El sentido primero de la palabra poética

von: Antonio Colinas

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498415995 , 372 Seiten

Format: ePUB

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Preis: 11,99 EUR

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El sentido primero de la palabra poética


 

El sentido primero de la palabra poética


Un tema como el que nos hemos propuesto –la interrelación entre poesía y pensamiento– nos lleva forzosamente a sobrevolar problemas esenciales del ser humano. Y este planteamiento, a su vez, nos conducirá a poseer una visión global de la existencia y de los diversos sentidos que ésta puede adquirir. De entrada, yo hablaría de tres sentidos primordiales a la hora de ser fiel a este criterio de globalidad: un sentido poético de la existencia, un sentido científico de la existencia, un sentido sagrado de la existencia.

Al trazar ya este mágico y comprometido triángulo de la poesía, la ciencia y lo sagrado, la interrelación entre los tres vértices del mismo queda ya formalmente establecida. Luego, claro está, disponemos de la razón. El hombre reflexiona sobre esos tres vértices, unas veces por medio de conceptos iluminados y rigurosos, otras con una ligereza o un aburrimiento de dudosa utilidad. Pero, a fin de cuentas, la reflexión –como el sentimiento– nutre las fibras del ser y corre con los manantiales del conocimiento, cualesquiera que sean el caudal y la dirección que estos manantiales tomen o posean.

Ante tan compleja encrucijada, siempre me gusta recordar una frase de apoyo de Albert Einstein, densa y transparente como el más puro de los vidrios. Dice Einstein en su ensayo Mi visión del mundo: «La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental, la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia». Y añade para señalarnos el tercer vértice del triángulo a que antes me refería: «Fue la experiencia del misterio la que engendró la religión». Por otros caminos, dos versos de Antonio Machado me parecen un excelente complemento de los juicios del gran científico: «El alma del poeta / se orienta hacia el misterio».

Quien ha citado la palabra misterio es un poeta, pero antes la ha pronunciado uno de los científicos más lúcidos de nuestro tiempo. El humanismo profundo de ambos rompe la barrera de los férreos encasillamientos de los especialistas y sus ideas nos resultan de un valor incalculable. He visto siempre en este concepto de misterio un sinónimo de lo que he venido llamando, al hablar de temas de Poética, segunda realidad; es decir, una realidad que está detrás de la aparente, de la cotidiana, pero que –inaprensible– siempre ha subyugado y exaltado al hombre. El poeta –o lo que Anthony Shaftesbury llamó el segundo Hacedor– sería el encargado de interpretar y de desvelar esa segunda realidad.

Cerraré el círculo de este preámbulo recordando una nueva frase de Einstein; con ella recuperaré el término razón y nuestro triángulo iniciático se habrá transformado en un cuadrado. [Sentimos] –añade Einstein– «que existe algo que no podemos alcanzar», algo que nos conduce «a la razón más profunda y a la belleza más deslumbradora». ¿Razón profunda y belleza deslumbradora? Ya tenemos aquí juntos, o enfrentados –quién sabe– al pensamiento y a la poesía. Pensamiento y poesía son, pues, de entrada, caminos diversos que conducen a una misma meta, la que está detrás de la realidad aparente y engañosa: una realidad enquistada en el misterio y que es la que da sentido de trascendencia a los seres humanos.

La palabra en los orígenes

No hemos necesitado de los sistemas de pensamiento, ni de los espasmódicos esfuerzos de cualquier poética de vanguardia, para conocer una clara verdad: la de que, a la hora de plantearse los grandes temas del ser humano, la interrelación no es sólo una sino múltiple. Y debo aclarar también que de los conceptos de ciencia y poesía no he hecho uso con un sentido exclusivamente práctico, sino con aquel fin revelador, casi sagrado, de los románticos. Nada tiene que ver tampoco la ciencia con los abusos tecnológicos que nos han llevado en la actualidad a la crisis de la utopía de un desarrollo infinito, al saqueo de la naturaleza o a lo que Jünger ha reconocido radicalmente, en sus recientes Diarios, como el progresivo «exterminio de la clase campesina».

Sentido revelador de los románticos y también del hombre de los orígenes. Desde aquellos orígenes la poesía surge en una atmósfera misteriosa, de sentidos múltiples. En sus inicios, la palabra poética podía ser, a la vez, invocación, ensalmo, amenaza, imprecación, plegaria... Por ello, podemos afirmar que la poesía era simplemente el lenguaje de que el hombre se servía para hablar con los dioses. El hombre utilizaba entonces la palabra incluso para hablar con la Divinidad. O para imitarla. De esta manera, en las estéticas arcaicas –como afirmó Eliade– «las obras del arte humano son una mera imitación de las del arte divino».

