Singladuras. Viaje americano

von: Concha Espina

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788493913465 , 135 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 3,49 EUR

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Singladuras. Viaje americano


 

INICIACIÓN

Brújula encarnada

Voy a contar algunas impresiones de mi último viaje por América.

Haré un relato personal y objetivo, imitación de los antiguos viajeros españoles, no por lo que tenga de importante mi modestísima ruta moderna, sino por lo que tenga de sinceridad mi observación al recaudo propio, sin más validez penetrativa que la de mi «brújula encarnada», es decir, el sentimiento trashumanado, la entrañable linterna del peregrino que procura hacer luminoso el tránsito, siquiera con la lumbre de su corazón.

Tantos siglos como nos separan de los remotos precursores en la ciencia de viajar, paladines de la exploración culta, de las travesías históricas, epopeyas de tramontos y altamares dentro del valor hispano, y aún insiste un andariego cualquiera en el propósito de narrar sus andanzas desde sí mismo, con tono egoísta que sería demasiado pueril, a estas fechas, si no fuese lo individual siempre estimable en cuanto constituye el don más nuestro y generoso que podemos ofrecer, y que es, según lo define un gran poeta, el afán de expresión sin otro interés que la expresión en sí, el movimiento íntimo que en parte produce la «forma natural».

Y, acaso nunca como tratándose de América, hemos de agradecer la gracia creadora; o, en ausencia suya, nos hemos de entregar a la ilusión de su hechizo. Mientras nadie pueda creer que su arte sea candoroso y puro, netamente, como las inspiraciones divinas...

América. Señuelo inevitable para todo español; karma de toda criatura nacida en la tierra descubridora, en la orilla destinada a los grandes adioses, camino real de nuestro instinto aventurero.

América es, todavía, para nosotros, la gran cancha del mundo que nos incita a numerosas lides, aunque hayamos vuelto de sus laderas, varias veces, con un desencanto más. Transcurre un poco de tiempo, y el espejismo de la distancia torna a construir en nuestra fantasía la tentación al nuevo peregrinaje. Se reproduce la leyenda con prometedora arquitectura, casi tangible, y todo el vidrio inmenso de los mares contribuye a que la imaginación multiplique su esperanza y cobren mayor prestigio las invitaciones ultramarinas. Es el tópico racial que retorna como las pimpolladas montaraces de cada primavera. Y el hermano continente nos sonríe otra vez hasta con sus distintivos más desacreditados y engañosos.

Ahora, por ejemplo, en el centenario del quinto de los Simones venezolanos, queremos festejar al libertador, cuando están las cárceles de su país llenas de prisioneros, delincuentes solo de poseer un anhelo de santa libertad.

La flor de los intelectuales, lo más limpio de las milicias, lo más sano de cada profesión liberal, está hoy en los calabozos de Venezuela conmemorando, con la más atroz ironía de la historia americana, las efemérides del hombre que mejor quiso libertar a sus hermanos.

Simón Bolívar, el Viejo, natural de Vizcaya, arraigado muchas lunas en Santo Domingo, trashumante a Caracas con el gobernador Diego de Osorio, fundó allí una dinastía de Simones ilustres: el Mozo, el sacerdote, el capitán y el alcalde, para robustecerse en el Libertador con todas las disciplinas y las experiencias y producir esa cumbre donde convergen los ápices más sensibles de la raza, en un ideal de libre nacionalismo.

Y cuando más se destaca en el tiempo, madura y gloriosa, la personalidad del quinto Simón Bolívar, es cuando los poetas y los escritores venezolanos arrastran su grillete por los caminos sin abrir, roturan calzadas brutales y sufren aherrojados en la hondura siniestra de las mazmorras, modernos galeotes bajo el yugo más cruel que han visto las edades civiles.

No podemos actualmente reconstruir con la pluma una senda americana, ni aun la más intrascendente y humilde, sin dirigir nuestra brújula un momento hacia Venezuela, allí donde España alumbró la mejor semilla de sus libertades y dio su óptimo fruto de libertadores.

No podemos tender un vivo recuerdo sobre el mar, perseverantes del propio rumbo, sin rendir una memoria entrañada de fe y admiración a nuestros hermanos en la familia y en el arte, dos veces compañeros, que padecen martirio por la libertad, heroicamente, cien años después de morir su Libertador...

El barco y el reloj

Mar de fondo, cielo despejado, vida segura en aquel marinero Cristóbal Colón, del cual sí puede decirse que ha nacido en España. Y que es un dechado de aptitudes y refinamientos en nuestra marina, capaz de competir con las mejores del mundo.

