Grandes batallas navales desconocidas

von: Víctor San Juan

Nowtilus - Tombooktu, 2016

ISBN: 9788499678221 , 320 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 8,99 EUR

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Grandes batallas navales desconocidas


 

Capítulo 2


La conquista de Amberes (1585)


El puente de Farnesio

UN BARCO CONTRA UN PUENTE


El año 1998 comenzó con el clima todo lo desapacible que puede ser en lugar tan extremo de la península ibérica como Galicia. La noche del 13 de enero, en medio de un temporal con rachas de viento de unos sesenta nudos, un enorme buque recién construido en Fene de más de cien mil toneladas, el Discoverer Enterprise, concebido para la exploración petrolífera en el golfo de México, rompió sus amarras y navegó al albur para ir a estrellarse contra una de las secciones centrales del puente As Pías, de la carretera Ferrol-Madrid, que destrozó por completo a lo largo de un centenar de metros, cortando el acceso a La Coruña. El incidente resultó espectacular y la fotografía del barco empotrado en el puente ocupó todas las cabeceras de los medios de comunicación. Hubo también comentarios, e incluso un famoso chiste al respecto ligeramente sangrante para los ingenieros de caminos. Pero, como afortunadamente no hubo daños personales –el Discoverer Enterprise navegó sin nadie a bordo, todo un espontáneo– la cuestión se olvidó pronto. Para orgullo de sus constructores, el barco sufrió pocos daños; el puente, bastante perjudicado, tuvo que recibir muchas más atenciones, y quedó reparado con ocho piezas prefabricadas de ciento cincuenta toneladas cada una que repusieron el tramo averiado.

Fue un buen recordatorio para los marinos de que los puentes, esas obras públicas que se aventuran audaces en las aguas a lomos de sus estribos, también forman parte del ecosistema marino. Están ahí como muestra de lo que la civilización es capaz de hacer para salvar las distancias y allanar los caminos, una finalidad que al marino, eternamente inquieto, le parece pasiva y aburrida, aunque los adjetivos «aburrido» y «pasivo» para un puente carezcan de sentido. Su principal finalidad es permanecer firme, en su lugar, aunque esto traiga fatales consecuencias si un enorme barco anda por ahí derivando al garete como un titán beodo. Puede parecer increíble, sin embargo, que un puente se convierta en parte de una campaña marina, como vamos a ver en este capítulo. Pero es cierto, y sucedió durante la toma de Amberes de 1585, sólo tres años antes de la muy publicitada catástrofe de la Armada Invencible o, para más exactitud, de la desafortunada Jornada de Inglaterra. Su protagonista también lo sería de esta, el gran general Alejandro Farnesio, sobrino de Felipe II de España y gobernador de los Países Bajos, que en Amberes logró tal vez la mejor de sus victorias en la batalla naval puede que menos naval de este trabajo, pues acaso sería mejor calificarla de anfibia. Mas, como se produjo dentro de un escenario fluvial y lacustre, con barcos, aguas, corrientes y mareas como actores y terreno de batalla, nos ha parecido oportuno incluirla aquí. Puesto que demuestra que un puente, pudiendo flotar, imponer el dominio de las aguas en un lugar estratégico y rechazar los ataques de las embarcaciones enemigas, llega a comportarse como un auténtico navío de guerra, imponiéndose a sus rivales.

Tan peculiar como se quiera, el puente de Farnesio no fue ni mucho menos protagonista de la acción más singular de la guerra de Flandes, que, precisamente por su particularidad, trajo, junto con la inevitable tragedia para ambos bandos de todo conflicto, episodios humanos y militares que ocuparían una enciclopedia. Ni es nuestra intención ni podremos resumirla más que muy brevemente aquí. Valga decir que esta desgraciada contienda, de la que emergieron las actuales naciones de Holanda y Bélgica (junto con las más renombradas hazañas militares españolas), fue consecuencia de una auténtica herencia envenenada, la que derivó de esa irreprimible costumbre de las monarquías medievales de enlazar su prole en matrimonio con las más prestigiosas dinastías de su época. Los Reyes Católicos españoles habían fomentado esta política con gran éxito, logrando casar a sus vástagos con príncipes imperiales, ingleses, portugueses y franceses, lo cual, lejos de subordinar Europa a España, subordinó la corona de esta última a la casa de Austria o Habsburgo, herederos de la corona. En concreto, casar a Juana (tristemente conocida como La Loca) con Felipe El Hermoso, hijo del emperador, trajo como consecuencia que el hijo de ambos, el también emperador Carlos I de España, heredara la propiedad de los Países Bajos, en aquella época, repetimos, una auténtica herencia envenenada.