La palabra poética le sirve también al hombre primitivo para desvelar ese misterio a que antes me refería y que no es un misterio necesariamente religioso, sino que más bien atañe al sentido sagrado de la naturaleza. No es extraño comprender que entre los primitivos la realidad es casi inexistente. Inexistente por terrible. Pero a la vez fue motivo de adoración. Desde su desconocimiento de tantos temas, para el hombre primitivo la realidad era, simple y llanamente, un misterio absoluto.

Más difícil nos sería precisar si el hombre primitivo accede a ese misterio como artífice o como artista; como un ser que labora la realidad o como un ser que la revela y la llena de trascendencia. La palabra poética (y esto es lo que sobre todo queremos señalar al remontarme a tan remotos orígenes), es una necesidad primordialísima del ser humano. La palabra poética posee un sentido que, desgraciadamente, hoy en buena parte ha perdido, pero que, a lo largo de los tiempos –como luego veremos– sí ha poseído de forma deslumbradora y profunda.

El que el hombre haya hecho uso desde los orígenes de esa palabra, ora como artífice, ora como artista, nos vuelve a sumergir de lleno en la vieja contienda entre pensamiento y poesía. Y por decirlo de una forma apresurada, pero radical, el pensamiento consecuentemente sería lo debido al hombre en tanto que la poesía sería lo debido a los dioses.

Pero esta división que hoy nos podría parecer impropia o radical en exceso es, en el fondo, pura falacia, pues las relaciones subterráneas entre ambos conceptos son muchas y, a lo largo de las distintas culturas, ha habido autores que se han encargado de fundir ambos conceptos en uno solo. Existe una verdad, pero también muchas verdades y, al mismo tiempo, no existe ninguna verdad. Esta especie de galimatías lo podemos clarificar enseguida si recordamos unas palabras decisivas de Platón: «Todo es uno y todo es diverso».

La palabra en armonía

No podríamos seguir adelante con nuestras conjeturas sin asentarlas sobre este pensamiento tan simplista, pero tan soberbio, que leemos en el Sofista; pensamiento que quizá proviene de más remotas fuentes. La sabiduría helénica descansa sobre el principio de unidad, pero el de unidad es concepto que resuena de otras músicas y, en concreto, de la del pensamiento primitivo oriental.

Cuando con Heráclito buscamos la unidad primordial y en movimiento de las cosas, no hacemos sino rememorar el deseo que Lao Zi sentía en sus sentencias de fundir los contrarios. Para el taoísmo, al igual que para los pitagóricos y para Platón, esta lucha de contrarios, esta contraposición terrible de tendencias, engendra la armonía. He utilizado estas digresiones nada nuevas para llegar a este concepto de armonía que tanto importa a la hora de buscar relaciones entre pensamiento y poesía, y que yo he intentado apresar, por la vía de la contemplación, en mis dos Tratados de armonía.

Pensamiento y poesía aparecen unidos de nuevo en la medida en que la armonía es condición que caracteriza a ambos conceptos, que a su vez comparten. Parece, en consecuencia, como si pensamiento y poesía no sirviesen por sí mismos para cumplir sus respectivas funciones e hiciese falta una confluencia de extremos para lograr resultados plenos, para alcanzar un conocimiento absoluto.

En ocasiones, la razón pura se ha mostrado incapaz de superar ciertos límites. La poesía –por cuanto dijimos al referirnos a la palabra de los primitivos–, por su carácter de ensalmo o de plegaria, parecía ascender a cotas más altas del conocimiento, aunque ello fuera a costa de seguir vías irreflexivas y senderos nada sistemáticos; abismos, en una palabra. La poesía rompe, sin más, la razón; la poesía quiebra el pensamiento para seguir su indagación a través del bosque umbrío, lleno de engañosos espejismos, del conocimiento humano.

En definitiva, para que el poeta pueda crear –según nos recuerda Platón en su Ión– necesita «haber dejado de ser dueño de su razón». No vamos a entrar aquí en el llamativo concepto –también platónico– de si el poeta está, o no está, «inspirado por un dios». Algo iremos entreviendo sobre este particular, pero tanto se ha abusado del carácter irreal, evanescente de la poesía, tan agotado está el concepto de «inspiración», que preferimos quedarnos de momento en los umbrales de la cuestión.

Lo cierto es que la creación poética lleva consigo un cierto grado de sinrazón, de enajenación, o como queramos llamarlo; extravío –«dislates», los llamó Juan de la Cruz en el...