El destino del elefante

von: Marco Missiroli

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415937296 , 218 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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El destino del elefante


 

7

Pietro durmió mal a causa del colchón, demasiado corto, y del olor a naftalina que le irritaba la nariz. Se despertó cuando el día apenas asomaba.

El suelo estaba helado, apoyó los pies sobre los calcetines y releyó la única definición del crucigrama que no le había salido, cinco horizontales, cuatro letras: rumiante con astas en forma de palma. Escribió: alce y fue al baño a desnudarse. Con los años, el tórax se le había encogido, el vello resistía oscuro sobre el amago de tripa. Se la acarició despacio, su carne era la de un recién nacido. Desenroscó el tapón del gel de baño para pieles delicadas y dejó correr el agua de la ducha, un cuadrado de pavimento separado por una cortina de plástico. En cuanto se puso tibia, empezó por las piernas. Eran piernas de corredor. Unas cicatrices le desfiguraban los muslos y las espinillas, las recorrió con dos dedos hasta sus pies pequeños. Se los restregó, tenían las venas marcadas y otras cicatrices en los tobillos. Se echó más gel, se enjabonó el rostro y dejó que las burbujas le crepitaran en la nariz. No olían a nada. Respiró y las fosas nasales le escocieron, se llevó una mano al sexo rugoso. Lo apretó y sacudió la punta, se detuvo para observar aquel jaretón de carne. Se lo enjuagó con agua helada y enjuagó los cortes que le cruzaban el costado de lado a lado, los huesos resbalaban bajo esa piel martirizada que a veces le seguía doliendo. Abrió la cortinilla de plástico y antes de salir se miró en el espejo de detrás de la puerta, era un hombre enrojecido por el hervor y por los recuerdos.

Lo demás lo hizo a toda prisa. Escogió camisa y pantalones, un jersey de rombos que se colgó de los hombros. Lo había comprado todo en la tienda de Anita el día antes de empezar a trabajar, él escogió el color, gris, ella el modelo, y le había obligado a llevarse también unos zapatos blucher muy cómodos y dos rebecas para que alternara, porque un portero como es debido no se viste casi nunca igual. Anita había añadido también un corbatín y un frasco de agua de colonia que él no había abierto aún. Pietro se puso el jersey, se ajustó el cuello de la camisa y se dirigió a la cocina sin pasar por el espejo, bastaba con un color distinto al negro para que se sintiera incómodo.

Tenía por costumbre desayunar de pie. Lo puso todo sobre la nevera y cogió dos rebanadas de pan tostado y tres cuadraditos de chocolate amargo. Comió despacio, con los ojos en las plantas que aguardaban la luz de la mañana. Me la has jugado, le dijo a un cactus que iba recuperándose y al que había dado por difunto, lo desplazó a la zona por donde aparecería el sol y se metió en la garita. Verificó en el cuaderno lo que debía recordar, faltaba una semana para el cumpleaños de la hija del doctor Martini. El prestidigitador Nicolini pasaría en unos días para establecer dónde realizar la función, había que limpiar los canalones y podar los setos. Pietro se acercó a la cortinilla, hizo ademán de levantarla. Por el contrario, se dirigió hacia el dormitorio y cogió del gancho las llaves de los Martini.

Las tenía en el bolsillo y las rozaba de vez en cuando para comprobar que seguían allí. Debía aguardar a que el edificio se vaciara. El primero en salir fue el abogado, en los días de piscina madrugaba siempre. Inmediatamente después, le tocó a Paola, que se asomó a la garita.

–Mi Fernando está malo, no va a ir a trabajar hoy –le embistió el olor a laca–. ¿Te importaría subir de vez en cuando a ver qué tal está?

Pietro asintió.

–Subiré también el cactus. Se ha curado.

–Te debo una cena.

Paola se puso el abrigo y salió mientras la voz de la hija del doctor bajaba ligera por las escaleras. Acurrucada contra el pecho de la madre, un hatillo invisible con un ojo abierto, grande, y otro cerrado, Sara refunfuñaba. Agitaba la varita mágica y se quedó mirándole.

Viola la dejó en el suelo.

–No tiene ganas de ir a la guardería. ¿Qué voy a hacer? –le abrochó la sudadera en el cuello–. Que tenga un buen día, Pietro.

Sonrió y se marchó con su hija.