El duque de Parma, Alejandro Farnesio, por Otto van Meer, sobrino de Felipe II y gobernador general de Flandes a la muerte de Juan de Austria, demostró ser uno de los más grandes talentos militares de la historia logrando la conquista de Amberes con un puente fortificado y artillado sobre el Escalda con el que derrotó a la flota holandesa de los «mendigos» de Justino de Nassau.

Puesto que los Países Bajos –divididos en varias regiones, Holanda aislada por sus canales, los Países Bajos flamencos en el área de influencia de Francia y los Estados alemanes– eran lo menos parecido a España que se pueda imaginar. Situados en la encrucijada comercial entre Francia, Alemania y el Báltico, y con densidad poblacional muy alta, tenían gran capacidad industrial y manufacturera. Su sociedad, culta y refinada, se movía en coordenadas completamente distintas a las de la unidad religiosa y austera monarquía de la península ibérica, consagrada a las rutas marítimas del Atlántico. Florecían en los Países Bajos nuevas corrientes ideológicas gracias a la divulgación que permitía la imprenta, desarrollada por Gutenberg en 1440. Entre ellas, las más peliagudas, es decir, las religiosas: en 1517, un monje alemán, Martín Lutero, había publicado sus noventa y cinco tesis para transformar la Iglesia católica, recibiendo el inmediato apoyo de los príncipes alemanes, que llamaron al movimiento Reforma y decidieron protestar con ello a su señor, el rey de España, en la dieta de Espira de 1529, conociéndoseles así por el apelativo de protestantes. El movimiento se acentuó con la intervención de un teólogo francés, Jean Chauvin –conocido como Calvino–, que, en 1536, hizo del protestantismo calvinista todo un cuerpo doctrinal que promovía los negocios y la perseverancia laboral como parte del plan divino, apoyando el poder económico y convirtiendo así el protestantismo (tan contrario al desinteresado pero integrista catolicismo) en anticipo del liberal-capitalismo. Por si todo esto fuera poco, la guerra entre Suecia y Dinamarca llevaría pronto a la crisis del comercio y las manufacturas, mientras los protestantes franceses –conocidos como hugonotes– amenazaban las fronteras por el sur.

Los inicios de todo este complejo problema cayeron, directamente, sobre el rey y emperador Carlos I de España y señor de los Países Bajos, pero, siendo él mismo un príncipe flamenco criado y nacido allí, en Gante (a sólo treinta millas de Amberes), pudo comprender a sus súbditos mientras abordaba problemas de enorme entidad como la lucha contra el rey de Francia, el protestantismo y el creciente poder otomano, practicando una política tolerante y comprensiva con los que eran, al fin y a la postre, sus paisanos. Todo cambió, sin embargo, a la subida al trono de Felipe II. Para sus súbditos de Flandes, el nuevo rey era un español, nacido lejos, que profesaba otra religión y costumbres, sólo por accidente propietario de los Países Bajos. Exigieron, por tanto, de él, la implantación de la Reforma, el máximo autogobierno y la independencia económica. Si hubieran podido hacerlo desaparecer con una varita mágica, no lo hubieran dudado un momento, pues, para la Holanda, Flandes y Alemania del momento, España sólo era un estorbo, una balumba inútil aferrada a la corrompida y anticuada religión y con una economía atrasada y arcaica cuyo pilar se basaba en la oportuna llegada de las flotas de Indias al puerto de Cádiz, es decir, la «subvención ultramarina». Que aquel estafermo pretendiera gobernar sobre ellos, tan modernos, solventes y avanzados, se les hacía insoportable.

Un muy diferente punto de vista, sin embargo, sostenía la corte y los consejeros de Felipe II. Puede que este rey, prudente y conciliador, alguna vez por sí mismo hubiera llegado a aceptar la forma diplomática de deshacerse honorablemente de aquellos Estados lejanos y hostiles, tan diferentes de las prometedoras Américas que se abrían en el horizonte español, pero estaba irremisiblemente atado por el testamento de su padre, que, en el lecho de muerte, le conjuró bajo palabra a conservar, al precio que fuera, su terruño natal de Flandes. Nada pudo ser más desafortunado, pues con ello Carlos condenaba a Felipe a sostener un conflicto sangriento, irresoluble e interminable, a riesgo de fallar a su memoria, cosa que la conciencia de Felipe no podía soportar. Así pues, cargaría con aquella losa pesada y ruinosa, y haría también cargar con ella al joven y prometedor Imperio español hasta su muerte. Circunstancias dignas, verdaderamente, de tragedia griega, esta forma en que los humanos, contumazmente aferrados a la tierra, terminan por arruinarse la existencia y la de sus seres más queridos, por no hablar de sus súbditos, a los que nadie se molesta en pedir opinión. No era costumbre de la época.

Para Felipe II, protestantes, luteranos, calvinistas, hugonotes y reformistas eran simples herejes, es decir, reos de muerte si se atrevían a la sublevación, tal como señalaba, desde Roma e indignado, el papa de la Iglesia...