Roma. Del Renacimiento al Barroco

von: Eladio Romero

Nowtilus - Tombooktu, 2015

ISBN: 9788499677590 , 272 Seiten

Format: ePUB

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Roma. Del Renacimiento al Barroco


 

Capítulo 2


La crisis. El saco de Roma de 1527


CLEMENTE VII Y SU POLÍTICA ANTIIMPERIALISTA


En el libro de Lutero titulado A la nobleza cristiana de la nación alemana, aparecido en 1520, se dice: «Cuando la necesidad lo exija y el papa provoque escándalo en la cristiandad, aquel que goce de mayor poder deberá, como miembro fiel de todo el cuerpo, promover un concilio verdaderamente libre, y nadie podrá hacerlo mejor que el dueño de la espada secular». Por concilio libre entendemos un concilio sin el papa; mejor un emperador laico que el pontífice. El concilio de Letrán era pues, según la concepción de Lutero, una farsa.

En ese marco de crítica antipontificia fue cuando Clemente VII Medici decidió emular las hazañas de Julio II, aunque definiendo en esta ocasión como «bárbaros», en lugar de a los franceses, a los hispanogermanos del emperador Carlos V. Su acuerdo con Francisco I de Francia, firmado el 22 de mayo de 1526 en la localidad gala de Cognac, no pretendía otra cosa que acabar con las influencias de aquel emperador en Italia. Y ese constituyó el error que nadie se sintió capaz de perdonar. El colapso moral que provocó la derrota fue duramente expuesto en sus escritos por Paulo Jovio, colaborador con varios papas, y por el historiador florentino Francesco Guicciardini.

Piombo, Sebastiano del. Retrato de Clemente VII (h. 1531). Museo J. Paul Getty, Los Angeles (Estados Unidos). Sebastiano Luciani (Venecia, 1485-Roma, 1547), más conocido como Sebastiano del Piombo por haber ocupado a partir de 1531 el cargo de responsable de los sellos de plomo –piombo, en italiano– de la Santa Sede, fue un pintor protegido por Miguel Ángel que trabajó mucho tiempo en Roma.

EL SACO DE ROMA


La derrota pontificia cristalizó en la famosa marcha de los imperiales sobre Roma, durante la primavera de 1527. Entonces, el ejército de Carlos V recorrió media Italia para alcanzar las murallas de la Ciudad Eterna en mayo. Eran diez mil lansquenetes alemanes, en su mayoría luteranos, mandados por Georg von Frundsberg, apoyados por la caballería del príncipe de Orange; a ellos se añadieron entre cinco o seis mil españoles de los tercios y un grupo irregular de italianos, descendientes de los condotieros del siglo XV. Todos ellos puestos bajo las órdenes de Carlos de Borbón, condestable de Francia que, a causa de su enemistad con Francisco I, se había pasado al servicio del emperador.

Nadie creía que se atrevieran a atacar Roma, aunque los alemanes deseaban acabar con el poder temporal y espiritual del anticristo Medici. Era una ciudad relativamente modesta (con alrededor de cincuenta y tres mil habitantes), pero capital de la cristiandad y del vicio. Muchos romanos deseaban, más o menos veladamente, la llegada de los imperiales: unos por odio al pontífice que había aumentado los impuestos; otros porque eran aliados de la noble familia de los Colonna, enemiga de Francia. Pero Clemente VII confiaba en el ejército francés, que se encontraba acampado en el sur de la Toscana; también se esperaba que la artillería de Castel Sant’Angelo evitara el asalto. Nada de lo previsto sucedió.

Amerigo y Aparici, Francisco Javier. El saco de Roma (1888). Biblioteca-Museo Víctor Balaguer de Vilanova i la Geltrú (Barcelona). Amérigo fue un pintor valenciano decimonónico que estudió en Roma y se dedicó a la pintura de tema histórico como esta sobre el saqueo de Roma.

El lunes 6 de mayo, en medio de una espesa niebla matinal, el ejército imperial comenzó el asalto y todo aconteció con tal rapidez que poco faltó para que el Papa cayera prisionero. Desde su capilla del Vaticano, donde se encontraba rezando, Clemente VII hubo de huir a Castel Sant’Angelo, cuya artillería de nada había servido por culpa de la bruma. Y con el pontífice tres mil personas, entre soldados, clérigos y laicos, acabaron encerrándose en la fortaleza.

El condestable de Borbón murió durante el ataque, y fue sustituido por Filiberto de Châlons, príncipe de Orange, jefe de la caballería alemana, un hombre a quien nadie obedecía. Los diversos contingentes, una vez ocupada la ciudad, se dedicaron libremente al pillaje y al saqueo, al secuestro y al cobro de rescates. Como el asalto al castillo de Sant’Angelo era impensable, hubo que iniciar negociaciones, las cuales culminaron el 5 de junio. Según el pacto acordado, el Papa y trece cardenales se quedarían en la fortaleza, donde entraría una guarnición imperial hasta que las plazas fuertes del Estado Pontificio se rindieran y se pagaran las consecuentes indemnizaciones. El verano pasó entre enfermedades y desórdenes, hasta que el 28 de noviembre los rehenes lograron huir por una chimenea; Clemente VII se refugió en Orvieto huyendo de Roma el 16 de diciembre. En febrero de 1528 los invasores abandonaron definitivamente Roma para dirigirse a Nápoles cargados de un inmenso botín. Clemente VII no regresaría a su sede hasta octubre.