Hace apenas un año me escribía una dama francesa, convencidamente, refiriéndose a mi próximo viaje: «¿Irá usted en un barco francés, verdad?». Y me apresuré a decirle, picada en el amor propio: «No, querida amiga; los tengo inmejorables aquí».

Alguna vez hemos de lucir los españoles el olvidado orgullo nacional que en otros países constituye el móvil de cada acción privada. Sentimos demasiado la sensación del ridículo y aborrecemos la patriotería, hasta el punto de aparecer, con frecuencia, harto desdeñosos de los bienes patrimoniales.

Yo, que sin duda habré incurrido en ese pecado, no quise entonces reincidir, y aún pretendo resarcirme de algún exceso de modestia española declarando que, si he viajado un poco más de prisa, nunca con tanto confort, con una comodidad tan regalada y pulcra como en el trasatlántico que me conducía a América del Norte. Peregrina de muchos mares, soy un buen testimonio de lo que afirmo y nada sospechosa de parcialidad.

Al romper nuestro contacto con la costa hemos atrasado los relojes, insumisos a la hora oficial de España, atentos a la clepsidra inmensa del océano, donde se espejan todas las luces estelares.

El sol y el mar nos dirigen como si quisiéramos volver a las épocas en que no se medía el tiempo, y las horas del día se apreciaban por la longitud de la sombra; antes que los relojes de agua y de sol fueran descubiertos en Babilonia y en Egipto.

Todo en el mar es duro y salvaje dentro de una gran hermosura, y para los que llevamos su sentido dramático en las venas, para los que sabemos temblar en todas las aguas vivas, la rebelión marinera es un desquite, una venganza sabrosa, aunque se reduzca al hecho inocente de cambiar la hora del reloj en busca de otro mundo.

Alta mar

Ya estamos solos con este amigo enorme y terrible de nuestra vida, confiados a él una vez más. En su llanura, desolada y azul, no hay a nuestra vista más signo humano que este regio buque de la Trasatlántica española, un palacio con jardines, campo de tenis, piscina y salones incomparables; un fastuoso rincón de España donde ningún detalle de finura y buen gusto se echa de menos.

El capitán Fano, hombre de mucho prestigio en los anales de la marina actual, es nuestro piloto, el noble presidente de esta provincia hispana y flotante, en cuyo gobierno abundan los montañeses, desde el mismo capitán, el médico y la mayoría de los oficiales; mozos de Santander, de Comillas y Ruiloba, de Trasvía y Cabuérniga, de Solares y Maliaño; gente de casa para mí, rostros que me sonríen, voces que me preguntan: «¿Se acuerda usted de tal playa, de aquel monte, del otro castro, de este río, de aquella vertiente?...».

Y revive toda una geografía cantábrica en estas desnudas horas de la mar.

En la biblioteca, elegantísima, hallamos nuestros propios libros; un ambiente de amistad y ternura nos acoge en toda la ancha embarcación y notamos la diferencia entre nuestra suerte de hoy y la de otros viajes nuestros en buques ingleses y alemanes de mucha importancia, regidos por el trato de una imperturbable disciplina y de una etiqueta ritual llena de ordinarios convencionalismos.

No, aquí existe una tolerante distinción, muy natural; esa gracia española, única por su garbo exquisito, transparente de simpatía y blandura. Y navegamos sobre la tuera salobre de las olas sin perder el dulzor excepcional de nuestra raza, virtud generativa que nos distingue entre todos los pueblos civilizados.

Sombra de Carabelas

El nombre glorioso de este navío nos trae a la memoria los grandes viajes del Descubrimiento, desde la expedición inicial hasta otras interesantísimas, tal como la que refiere Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su estupendo libro Naufragios.

Son inolvidables aquellos hombres escapados del mar providencialmente, famélicos y desnudos, que después de haber roído a bordo el cuero de los grátiles buscan en la tierra firme, con avidez, el camino del maíz, comiendo arañas y gusanos las muchas veces que no encuentran panojas. Y sin desistir de sus dolientes y terribles exploraciones.

¡Qué fabuloso aquel tiempo con relación a este agudo sibaritismo de los que nada vamos a descubrir!

Toda solicitud abunda, opulenta y amable, en este gran buque hispano, y toda civilización en aquella Florida, hoy sajona, descubierta por España, donde naufragó el heroico Álvar Núñez con su hueste de hambrientos y de moribundos.

En el camarote supermoderno del capitán Fano hay...