Noticias de Berlín

von: Cees Nooteboom

Ediciones Siruela, 2014

ISBN: 9788416208548 , 396 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 11,99 EUR

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Noticias de Berlín


 

Prólogo


Paso fronterizo


13 de enero de 1963. A ambos lados de la autopista los paisajes blancos prosiguen hacia otras partes de Alemania. Llevamos ya un día entero conduciendo por la autopista más irreal de Europa, una autopista a través de un país que no existe. Ni ciudades ni pueblos, solamente indicadores de gasolineras y áreas de servicio. Esto no es atravesar un país, es errar por la superficie de la tierra. Tan solo en Helmstedt el pasado y la política desembocan en sus símbolos: guardias, puestos de guardia, banderas, alambradas, letreros. Las pequeñas casas avanzan poco a poco hacia nosotros, y en el cielo arrecido ondean las banderas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia. ¿Cómo hubiese explicado alguien este futuro a un alemán hace treinta años?

Aquí, el control es sencillo. Una vez más, para no dar pie a equívocos, se nos recuerda que abandonamos el Oeste y entramos en el Este. Los mismos uniformes alemanes pero distintos. Se nos hace bajar del coche, se nos indica que hemos de ir a un barracón. Un pensamiento pueril: de modo que esto es. Lo observamos todo con ojos ávidos, pero ¿qué hay que ver? Estoy en una pequeña cola junto a un mostrador bajo. Sentados detrás de una mesa hay un hombre y una mujer. El hombre, de uniforme, con botas, exhala nubecillas de vaho. Tiene frío. Y la verdad es que hace frío. La mujer, sentada más cerca de la estufa de cerámica, hojea mi pasaporte. Mira la foto, me mira a mí, vuelve a mirar la foto. Soy yo. ¿Cuánto dinero llevo encima? Lo apunta en un papelillo grisáceo, con una hoja de calco debajo. ¿Cámara fotográfica? ¿Radio? ¿Moneda extranjera? ¿Dinero suelto? Anotan todo y he de firmar. El pasaporte y el papelillo desaparecen a otra sección. La copia se queda en el cajón de un armario. Heme aquí archivado para la eternidad con mis 450 marcos, mis 18 florines y mis 20 francos belgas. A través de la ventana medio escarchada veo unos árboles cubiertos de nieve, una alambrada cubierta de nieve, una alta torre vigía construida con gruesos troncos. No hay nadie en ella. Me dan un formulario rosa a rellenar en otra habitación. Hay unas sillas metálicas, pero hace demasiado frío para sentarse. Luego se me devuelve el pasaporte y tengo que pagar una cantidad. Debajo de la pequeña mesa de madera veo las grandes botas negras de la mujer que rechinan contra el suelo. ¿Qué hay que ver en realidad? Nada, un control de una precisión un tanto irreal que a ellos se les hace tan largo como a nosotros, y la verdad es que es largo.

Tomo un periódico de un montoncito que está para eso. El periódico parodia el estilo bullanguero y sensacionalista del Bild-Zeitung de Alemania Occidental, y de ahí que se llame Neue (Nuevo) Bild-Zeitung. La exposición agrícola de la RDA en Tamale (Ghana septentrional) es visitada a diario por numerosos africanos. Y el problema de la reunificación de las dos Alemanias debe de resolverse por medio de vías pacíficas, ha declarado el vicepresidente de Tanganica en Dar es-Salaam. En las páginas interiores, una escultura moderna junto a una escultura de Alemania del Este. Pregunta: ¿quién salvaguarda mejor la cultura nacional alemana? Observo una vez más a los uniformados y me pregunto hasta qué punto estarán ellos interesados en eso de la cultura nacional alemana. De la pared cuelgan citas de Ulbricht y de otros sobre la paz, sobre la productividad, sobre la democracia. Al otro lado de la puerta, el viento afilado. Y, como servida en bandeja, esta zona fronteriza. Abren e inspeccionan los coches, la gente muestra la documentación, un soldado ruso pasea por la nieve; aquí ondean otras banderas, banderas de un rojo más vivo; un oficial telefonea desde una garita, las barreras suben y bajan continuamente. Leo los letreros: «No te dejes manipular. Di no a las provocaciones contra la RDA. La RDA ha salvado la paz en Alemania»1. Fotografías de gran tamaño de unos trabajadores junto a unos altos hornos. Fotografías de gran tamaño de unos obreros en una fábrica de automóviles. Fotografías de gran tamaño de Ulbricht. Todo ello gris, gélido e increíblemente alemán.

