «¡Victoria!». Las medias blancas constituían un signo de adhesión al nazismo. En la esquina entre Brandstätte y Rotenturmstrasse unos policías permitían actuar a sus anchas a aquella banda con visible complacencia. Todavía Schussnigg era el canciller austriaco. Pero ambos agentes llevaban ya prendida al uniforme, bien visible, una cruz gamada.

Una anciana señora que pasaba a mi lado les gritó a los manifestantes escandalizada:

—¡Viva Austria!

A lo que uno de los tipos respondió abalanzándose sobre ella y soltando una carcajada burlona delante de sus narices:

—No te empeñes, vejestorio, ¡tu Austria ya no existe! ¡Heil, Hitler!

La anciana rompió a llorar amargamente.

 

Dos días después el Anschluss se llevó a término. Los incidentes políticos que seguían teniendo lugar eran tan solo simples detalles de dirección en la puesta en escena de la tragedia austriaca.

Aquel vergonzoso crimen se había perpetrado durante la noche. Y del «semblante austriaco»2 tan solo quedó una repugnante mueca. Nunca habríamos podido imaginar que una transformación de tal calado tuviera lugar en tan poco tiempo. En la fisionomía de Viena tan solo los objetos inanimados habían conservado su aspecto original; pero incluso esos objetos parecían haberse transformado por dentro. Incluso el aire parecía tener otro sabor.

Por todas partes se veía a gentuza oportunista que utilizaba el Anschluss como excusa para llevar a cabo una caza de brujas. Por todas partes se podían ver los rostros con expresión triunfante de los traidores, de los «ilegales» que ahora lucían desafiantes esos signos del partido que hasta entonces habían ocultado tan cuidadosamente. Por todas partes la bulla ordinaria de una feria de provincias. Por todas partes, finalmente, una «teutonización» grosera y tosca de la ciudad que te agredía como un puñetazo en pleno rostro. Si no se hubiera tratado de una terrible catástrofe, todo aquello habría podido parecer una orgía de embrutecimiento del gusto. Incluso el lenguaje se había convertido, de la noche a la mañana, en una caricatura. En la prensa, en la radio, en cualquier notificación se había instaurado un vulgar galimatías que se asimilaba al paso de la oca, al furor de neologismos y abreviaturas, a la grotesca manía de germanización de los usurpadores nazis. Austria se había convertido en la Ostmark, Viena era la capital del Gau Niederdonau3.

Y durante largas semanas el vocerío ininterrumpido e ignominioso de los altavoces públicos y los «coros» en las calles. Era imposible permanecer ajeno a todo aquello.

 

El hecho de que los grandes señores del extranjero, que habían asistido impertérritos a la desvergonzada invasión de Austria sin mover ni siquiera un dedo, no concediesen ninguna importancia a las voces que gritaban al unísono «Sieg-Heil, Sieg-Heil!» o «Un pueblo, un imperio, un Führer» ya no sorprendía a nadie. El hecho de que los heroicos cánticos como «¡Revienta, judío!» o «Cuando la sangre de los judíos tiña el cuchillo»4 les dejasen fríos era comprensible. Tan solo se trataba de judíos; las persecuciones antisemitas de Alemania no habían perturbado en lo más mínimo el ánimo de los «representantes de la conciencia mundial». Pero que no quisieran oír un lema que decía: «Hoy nos pertenece Alemania, mañana el mundo entero» les saldría muy caro. Simplemente pretendían ignorar que ya en marzo los altos mandos alemanes habían declarado descaradamente lo siguiente: «Ahora tenemos Austria. Pero en unos meses también estaremos en Praga. Y después... bueno, el resto ya se verá». Y ya lo creo que se vio.

 

«¡Revienta, judío!». Desde el primer día de la invasión los Volksgenossen comenzaron a poner ese programa en práctica.

