Fuego sobre Nápoles

von: Ruggero Cappuccio

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498418934 , 304 Seiten

Format: ePUB

Kopierschutz: Wasserzeichen

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Preis: 9,99 EUR

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Fuego sobre Nápoles


 

1

Pozzuoli. 13 de mayo. Mañana.

Una lancha motora blanca en el mar

–Dentro de cinco meses, como mucho, Nápoles dejará de existir. Dentro de cinco meses, como mucho, de Nápoles no quedará ni rastro. Los Campos Flégreos nos están preparando el finiquito. La ciudad será destruida. Habrá una violenta explosión inicial. Se formará una columna eruptiva que dará vida a gases incandescentes, fragmentos de magma y de rocas que serán lanzados a decenas de kilómetros de altura. Aquí, por lo general, los vientos dominantes soplan del noroeste, que coincide además con la orientación del maestral. Por eso, las erupciones vesubianas y las flégreas deforman sus columnas hacia el sureste y por eso, Nápoles, hasta hoy, se había salvado. Pero esta vez será distinto. Hace treinta cinco mil años, hubo una violentísima erupción en los Campos Flégreos: la toba gris que vomitó la hemos encontrado en el fondo de todo el Mediterráneo. La hemos encontrado hasta en Siberia. El material en caída alcanzará Nápoles de lleno. En esta ocasión, la columna eruptiva no aguantará mucho, caerá de nuevo al suelo y se deslizará en distintas direcciones. Podrá llegar a velocidades de hasta ciento cincuenta kilómetros por hora. Los flujos piroclásticos alcanzarán temperaturas de centenares y centenares de grados y arrasarán todo lo que encuentren a su paso. Ser arrollado por un flujo piroclástico es como ser arrollado por un tren incandescente. Pero aún hay más. Esta vez sufriremos una erupción y una inundación. Las cámaras magmáticas de los Campos Flégreos se vaciarán rápidamente y atraerán el agua de las áreas que las rodean. Atraerán el mar. El agua entrará en contacto con la elevada temperatura del magma, vaporizándose rápidamente y originando una ráfaga de explosiones difusas que proyectarán fuera del centro eruptivo nubes de baja intensidad. Nosotros las llamamos surges. Los surges pueden ser de dos tipos. Los hot and dry, es decir, calientes y secos, con temperaturas de hasta quinientos grados. O bien, cold and wet, es decir, fríos y húmedos, con temperaturas de hasta doscientos grados. ¿Se acuerda de los esqueletos de Herculano que se encontraron ocultos bajo restos de soportales? Tenían todos el cráneo partido a causa de profundas lesiones. En un primer momento, se pensó que habían sido alcanzados por el derrumbe de las edificaciones. No era eso. Las fracturas no habían sido provocadas por una presión externa sino por una interna. Esas personas fueron arrolladas por surges hot and dry. La muerte se debió a una vaporización de los líquidos cerebrales, cuya presión aumentó hasta estallar. El fallecimiento fue instantáneo. Todos descarnados, en un instante. Ahora, en los Campos Flégreos se formarán grietas en la corteza terrestre. Serán grietas largas, muy largas, que podrán superar los diez kilómetros. El magma saldrá por allí también. La toba amarilla napolitana salió a la luz así, hace once mil años. Todo lo que fue construido gracias a las grietas volcánicas, será destruido gracias a las grietas volcánicas. Probablemente se produzca un hundimiento del territorio flégreo. Algunos kilómetros cuadrados. Se creará una caldera de forma circular o elíptica. Se producirá un colapso volcánico-tectónico del área entera. El mar entrará en Nápoles. El mar entrará en las calles de Nápoles. Pozzuoli, estimado abogado, dado que la tenemos delante, contémplela bien. Porque tal vez sea la última vez que la vea.

El profesor Corso ha hablado en voz baja, girando entre las manos sus gafitas doradas. Las lentes, traspasadas por el sol, astillan dos clavos de luz en la camisa blanca de Diego Ventre. La lancha motora flota en la deriva serena de la mañana. La mano derecha de Diego acaricia el timón. Sus ojos oscuros no abandonan la frente del profesor. Ventre se desabrocha la camisa, se afloja el cinturón. Se quita los pantalones y se zambulle. Desaparece hacia abajo, hacia el fondo, en un momento. Enrico Corso se pone las gafas. Contempla los círculos de plata sobre el agua, allí donde Ventre acaba de sumergirse, y en esos círculos ve definitivamente atornilladas sus propias palabras: calderas, erupciones, marejadas apocalípticas. Se pregunta si será verdad todo lo que acaba de decir y se lo pregunta solo por el gusto de contestarse que sí, que todo es cierto, todo es cierto, se siente atrapado en las fauces del por desgracia humano y del orgullo científico. En el fondo de su conciencia aflora la sonrisa glacial de quien recoge una confesión de la naturaleza antes de que se cometa el pecado. El malecón ferroso de Pozzuoli está ahí delante. Serán trescientos metros. Todo parece muerto ya. Ventre emerge de nuevo. Se alza por el borde de la barca con la turgencia dorsal de un delfín. Los antebrazos secos y musculosos se extienden. Sus cabellos castaño oscuro, lisos y compactos hacia atrás en la cabeza salada, apenas dejan entrever en las sienes y en un mechón un guiño de ceniza blanca. Cuarenta y cinco años, inquietos como la movilidad bruñida de sus abdominales. La toalla roja interrumpe el chorreo de gotas.

