Sobre gustos no hay nada escrito - Serie del comisario Proteo Laurenti

von: Veit Heinichen

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498417302 , 328 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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Sobre gustos no hay nada escrito - Serie del comisario Proteo Laurenti


 

Al agua regresa todo

Ver turistas con atuendos imposibles era algo habitual desde el viaje a Italia de Goethe y la larga estancia de Lord Byron y los Shelley en el país. Y tampoco suscitaba ya ningún comentario despectivo de nadie desde que los parientes emigrados a alguna lejana tierra del norte de Europa visitaban la patria durante las vacaciones de verano. La mercancía barata para consumo masivo que salía de los centros comerciales y outlets de turno hacía avanzar la globalización del mal gusto a pasos agigantados.

A pesar de todo, Harald Bierchen atraía las miradas de todo paseante que aquella tarde recorriera las Rive hacia el Molo Audace, con su pesada rosa de los vientos de bronce sobre un pedestal de cemento blanco en el extremo. Era un hombre alto muy corpulento, vestido con pantalones de lino claro, anchos como un saco y con los bolsillos a punto de reventar; el barrigón le colgaba por encima del cinto, una punta de la camisa, de manga corta, se le había salido y dejaba al aire la carne rosada, de un tono que hacía juego con las rayas de la prenda. Llevaba unas sandalias de las que ofrecen los vendedores ambulantes africanos por unos pocos euros. La ligera brisa le alborotaba las largas guedejas de pelo rubio oscuro que se retiraba una y otra vez de la frente para que le taparan la amplia calva. Unas gafas de sol enormes ocultaban casi un tercio de su cara, que, como todo su cuerpo, tenía forma de pera. La piel abrasada por el sol, que hacía aún más llamativas su nariz de patata y sus carnosas mejillas, relucía bajo la crema solar aplicada a pegotes. Sus buenos veinte mil euros costaría, según los expertos, el reloj que brilló al darle el sol cuando el gigantón se llevó la mano izquierda a la frente y miró el mar. Hacia el coloso, que hacía señas con la mano desde el muelle, avanzaba al compás del traqueteo del motor diésel un yate de dos mástiles con velas de color rojo ladrillo, ahora arriadas. Los paseantes se quedaron mudos cuando el barco, en cuya proa se leía en ostentosas letras doradas el nombre Greta Garbo, se arrimó lateralmente para que saltara a tierra una belleza de curvas tan bronceadas como generosas, cubiertas por un escaso vestidito blanco, con un cabo en la mano para amarrar el yate y ayudar al grandullón a subir a bordo. Su melena rojiza como cola de zorro flotaba al viento y, al igual que sus redondeces, distraía de un rostro demasiado maquillado y de rasgos más bien vulgares. En inglés, le pidió expresamente que se quitara las sandalias, pero el gigante subió a la cubierta de una zancada como si no la hubiera oído y, con un gruñido de satisfacción, se dejó caer de popa sobre un sillón blanco. El skipper reemprendió la marcha de inmediato tras saludar al pasajero haciendo un fugaz gesto con la mano. Era un joven musculoso de torso desnudo, grandes ojos oscuros y sensuales labios carnosos, en cuyo cuello lucía un colgante con un pedrusco rojo del tamaño de una ciruela.

–Sonríe como una persona, no como una cabra, Vittoria –dijo en voz baja–. El jefe le ha prometido una aventura que no ha de olvidar jamás. Así que ya sabes cómo ponerlo a cien. No te olvides del dineral que te suelta Lele cada vez que se siente solo. Únicamente con eso ya ganas una fortuna.

–Y tú no tengas envidia, chiquitín. Porque, desde luego, no es plato de gusto. Contigo igual era otra cosa... –y le lanzó una mirada que echaba chispas, se atusó la melena con ambas manos, se recolocó el escote y, por último, llevó un enfriador de champán y dos copas. El velero pasaba por el dique que hay frente al Porto Vecchio cuando, fingiendo un pequeño accidente, se derramaba el champán por el escote. En cuanto hubo quedado atrás la zona del puerto, el skipper empujó hacia delante la palanca del motor y el barco emprendió la marcha, la proa cortando orgullosa las olas, cuya espuma blanca salpicaba toda la cubierta para deshacerse luego en pompas transparentes. Aproximadamente una hora más tarde, lanzaría el anclaentre Grado y la desembocadura del Isonzo para que Harald Bierchen pudiera bañarse. Tal y como lo había ordenado el jefe.

–El argumento ya es bastante tonto de por sí, pero tal y como está tratado resulta más banal todavía. Una comisaria supuestamente italiana se enamora de un gallardo fiscal teutón y, por hacer algo más, van detrás de unos cuantos mafiosos a los que descubren porque llevan gafas de sol incluso de noche y le sueltan a un político el dinero del soborno a la vista de todo el mundo –protestaba Livia–. Y, como quien no quiere la cosa, también raptan a la señora del político y no la sueltan hasta que él no firma el contrato que asigna las faraónicas obras de remodelación del puerto a la empresa adecuada. Si es que es todo ridículo. ¿Para qué untar a un político si los malos ya tienen a su señora?

