Antonio Muñoz Molina: El tiempo en nuestras manos

von: Justo Serna

Fórcola Ediciones, S.L., 2016

ISBN: 9788416247349 , 170 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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Antonio Muñoz Molina: El tiempo en nuestras manos


 

prólogo


Antonio Muñoz Molina, observador e intelectual

Un novelista español, acreditado y bien conocido, publica de manera prácticamente simultánea dos libros de ensayo. Como mínimo resulta sorprendente. ¿Un narrador habitual deja la ficción para escribir sobre otras materias, sobre arte y política? ¿Qué avales tiene para pronunciarse? Además hay algo constatable: el buen ensayo vende menos, mucho menos, que las buenas novelas. ¿Para qué emplear su tiempo en géneros de menor salida comercial? Podríamos pensar que, al ser licenciado en Historia del Arte y al tener estudios de Periodismo, dicho novelista se consiente esta licencia, esta expansión. En realidad, a poco que se conozca su trayectoria, el narrador no ha dejado de escribir artículos y ensayos desde que empezó su carrera literaria.

¿Y esos saberes académicos que tiene son los que le facultan para cultivar dicho género y para enjuiciar la pintura o la actualidad? Los conocimientos doctos no valen si no fermentan, si no se desarrollan, si no se aplican con inteligencia e intuición. Hay que informarse, pero sobre todo hay que adiestrarse, instruirse. Cabe un don especial. O, más vulgarmente, una preparación.

Y se requieren condiciones intelectuales: más propiamente, ser un intelectual, casi un filósofo…, alguien que se pronuncia, que tiene la audacia de enjuiciar, de sopesar. Eso sí: después de mucha información y erudición. Si es por pensar y por juzgar, todos somos filósofos, decía Antonio Gramsci. Vemos y nombramos, damos sentido a las cosas y evaluamos. Ahora bien, con frecuencia eso lo hacemos de carrerilla: con creencias o ideologías que se nos imponen. ¿Qué es lo preferible? ¿Hablar de prestado, pasivamente? No, responde Gramsci. Hay que pensar y juzgar con autonomía y con crítica: cada persona debe interrogarse sobre lo que hay, sobre lo que ocurre y sobre sí misma, participando activamente en la historia del mundo. Si no lo hacemos nos impondrán opiniones e ideas ajenas: nos someteremos con docilidad.

Todos somos intelectuales, insiste. Discurrimos y creamos, nos expresamos e intervenimos en la sociedad. Son intelectuales quienes cumplen esa función y quienes se comprometen públicamente, analizando y exponiendo sus resultados. En principio, no todo el mundo desempeña dichas tareas.

En realidad, cada persona puede hacerlo: si de lo que se trata es de pensar y juzgar, la convocatoria es común. Hacen falta voluntades y razones, gentes decididas a pensar por sí mismas, decididas a intervenir y a comunicarse. Eso nos pone en un compromiso y en un brete: es decir, nos compromete. Todos somos intelectuales, pero no todos cumplimos esa función. Ciertas personas de la literatura, del arte, de las humanidades, de las ciencias cavilan públicamente y nos entregan sus reflexiones a manos llenas. Razonan sobre lo público, intervienen, aciertan, se equivocan, y a los restantes nos sirven de referentes para observar críticamente.

El caso que describo podría ejemplificarse en el novelista español Antonio Muñoz Molina. Estudió Historia del Arte y Periodismo —como adelantaba—, pero eso no le faculta especialmente. Hay algo más. El creador es, antes que nada, un observador: un tipo que otea y que examina, que se familiariza con lo extraño y que se sorprende con lo evidente. Vemos lo que tenemos delante, aquello que nos frena, que nos sorprende favorable o desfavorablemente. Vemos lo que nos deja indiferentes, aquello que nos repugna, que nos satisface. Pero también podemos no ver, podemos no apreciar lo que está enfrente. Por decisión o por descuido. La mirada no es una mera impresión sensorial: es un delicado ejercicio intelectual, una laboriosa operación. Damos significado a lo que distinguimos. ¿Valiéndonos de qué? De los ojos, pero también de los códigos, de la educación. Muchos vemos poco y pocos ven mucho, alcanzando a descubrir lo que a simple vista no se distingue: por distante o por cercano. Por estar muy lejos, sin que sea posible divisarlo; por estar muy próximo, sin que sea posible advertirlo, de tan obvio que es.

Antonio Muñoz Molina se atreve a mirar aquí y allá, lo cercano y lo distante, como hiciera Goya en otro tiempo. O como hace Edward Hopper, con un realismo fantasioso. O como hacen los científicos con sus lentes, que nos traen lo que nos resulta invisible. Se atreve a sondear lo que está a nuestro lado y por descuido no vemos. Se atreve a examinar lo obvio. Y se atreve a echar un vistazo a lo apartado.