Bürckel, el primer Gauleiter5 de la Ostmark, había asegurado nada más entrar en Viena que contra los judíos austriacos soplaría un viento aún más cortante que contra los judíos alemanes. Y Seyss-Inquart, el antiguo amigo de tantas empresas «no arias» y el encantador invitado a cenas y partidas de bridge en tantos hogares judíos conocidos por su excelente cocina, el propio Seyss-Inquart, declaró en una asamblea: «Les debemos todo a los hermanos del Reich. Pero en un aspecto ellos también podrán aprender algo de nosotros: cómo se acaba con los judíos».

Pues bien, los hermanos del Reich no tenían nada que aprender en ese aspecto y los hermanos de la Ostmark no tenían nada que enseñar. Estaban hechos los unos para los otros, los guerreros nórdicos y el dorado corazón vienés.

Pero, si pronto se instaló un cierto malestar entre los Volksgenossen de la Ostmark, fue simplemente porque el Herrenvolk6 del Imperio se quedó, naturalmente, con la parte del león a la hora de repartir el botín de los judíos, mientras que las hienas austriacas tuvieron que conformarse con las migajas que cayeron del convite de la «arización»7. Por muy abundantes que fueran esas migajas, al fin y al cabo eran solo eso, migajas.

Se necesitaría un libro entero para describir las atrocidades que fueron perpetradas contra los judíos austriacos desde el día de la invasión hasta el 15 de agosto de 1938, fecha en la que finalmente pude abandonar Austria. Qué calvario había que sufrir hasta que finalmente, finalmente, después de pagar el dinero del rescate, que los bandidos de la cruz gamada habían dado en llamar «el impuesto de huida del Reich» con irreverente sarcasmo, después de que te quitasen hasta la camisa y te escarnecieran y vejaran hasta lo más profundo de tu ser, finalmente conseguías tener entre tus manos el pasaporte y el permiso de salida. De un día para otro te habías convertido en un ser proscrito, un paria, alguien fuera de la ley: un judío con el que estaba permitido hacer todo y contra al que nada estaba prohibido; o al que no se le permitía hacer ya nada.

Incluso los mejores amigos «arios» solo a hurtadillas y tomando todas las precauciones imaginables se atrevían a llamarme por teléfono o, si eran especialmente atrevidos, a visitarme en persona.

A mí no me detuvieron inmediatamente para mandarme a un campo de concentración, como les sucedió a muchos otros escritores y periodistas; esa suerte me llegaría más tarde en la emigración. A mí me dejaron «en libertad», mientras que por ejemplo el doctor Löbl, el anciano redactor jefe del Neuer Wiener Tagblatt y prestigioso consejero de Estado, fue arrestado y enviado a prisión junto con su mujer y su hija. Así que yo era un afortunado. A pesar de todo, en aquellos momentos tan solo me mantuvo en pie pensar en mi mujer y en mis hijos. Pero en los primeros cinco meses de aquella nueva era nueve mil judíos vieneses no pudieron resistirse a la tentación de huir quitándose la vida.

Nueve mil suicidios en los primeros cinco meses. Ante las burlonas risotadas de los camaradas del pueblo.

En la puerta de la vivienda de una prestigiosa familia judía, compuesta por los padres y tres niños, que se había «exterminado» a sí misma, los nazis colocaron antes del entierro un cartel con la siguiente inscripción: «CINCO JUDÍOS QUE SE HAN SUICIDADO. LES RECOMENDAMOS ENCARECIDAMENTE QUE LOS IMITEN». Nueve mil en cinco meses. Y esos nueve mil no podían imaginarse todavía en aquel momento lo que les habría esperado si no hubieran tenido el valor de suicidarse.

 

No solo eran los hechos físicos, materiales, los que empujaron a esos nueve mil a preferir pagar enseguida ese «impuesto de salida del Reich» escapando de la vida. Estaban cansados; no solo porque los héroes germánicos de camisa parda se divertían, por ejemplo, agarrando a judíos y judías en medio de la calle y obligándoles a andar a cuatro patas para finalmente pisotear las manos de sus víctimas con las botas hasta convertirlas en un amasijo de carne sanguinolenta; o porque se entretenían metiendo a los dueños de los cafés judíos en sus propias cámaras frigoríficas hasta que se congelaban; o porque les producía placer quemar con cigarrillos las mejillas de los...