El hombre del revés - Un caso del comisario Adamsberg

von: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498415513 , 336 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 8,99 EUR

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El hombre del revés - Un caso del comisario Adamsberg


 

5

Lawrence siguió la pista de Sibellius durante dos días sin lograr localizar al animal, deteniéndose en la sombra de un aprisco sólo cuando ese maldito sol pegaba demasiado. Al mismo tiempo, controló veintidós kilómetros cuadrados de territorio, en una azarosa búsqueda de corderos triturados. Nunca Lawrence habría sido infiel a su pasión por los grandes osos canadienses, pero tenía que admitir que, en seis meses, ese hatajo de famélicos lobos europeos había surcado en él sendas bastante profundas.

Pasando cauteloso por un camino estrecho que bordeaba una escarpa, localizó a Electre, herida al fondo del barranco. Lawrence evaluó las posibilidades de alcanzar el pie de la cuesta cubierta de maleza donde había resbalado la loba y consideró que podría arreglárselas solo. Todos los guardias del Mercantour recorrían el territorio, y la ayuda de un colega tardaría demasiado en llegar. Le costó una hora alcanzar al animal, asegurando cada punto de agarre bajo un sol de justicia. La loba estaba tan débil que ni siquiera tuvo que sujetarle las fauces para palparla. Una pata rota, varios días sin comer. La tendió en una lona que se ató al hombro. Incluso flaco, el animal pesaba treinta kilos, una pluma para un lobo, un fardo para un hombre que remonta una cuesta. Al llegar al camino, Lawrence se concedió media hora de descanso, tumbado a la sombra, boca arriba, con una mano sobre el pelaje de la hembra para hacerle entender que no moriría allí sola como en los inicios del mundo.

A las ocho de la tarde, llevaba la loba al campamento de cuidados.

–¿Hay jaleo abajo? –preguntó el veterinario mientras transportaba a Electre hasta una mesa.

–¿En relación?

–En relación con las ovejas degolladas.

Lawrence asintió.

–Tenemos que encontrarlo antes de que suban hasta aquí. Lo saquearían todo.

–¿Te vas? –inquirió el veterinario viendo a Lawrence embolsar pan, salchicha y botella.

–Tengo que hacer.

Sí, cazar para el viejo. Eso podía llevarle tiempo. A veces fallaba, como el veterano.

Dejó una nota para Jean Mercier. Esa noche no se cruzarían, dormiría en el aprisco.

Fue Camille quien lo avisó por teléfono, poco antes de las diez, cuando proseguía su inspección hacia el norte. Por su voz rápida, Lawrence comprendió que el jaleo se aceleraba.

–Ha vuelto a ocurrir –dijo Camille–. Una matanza en Les Écarts, donde Suzanne Rosselin.

–¿En Saint-Victor? –dijo Lawrence casi a gritos.

–Donde Suzannne Rosselin –repitió Camille–, en el pueblo. El lobo mató cinco e hirió tres.

–¿Las devoró allí mismo?

–No. Arrancó trozos, como en los demás casos. No parece que ataque para alimentarse. ¿Has visto a Sibellius?

–No hay rastro.

–Deberías bajar. Han venido dos gendarmes, pero Gerrot dice que no son capaces de examinar los animales correctamente. Y el veterinario está atendiendo un parto de yegua a kilómetros de aquí. Todo el mundo grita, todo el mundo protesta. Joder, baja, Lawrence.

–Dentro de dos horas en Les Écarts.

Suzanne Rosselin dirigía sola la ganadería de Les Écarts, al oeste del pueblo, con mano de hierro según decían. Los modales rudos, incluso viriles, de esa mujer alta y gruesa habían hecho que se la respetara y temiera en todo el cantón, pero estaba poco solicitada fuera de su sector. Se la consideraba demasiado brutal, demasiado grosera. Y fea. Contaban que un italiano de paso la había seducido treinta años atrás, y que ella quiso irse con él sin el consentimiento de su padre. Seducida por completo, precisaban. Pero la vida no le dio tiempo para ese desafío; el italiano desapareció en su bota natal, y los padres murieron ese año. Decían que luego la traición, la vergüenza y la falta de hombre habían endurecido a Suzanne. Y que había sido el destino, por venganza, lo que la había vuelto tan marimacho. Otros aseguraban que no, que siempre había sido marimacho. Un poco por todas esas razones, a Camille le caía bien Suzanne, cuyo lenguaje de carretero, llevado hasta la incandescencia, tenía algo de admirable. Camille, por las enseñanzas de su madre, consideraba la grosería un arte de vivir, y la práctica profesional de Suzanne la impresionaba.

Una vez por semana, más o menos, subía a la granja ovina a pagar la caja de comida que le preparaba Suzanne. Y en cuanto uno entraba en las tierras de Les Écarts, se acababan los agrios comentarios y las burlas: los cinco hombres y mujeres que trabajaban allí se habrían dejado hacer picadillo por Suzanne Rosselin.