Un capitán de los lansquenetes contaría después lo que fue aquella ocupación:

El 6 de mayo tomamos Roma por asalto, matamos a seis mil hombres, saqueamos las casas, nos llevamos lo que encontramos en las iglesias y demás lugares, y finalmente prendimos fuego a una buena parte de la ciudad. ¡Extraña vida esta! Rompimos y destruimos las actas de los copistas, los registros, las cartas y documentos de la Curia. El Papa se fugó al castillo de Sant’Angelo con su guardia y los cardenales, obispos, romanos y miembros de la Curia que habían escapado a la matanza. Lo tuvimos sitiado tres semanas, hasta que forzado por el hambre se rindió el castillo. El príncipe de Orange y los consejeros del emperador designaron a cuatro capitanes españoles, entre los que estaba un noble, el abad de Nájera, y un secretario imperial, para la entrega del castillo. Una vez realizada, encontramos al papa Clemente con sus doce cardenales en una sala baja. El Papa tuvo que firmar el tratado de rendición que le leyó el secretario. Se lamentaban y hasta lloraban. Y nosotros llenos de oro.

No hacía dos meses que ocupábamos Roma cuando cinco mil de los nuestros murieron de la peste, pues no se enterraban los cadáveres. En julio abandonamos la ciudad medio muertos para buscar aires nuevos...

En septiembre, de vuelta en Roma, la saqueamos de nuevo y encontramos tesoros escondidos. Y allí nos quedamos acantonados durante seis meses más.

Il sacco di Roma

A. Chastel

Los luteranos alemanes de Frundsberg ocuparon el Vaticano y dejaron su huella en alguno de los frescos de Rafael. Así, el nombre de Martín Lutero aparece en la famosa Disputa del Sacramento que pintó el artista de Urbino; en otra inscripción se recuerda el alma del Borbón, muerto en el combate (Got hab dy sela Bourbons, «Dios guarde el alma del Borbón», puede leerse). En la villa Farnesina, también decorada por Rafael, se grabó el nombre de «Babilonia», quizá por la identificación que se hacía de dicha ciudad con Roma.

El pago de rescates se efectuó bajo crueles violencias y amenazas. En el acta de capitulación del 5 de junio se exigía el pago de cuatrocientos mil ducados y se establecía el perdón papal para los atacantes. Para los alemanes la ocupación de Roma se convirtió en un calculado acto de profanación que se manifestó muy cristalinamente en el insulto de que fueron objeto las reliquias de las iglesias. Un relato de la época citado por numerosos autores afirma: «Que los imperiales se apoderaron de la cabeza de san Juan, de la de san Pedro y de la de san Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría, y las tiraron a la calle para jugar a la pelota; todas las reliquias que encontraron se convirtieron en juguete y motivo de risa» (A. Chastel). Las presuntas tumbas de san Pedro y san Pablo parece que fueron violadas, aunque los cráneos mencionados se guardaban entonces en el Sancta Sactorum de la basílica lateranense. Ya vimos lo que sucedió con el Santo Prepucio; otros documentos dicen que: «Las santas reliquias se dispersaron, la Santa Faz [el famoso velo de la Verónica, muy venerado en Roma] la robaron; pasó de mano en mano por todas las tabernas de Roma, sin que nadie se indignara; un alemán colocó la punta de la lanza [la entregada por Bayaceto a Inocencio VIII] que hirió a Cristo en una pica y corrió con ella en ristre por el Borgo [barrio romano entre el Vaticano y Castel Sant’Angelo] en son de burla».

A fin de evitar semejantes sacrilegios, pronto comenzaron a circular por la ciudad rumores de milagros. En la iglesia del Santo Spirito, un crucifijo había llorado antes del asalto, y luego obró el prodigio transformando momentáneamente a las jóvenes monjitas en viejas y feas religiosas, al objeto de evitar violaciones embarazosas. Cerca del Panteón, una Madonna, mutilada por un español, también comenzó a llorar, provocando que otros soldados más píos estrangularan al sacrílego. En ciertas memorias de la época se afirma que en realidad las principales reliquias se salvaron milagrosamente, haciéndose referencia al sudario de la Verónica y a los cráneos de los apóstoles. La verdad es que no sabemos a quién creer. Luego el Papa se dedicó a recuperar todas las reliquias que pudo, muchas de ellas devueltas por oficiales españoles. El 26 de noviembre de 1528 se celebró una procesión solemne para trasladar al Vaticano todo lo recuperado. Hoy en día, las cuatro grandes reliquias de la cristiandad (a...