–Profesor, ya sabe que le aprecio, pero ¿está usted seguro?

–Abogado, me hizo jurarle que sería usted el primero en saberlo.

Diego Ventre contempla el puerto de Pozzuoli. Aún lleva en los ojos la onerosa veladura del verdeazul que ha visto debajo del agua.

–Ponga en marcha el motor, abogado, costee las rocas.

Ventre se pone la camisa, que se empapa de la blancura húmeda de su piel clara. Presiona el botón de arranque de la Dafne, la lancha motora más hermosa del puerto de Nápoles. El estruendo del motor quiebra por un instante los presagios inmóviles del profesor. La lancha roza las callosidades milenarias de las peñas enarenadas de negro. Un cigarrillo para el profesor. Un purito para Ventre. Olas débiles gargajean espumas de marfil contra la costa. Nubes bajas aplastan el horizonte y provocan cansancio al sol. El dedo índice izquierdo de Corso señala allí, un poco más lejos. Seis lubinas flotan muertas casi a ras del agua. La tinta metálica de las escamas agoniza borrada por la palidez del final. A su alrededor, flujos de humo vibran sobre el mar en siniestros burbujeos.

–Apague el motor, abogado. ¿Lo ve? Fumarolas marinas. Es gas. Por eso mueren los peces. En los últimos meses hemos observado crecientes emisiones de gas radón. Es un gas pesado. Es más denso que el aire. Es un gas inodoro. Los huecos enterrados de la zona están repletos. Cada día que pasa están más llenos. Mire allí, por detrás de esa casa gris. Allí, las deformaciones del suelo son de locura. Deformaciones con elevaciones acampanadas. Los gases de las fumarolas van en aumento. Ha aumentado su temperatura también. El agua de los pozos de la zona se va calentando semana tras semana.

–¿Y usted dice que dentro de cinco meses Nápoles dejará de existir?

–Esta mañana hemos tenido una conferencia en el Observatorio vesubiano. Han venido a la ciudad los ocho mayores expertos del mundo. Más que ocho vulcanólogos, son ocho padres eternos. Y están todos de acuerdo conmigo. Discúlpeme, abogado, pero usted se ha quedado en los tiempos en que esas previsiones se hacían con un tal vez. ¿Se acuerda de hace once años? Se dijo: modesto fenómeno de bradisismo en Pozzuoli, con una elevación de cuarenta y cinco centímetros en el barrio Terra. Y así fue. En el verano de hace cuatro años se previeron dieciocho fenómenos sísmicos leves en el territorio vesubiano. Y tal como habían sido anunciados, así se manifestaron. Desde entonces ha pasado más tiempo, hoy las prospecciones tecnológicas son infalibles. Los japoneses y los americanos: nuestra ruina. Tal vez fuera mejor no saber. Pero así están las cosas. Prevemos los plazos de desarrollo de una destrucción igual que lo hace un médico con una enfermedad terminal. Mañana por la tarde nos reuniremos con las instituciones.

–¿Las instituciones?

–El alcalde de Nápoles, y los alcaldes de los dieciocho ayuntamientos en peligro. El presidente de la Región, el de la Provincia, el prefecto, el jefe de la policía y toda la gente necesaria. Abogado, está claro, ¿no? Hay que desalojar. La gente tiene que marcharse. Yo, en mi condición de director del Observatorio, es eso lo que sé y eso es lo que voy a contar.

–Así se hará, profesor, así se hará. Pero no mañana. Usted no dirá nada mañana. Me hacen falta treinta días. Treinta días de silencio. Nada de reuniones. Nada de entrevistas. Y, sobre todo, nada de alusiones. Ustedes son científicos. Gente escrupulosa. Esos treinta días les hacen falta también a ustedes.

–Abogado, me está pidiendo algo imposible.

–Profesor, se lo digo con una sonrisa en los ojos: las cosas imposibles se les piden siempre a quienes nos han pedido cosas imposibles. Yo le conocí hace ocho años, ¿se acuerda? Fui a verle al Observatorio. Llovía a mares y aquel día la amenaza del fuego y de las lascas parecía solo una fantasía. Fui a verle porque hacía algunos meses que algo me taladraba obstinadamente las sienes. Había comprendido que la riqueza de estas tierras, sus edificios, sus bancos, sus tiendas, la política, las actividades lícitas e ilícitas –que, como bien sabe usted, aquí son una sola cosa– tenían jueces con los que se podía discutir y jueces con los que no se podía discutir. Las negociaciones son la clave de todo. Las negociaciones son el agua que riega el control de las cosas, el control de los hechos y el control del poder. Pero verá, es usted un hombre inteligente. Con el gas y las...