El cartero llegó pronto, Pietro aceleró las operaciones avisándole de que ya las repartiría él. Retiró el correo y se apresuró. Para Paola había una revista de moda dedicada a los pases de modelos, un semanario de actualidad que era más bien de cotilleos. Lo hojeó, el número anterior se lo había encontrado en el contenedor de papel y lo había leído a ratos perdidos. Lo cerró y siguió rebuscando en el montoncito de sobres, a la madre de Fernando le habían mandado tres cartas, dos venían aún a nombre de su marido. Las echó al buzón. Para el abogado había un aviso del Rotary y un folleto de apadrinamientos. Sobre la mesa quedaba el correo de los Martini. Viola había recibido una invitación para la inauguración de una galería de arte. Echó esta también en el buzón, quedándose con el correo del doctor, había un sobre con el membrete de un congreso de medicina y el Corriere della Sera que él pasaba a recoger todas las mañanas a la garita. Pietro lo sacó del celofán, lo dobló con cuidado hasta que las esquinas quedaron perfectamente alineadas. Echó un vistazo a un artículo de la portada sobre la detención de un prófugo mafioso. Había empezado a leerlo cuando bajó el doctor. Llevaba la bolsa del gimnasio en bandolera y el teléfono al oído, le hizo señas de que recogería el periódico más tarde. Pietro aguardó a que saliera y verificó la hora.

Salió al patio. La gardenia de Viola seguía aún alicaída, el cactus de Paola había resurgido con un amago de flores. Lo levantó y lo llevó hasta la entrada, por las escaleras no se oía volar una mosca. Empezó la ascensión, el cactus pesaba y le hizo tambalearse hasta el primer piso, tuvo que aminorar el paso mientras seguía subiendo. De las puertas del segundo piso no salía ningún ruido, se acercó a la del abogado y oyó el murmullo del televisor que Poppi dejaba encendido cada vez que salía de casa. Depositó el cactus sobre el felpudo de los Martini y llamó al timbre. Volvió a llamar. Sacó las llaves, las metió en la cerradura, abrió.

La fotografía del doctor en Vespa seguía tal como la había dejado. La puso recta y se dio cuenta de que el niño apretaba algo en la mano más escondida, una honda tal vez, quizá solo un trozo de cuerda. Cerca del marco, la cesta de bagatelas rebosaba incluso sin el timbre. Se acercó al perchero en forma de árbol y aproximó la nariz a un chaquetón negro, olía a vainilla. Dejó de inhalar y levantó la cabeza.

En el centro de la sala había dos sofás rojos en forma de ele, la librería cubría la pared más larga y rodeaba la puerta de la cocina. Había libros esparcidos por el suelo, pasó por encima y leyó El filo de la navaja en una cubierta. Miró a su alrededor, los juguetes de la niña invadían la alfombra, algunas muñecas estaban sentadas sobre una chaise longue debajo de la ventana.

Por el cristal se veía el patio y un trozo de Virgen, un gajo del ojo de buey de la garita. Deambuló un poco, el parqué rechinaba, aligeró el paso y llegó hasta un par de zapatillas de hombre junto al sofá. Se sentó, se quitó los zapatos y se las puso. Movió los dedos para calzarlas mejor. Le estaban perfectamente. Los pies se le calentaron y Pietro se acercó a la única pared pintada de púrpura. A la derecha colgaba la fotografía de un campo de espliego, entre las espigas asomaban el doctor y Viola abrazados, quizá en la época de la universidad. Recorrió con un dedo la silueta del muchacho, pálido y con la barba a retazos, una espiga detrás de la oreja. Viola miraba hacia el objetivo y él la miraba a ella, estaban muy guapos. Sobre el secreter observó la fotografía de su boda, ella apacible en su vestido blanco y él un maniquí de chaqué. Había otra del doctor en brazos de Riccardo, el ecografista, con las caras demudadas por las carcajadas. La última era un retrato de un hombre con gafas de sol y una caña de pescar en la mano, un pez colgando de dos dedos. Sabía que era el padre del doctor, muerto unos años antes.

La voz de Fernando le llegó desde el otro lado del muro:

–Papá y Jesús, ya no os voy a ofender más –y calló.

Pietro fue a la cocina, un ramo de girasoles estaba colgado de una pared encima de la mesa. Del papel pendía una nota, A Viola, que pasa bajo las ventanas. Leyó la firma del doctor, la a de Luca tenía una cola larga y rizada. Una repisa sostenía el acuario con los peces tropicales a rayas; a su lado, una barra de pan asomaba de una bolsa. Empujó con el dedo contra una miga y se la metió en la boca, era pan fresco. Después se acercó al frigorífico, en la puerta había un imán de la Torre Eiffel y una polaroid en blanco y negro. La ecografía de Sara en la barriguita de mamá. La rozó suavemente, reconoció la nariz respingona y la cabecita redonda. La acarició y se percató de una fecha escrita a mano en la esquina derecha: 14-9-2008. La misma del brazalete hallado en el patio. Alisó un poco las esquinas y escuchó otra voz, esta vez del abogado:

–Teo Morbidelli, ¿dónde estás? Hoy nada de natación porque tu amito no se siente bien, tengo que ir al baño, quítate, por favor, que te quites...

Pietro verificó la hora y volvió al salón, abrió una puerta corredera que daba paso a la zona de noche. Pasó por delante de la habitación de la niña, las paredes estaban forradas de dibujos, una colcha rosa cubría la cama, sobre la almohada señoreaba un...