Camille siguió el camino pedregoso que ascendía entre terrazas hasta la casa, una construcción de piedra, alta y estrecha, con una puerta baja y unos vanos asimétricos y exiguos. Camille pensaba que el tejado desvencijado aguantaba tan sólo por la gracia de una solidaridad secreta entre las tejas, soldadas unas a otras por espíritu corporativo. El lugar estaba desierto, de modo que se dirigió al gran aprisco plantado en la ladera quinientos metros más arriba. Se oía a Suzanne Rosselin dar voces en la lejanía. Camille entornó los ojos al sol para distinguir las camisas azules de dos gendarmes y al carnicero Sylvain moviéndose de un lado para otro. En cuanto había carne de por medio, allí estaba él.

Y también, hierático, recto, de pie contra el muro del aprisco, estaba el Veloso. Camille no había tenido aún ocasión de ver de cerca al viejísimo pastor de Suzanne, siempre oculto en el corazón del rebaño. Decían que dormía en el viejo edificio, en medio de sus animales, pero eso no molestaba a nadie. Lo llamaban el Veloso, es decir el «que vela», el «guardián», así acabó entendiéndolo Camille, que desconocía su verdadero nombre. Enjuto y rígido, de mirada altiva, de pelo blanco algo largo, los puños cerrados sobre el cayado clavado en el suelo, era un majestuoso anciano en el verdadero sentido de la palabra, hasta el punto de que Camille no supo si podía, o no, permitirse el dirigirle la palabra.

Al otro lado de Suzanne, igual de recto que el Veloso, como por mimetismo, estaba plantado el joven Soliman. Habríase dicho, viéndolos escoltar a Suzanne como dos guardias inmóviles, que esperaban una sola señal de ella para dispersar a palos a una cohorte de atacantes imaginarios que subieran al asalto. Nada de eso. El Veloso estaba en su postura natural, y Soliman, en esas circunstancias un tanto dramáticas, se conformaba simplemente a su paso. Suzanne parlamentaba con los gendarmes, redactaban los partes. Las ovejas degolladas habían sido transportadas al fresco, a la oscuridad del aprisco.

Al ver a Camille, Suzanne le puso una manaza en el hombro y la sacudió.

–Ahora vendría bien que estuviera aquí tu trampero –dijo–. Que dijera él, que seguro que se las apaña mejor que este par de soplapollas que no tienen ni puta idea.

El carnicero Sylvain aventuró un gesto.

–Cierra el pico, Sylvain –interrumpió Suzanne–. Eres igual de cretino que ellos. No es culpa tuya, tienes excusa: no es tu trabajo.

Nadie se ofendía, y los dos gendarmes, como de vuelta de todo, rellenaban penosamente los formularios.

–Está avisado. Ya baja.

–Luego, si tienes un momento, hay una fuga en las letrinas, tendrías que arreglarla.

–No tengo las herramientas, Suzanne. Más tarde.

–Entretanto, ve a ver lo de ahí dentro –dijo Suzanne señalando el aprisco con el grueso pulgar–. Un auténtico sacrificio de salvaje.

Antes de cruzar la puerta baja, intimidada, Camille saludó respetuosamente al Veloso y estrechó la mano a Soliman. En cambio, conocía bien a Soliman, que seguía a Suzanne como una sombra y la secundaba en todos sus trabajos, y también conocía su historia.

Era incluso la primera historia que le habían contado al llegar, como si fuera urgente: un negro en el pueblo era algo de lo que apenas se habían recuperado veintitrés años después. El joven africano había sido, como en los cuentos, abandonado de bebé ante la puerta de la iglesia, en una cesta para higos. Nadie había visto nunca un negro en Saint-Victor ni en los alrededores, y se suponía que el bebé había sido hecho en la ciudad, quizá en Niza, donde todo es posible, incluidos los bebés negros. Pero era en el porche de Nuestra Señora de Saint-Victor donde berreaba como el perdido que era. Al alba de ese día, la mitad del pueblo se arremolinaba enloquecida alrededor de la cesta y del niño totalmente negro. Luego, unos brazos de mujer, inicialmente reticentes, se tendieron para levantarlo y acunarlo, tratar de calmarlo. Lucie, la dueña del café de la plaza, había sido la primera en atreverse a depositar un beso en la mejilla embadurnada de mocos. Pero nada calmaba al pequeño, que se ahogaba en el llanto. «Tiene hambre el negrito», decía una vieja, «Se ha cagado», decía otra. Entonces se acercó la maciza Suzanne con paso de atleta, rompió las filas, cogió al niño y lo sostuvo en sus brazos. El crío paró instantáneamente de llorar y dejó caer la cabeza sobre el grueso pecho. A partir de ese momento, como en un cuento en que las princesas fueran gordas Suzannes, todo el mundo reconoció como evidencia que el negrito pertenecía a la dueña de Les Écarts. Suzanne hundió el índice en la boca ávida y rugió –Lucie lo recordaría toda la vida:

–¡Mirad en la cesta, panda de capullos! ¡Tiene que haber una nota!

Había una nota. Fue el cura quien, subiéndose a la...