Se nos permite continuar. Mostramos el pasaporte, se alza la barrera, vuelta a mostrar el pasaporte, otra barrera se alza. Y entonces, de pronto, estamos fuera. El mismo paisaje blanco –el incidente ya olvidado– se extiende hasta perderse en la niebla de la lejanía. En el bosque a nuestra derecha, alambradas y torres vigía. Y de golpe, sobre un pequeño puente, la imagen siniestra de dos hombres con trajes blancos y caperuza, hombres de nieve, con un perro negro jadeante con la lengua afuera, tirando de la correa. Llevan largos fusiles al hombro, desaparecen con el perro por el bosque, cazadores de hombres. Seguimos por la misma autopista. A veces, a lo lejos, la sombra de un pueblecillo, granjas arracimadas en torno a una iglesia. ¿Qué estarán haciendo allí ahora? Por una sola vez, una algazara de chiquillos, como un movimiento inesperado, el hallazgo de un pintor. Y a intervalos regulares, carteles: «Damos la bienvenida a los delegados del VI Congreso del SED». Sigue siendo aún la misma vieja autopista de Hitler, se nota: después de cada placa de cemento, una pequeña sacudida, un saliente de alquitrán. ¿O se trata quizá del rayado que se ve en los mapas de los libros de Historia? ¿Son acaso los finos trazos que señalan las conquistas, los ocasos, los cambios? Imperios romanos que fueron sacros, principados, repúblicas, marcas, Terceros Reich, zonas. Luchando contra las feroces arremetidas de la nevasca, avanzamos lentamente con el coche, criaturas micromaníacas, escarabajos sobre estos campos coloreados por la historia de la que nada se ve.

15 de enero de 1963. Podría imaginarse en la antigua Grecia, o en cualquier otra antigüedad, una ciudad dividida en dos por un muro. Y en torno a ella, historias y leyendas, un proverbio prácticamente en desuso, una comedia de Tirso de Molina descubierta en un olvidado rincón de la biblioteca de Salamanca, una adaptación de Moliere, y luego, por supuesto, unas cuantas horas de cinerama, una anécdota en la que los símbolos crecen como la mala hierba, patrimonio cultural. Pero la clase de antigüedades a las que nos referimos se remonta solo a un par de milenios, más o menos la edad que hemos alcanzado nosotros en la serie de civilizaciones imbricadas a la que todavía pertenecemos. Quizá sea ese el motivo por el que algo incorregiblemente antiguo se pega a nuestro comportamiento, un grato arcaísmo contra el que no podrá ningún viaje a la Luna. Basta con ponerse alguna vez junto a ese muro, y guiñar los ojos: el trasiego de lansquenetes medievales que te gritan alto ahí y te cortan el paso, que bajan un puente o levantan una barrera, y entonces de repente te encuentras en el País de los Otros. Quien es capaz de recorrer millones de kilómetros en unos cuantos días, de buscar planetas en su propia casa y de escindir átomos, es igualmente capaz de construir un muro de unos dos o tres metros, infranqueable para sí, como también lo habría sido para un egipcio o un babilonio; se siente como un hombre de la Edad Media que hubiera de deponer sus armas a las puertas de la ciudad, como un ateniense que se ahoga en el Spree, como un europeo que pasa de Berlín Oeste a Berlín Este.

Berlín Oeste. Primero se coge la Kurfüstendamm, adornada con altas luces blancas, hasta la iglesia conmemorativa, la Gedächtniskirche, corroída y mutilada, y luego se sigue. Para asombro de uno, se ve que también en el Oeste hay ruinas, fabulosos monumentos vaciados, con ventanas hueras sin habitaciones que les respalden, coágulos de guerra, puertas condenadas por las que padre ya nunca más saldrá riendo a pasear a Werner, el perro. El único paso para no alemanes no militares (!) está en la Friedrichstrasse, pero por equivocación vamos a parar a la Puerta de Brandeburgo. Nieve y luz de luna. En la explanada petrificada ante ella, nada, ni gente ni coches. Al final de la explanada, las negras columnas, y sobre ellas el carro triunfal. Furiosos corceles tiran de un ser alado que blande una corona de laurel hacia el Este. Debajo, hasta un cuarto de la altura de las columnas, los dientes ciegos del Muro. Un policía germano-occidental nos corta el paso y nos da a entender con señas que no podemos seguir. Nos detenemos, pues, y observamos lo que no ocurre. Dos tanques rusos encaramados a unos pedestales imponentes, recuerdo de 1945. Vemos a los dos centinelas rusos, siluetas entre el mármol.

La Friedrichstrasse no queda muy lejos de aquí. El mismo control que en Helmstedt, documentos, papeles insignificantes, contar dinero, barreras, un grabado clásico por el que nos movemos del modo más humano posible. En la calle hay dos tapias bajas construidas de tal modo que si un coche quisiera pasar a gran velocidad entre ellas tendría que efectuar dos virajes demenciales. Una vez que están cumplidas las formalidades, se nos permite continuar, y la ciudad sigue entonces como suelen hacerlo las ciudades tras los muros: igual, pero distinta. Puede que sea cosa mía, pero a este lado huele distinto, y todo es más pardo. Nos dejamos llevar por el coche, Wilhelmstrasse, Unter den Linden, nombres con los que nunca he tenido nada que ver, pero que según el modo en que otros los pronuncien, dejan un cierto regusto melancólico o no. Y, claro está, no es de extrañar que al oír Unter den Linden (literalmente, ‘bajo los tilos’) siempre me haya imaginado algo verde claro. Más extraño es que concluya en seguida que no es el invierno la causa de la falta de verdor. Edificios, de vez en cuando ruinas, calles, la avenida de Carlos Marx flanqueada por altos...