Decía Gustave Flaubert que cualquier cosa, observada de cerca, empieza a perder la impresión de familiaridad o de extrañeza, pero además comienza a ser interesante, incluso monstruosa o común. Una piel con sus poros, un país con sus agujeros. Un pasado con sus mitos, un porvenir en ruinas. En 2013, Antonio Muñoz Molina publica dos ensayos. No pertenecen, pues, al género que generalmente cultiva, la novela. Ambos estudios tienen una base erudita, pero son sobre todo observaciones vehementes.

Se titulan, no por casualidad, El atrevimiento de mirar y Todo lo que era sólido. Son inspecciones, ensayos analíticos, y, como no podía ser de otra manera, tentativos. Con prosa libre, con forma demorada y envolvente, sin academicismos y sin barbarismos, sin tedio y sin sobrentendidos, Muñoz Molina se empeña en averiguar el estado de España. Como un antropólogo de la vieja escuela. Como un explorador atento y algo perdido. Habla de su pretérito imperfecto, de su presente continuo y de su futuro incierto.

Pese a lo que se ha dicho, el suyo no es un lamento noventayochista ni un ejercicio de estilo regeneracionista. Tampoco Muñoz Molina contemporiza o se acomoda. El escritor subraya lo que son las normas y lo que son las licencias, lo que es crear y trabajar, lo que es esforzarse humildemente para ver más, más grande o mejor, y lo dice con una sintaxis precisa. Muchas veces estamos despistados y algunos de nuestros contemporáneos descubren y describen lo que nos pasa y no queremos apreciar. Es entonces cuando se demuestra la grandeza del observador. Sin aspavientos señala lo que tantos no saben o no quieren distinguir. La mirada se adelanta.

La principal particularidad de la prosa de Muñoz Molina es su implicación, su identificación, su puesta en escena: con un yo que habla y se compromete. Hace de historiador y, para ello, acude a la hemeroteca; hace de crítico y, para ello, se justifica leyendo a especialistas; hace de estudioso y, para ello, se esfuerza, se disciplina. Muñoz Molina no es el intelectual sabelotodo que interviene valiéndose de su nombradía. Es un intelectual que quiere aprender y que, por tanto, se documenta. El resultado suele ser deslumbrante.

Si habla de Goya, sus palabras son atinadas y modestas; si habla del presente de España, su diagnóstico no es fatuo ni grandilocuente: él no vio, no supo ver, los indicios de una crisis que había en el paisaje y en la prensa, las huellas de un exceso que ahora estamos pagando. La historia de España es eso, y el literato admite su ignorancia para examinar con clarividencia. No son precisas muchas erudiciones: la mera consulta del periódico nos alerta. La simple enumeración de noticias de enero y febrero de 2007 nos aturde y eso es lo que hace el autor en Todo lo que era sólido.

Muñoz Molina acumula esas informaciones y provoca un efecto: una vergüenza para los españoles que no quisieron ver, una suntuosidad impostada, artificial. El diagnóstico de Muñoz Molina es, a mi juicio, certero. Peor: es doloroso y lamentable. El país que supo remontar el franquismo, que supo quitarse la herencia carpetovetónica, se sume en quimeras de nuevo rico.

Y hablando de nuevos ricos, el título Todo lo que era sólido alude a Karl Marx, al Manifiesto comunista (1848). Alude a la capacidad de volver evanescente lo que creíamos arraigado, permanente, estable. La revolución conforma y los espejismos trastornan. Las quimeras españolas —tan bien representadas por los óleos de Goya— son ya una tradición. Esperemos que esta ceguera, esta servidumbre voluntaria, desaparezca. Eso parece decirse Muñoz Molina y nosotros con él. Punto y aparte.

Al margen del número de páginas, escribir una novela es tarea enorme. Significa mirar un mundo inexistente, potencial; significa concebirlo, hacerlo visible, materializarlo con palabras. Se necesitan habilidades singulares para observar con detalle lo que está y lo que no está para urdirlo, mezclarlo. Se necesita, además, hacerlo con tino, con arte. No basta con relatar cosas que pasan o podrían pasar. Hay que hacer verosímil lo que se cuenta o se muestra y hay que hacer creíbles personajes que han existido, que han podido existir o que son fruto de la pura fantasía.

Pero la verosimilitud no es suficiente: la prosa ha de cautivar, ha de atrapar. La pura denotación y la estricta connotación nos hacen salir de nosotros mismos, del ensimismamiento en que podemos caer con el blablablá ordinario. Escribir una novela, al menos tal como las escribe Muñoz Molina, no tiene por fin confirmar lo que ya se sabe o sabemos ni repetir la expresión o la fórmula que ya empleamos. Tiene por meta ponerte en un aprieto verbal, pensarte en una circunstancia inédita, insólita. Examinar lo que tú no has vivido pero podrías haber vivido: escrutar tu reacción, la emoción de las cosas nombradas. La clave de esta operación es la imaginación: la capacidad para ponerse en el lugar del otro, para mirar como otro miraría, para pensar como si el autor fuera otro. Se precisan recursos: elaboración, discernimiento, cualidades narrativas y capacidades...