–Igual temen que le venga bien librarse de la parienta.

–¡Qué va! –exclamó Livia–. Es el amor de su vida.

–Así es la tele –comentó su padre–. Ficción. ¿Por qué crees que no veo esas cosas jamás?

–Y luego ni te imaginas la pinta de los actores, me llevan unos modelitos diseñados en la Alemania profunda... Y eso que es una coproducción germanoitaliana. Y, en medio de todo, está el gran jefe, ahí repantigado frente a la pantalla del televisor, diciendo a todo el mundo lo que tiene que hacer. Es un gordo prepotente que se cree el amo del mundo. A las actrices les tira los tejos sin cortarse un pelo, a mí también me ha estado dando la lata. A la hora de comer, se cuela por delante de todos en el bufet y no escucha a nadie. Por lo visto, el guión es suyo, escrito bajo seudónimo, y se lleva un dineral por ello, además de su trabajo como jefe de programación. El equipo entero está de los nervios y se monta una bronca tras otra. Por desgracia, el director es un oportunista que no se rebela contra el jefe. Pero ¿sabes qué es lo mejor? Esta mañana, el jefe ha decidido que, al final de la película, el político se desplomará de narices sobre un plato de tiramisú después de tomarse el café. Envenenado. Al margen del detalle de que el café no se sirve hasta después del postre, los mafiosos ya llevan tiempo muriéndose de asco en la cárcel y nadie sabe quién lo ha envenenado. Tan sólo una sombra cruza la pantalla, que pretende sugerir que las fuerzas oscuras siguen obrando y que la historia puede tener una continuación si cuadra la cuota de pantalla.

–De lo más realista –sonrió Laurenti, cansado–. Es una pena que no tengan en cuenta a ninguno de mis clientes para calcular sus cuotas, o por fin dejarían de rodar las mismas estupideces una y otra vez.

Livia estaba sentada junto a su padre en la gran Piazza abierta al mar, a la sombra de la terraza de Harry's Grill, tomando un aperitivo. Desde hacía semanas, no salía de su despacho a menos que surgiera algún irresoluble problema de entendimiento en el set de rodaje. Entonces, recibía una llamada urgente para que dejara de inmediato cuanto estuviera haciendo, y ya podía volar con su motocicleta entre el denso tráfico del centro para hacer de intérprete y tratar de parar los golpes entre aquellos gallos de pelea. También ese día habían tenido una buena porque el poderoso jefe de la cadena había vuelto a echar por tierra todo lo que tanto esfuerzo había costado organizar.

–Pretendía trasladar la escena entera al otro lado del Canal Grande, a pesar de que no tenemos permiso para rodar allí. Y ni siquiera enlazaba con la escena anterior. Primero, todo al sol, y de repente, todo en sombra. Nadie se iba a dar cuenta, según él. La luz del otro lado le gustaba más. No cedió hasta que Alessandro, el jefe de localización, que ya ha adelgazado cuatro kilos por el estrés, le dejó claro que habría problemas con las autoridades. Eso es lo único que le impresiona. Imagínatelo, repantigado en su sillón como un ceporro, con el guión en la mano, afirmando que él es quien sabe bien lo que espera el espectador. Y el inútil del director se lo traga sin decir nada... –Livia estaba furiosa.

Proteo Laurenti acarició la mejilla de su hija.

–Manda ese trabajo a paseo, Livia. Encontraremos algo mejor para ti.

–Si lo mando a paseo, puedo pasar el resto de mi vida esperando a que me paguen. Además, actualmente el treinta por ciento de la gente de mi edad no tiene trabajo fijo –deprimida, se recostó en el hombro de su padre, que hizo una seña al camarero para pedirle otro Americano: mitad Campari, mitad vermú, una rodaja de naranja, un pedacito de cáscara de limón y soda.

El comisario se había encontrado con su hija en el centro por casualidad, tras sobrevivir a una interminable reunión con el prefecto a la que se había convocado a todos los jefes de las fuerzas de seguridad. El que antes fuera gobernador de Roma acababa de tomar posesión de su nuevo cargo en Trieste y había pronunciado un discurso de ingreso que apenas se diferenciaba de los de sus predecesores, a quienes Laurenti había sufrido durante las últimas décadas. La seguridad pública corría un peligro cada vez mayor y todo dependía de una colaboración libre de trabas burocráticas, fue en resumen lo que anunció. No era el único nuevo, también habían cambiado al jefe de la policía, y su sucesora no había parado de hablar de orden y disciplina.

El nuevo Gobierno de Roma destacaba sobre todo por su política interior. Los ministros de la Lega Nord eran los que más polémica suscitaban. Habían conseguido los votos de la gente con burdas promesas populistas de expulsar a los...